Marte Verde (93 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Verde
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Se oyeron unas exclamaciones entre los caminantes, como cantos de pájaros sobre el bajo continuo de la inundación. Nadia desconocía el motivo. Entonces advirtió que había movimiento en el puerto espacial.

El puerto estaba situado sobre una ancha meseta al noroeste de la ciudad, y desde la altura en que se encontraban la población de Burroughs pudo ver perfectamente que se abrían las grandes puertas de los hangares y salían cinco aviones espaciales gigantescos uno detrás de otro: un siniestro espectáculo militar. Los aviones rodaron hasta la terminal principal y las pasarelas se encajaron en sus costados. No sucedió nada más y los refugiados escalaron las primeras estribaciones del Gran Acantilado durante casi una hora, hasta que las pistas y la mitad inferior de los hangares desaparecieron en el brumoso horizonte. El sol estaba muy al oeste ahora.

La atención volvió a la ciudad, ya que el agua había abierto una brecha en la parte oriental del muro y en la Puerta Sudoeste corría sobre el remate en el punto donde habían cortado el material de la tienda. Poco después inundó Princess Park, el Parque del Canal y Niederdorf, dividiendo la ciudad en dos, y subió lentamente por los bulevares laterales, cubriendo los tejados de la parte baja de la ciudad.

Entonces uno de los reactores apareció volando sobre la meseta, dando la sensación de que era demasiado lento para volar, como ocurre siempre con los aviones grandes cuando vuelan a poca altura. Había despegado en dirección sur, de modo que para los espectadores creció y creció sin que pareciera ganar velocidad, hasta que el rumor sordo de sus ocho motores los alcanzó y el avión voló sobre ellos con la lentitud de un abejorro. Mientras se alejaba pesadamente hacia el oeste, apareció el siguiente, pasó sobre la ciudad cubierta de agua y luego sobre ellos y se perdió en el oeste. Y lo mismo ocurrió con los restantes, todos con el mismo aspecto reñido con la aerodinámica, hasta que el último desapareció en el horizonte.

Marcharon más rápido. Los más fuertes se adelantaron. Era importante empezar a embarcar a la gente en los trenes en Libia lo antes posible, y todos lo sabían. Los trenes estaban llegando de todas partes, pero la estación era pequeña y tenía pocas vías, de modo que la coreografía de la evacuación sería compleja. Eran las cinco de la tarde, el sol empezaba a hundirse detrás de la pendiente de Syrtis y la temperatura caía en picado. La columna se estiraba a medida que los caminantes más rápidos, nativos y recién llegados sobre todo, apretaban el paso. La gente de los rovers informó que tenía varios kilómetros de largo y que continuaba alargándose. Recorrían la columna recogiendo gente y dejándola más adelante. Todos los cascos y trajes disponibles estaban siendo usados. Coyote apareció en la escena viniendo desde el dique, y al verlo Nadia sospechó de pronto que él estaba detrás de la voladura del dique. Pero después de saludarla alegremente por el ordenador de muñeca y de preguntarle cómo iban las cosas, Coyote regresó a la ciudad.

—Pide a los de Fossa Sur que envíen un dirigible a sobrevolar la ciudad —sugirió— por si alguien ha quedado atrapado y se ha refugiado en la cima de las mesas. Hay gente que duerme de día, y cuando se despierten se van a llevar una buena sorpresa.

Soltó una carcajada salvaje, pero tenía razón y Art hizo la llamada. Nadia caminaba en la retaguardia, con Maya, Sax y Art, escuchando los informes que llegaban. Ordenó que los rovers circularan por la pista inutilizada para no levantar polvo. Intentó ignorar que estaba cansada. Era más falta de sueño que fatiga muscular, pero iba a ser una noche larga, y no sólo para ella. Muchos habitantes de la ciudad ya no estaban acostumbrados a andar grandes distancias. A ella le ocurría lo mismo a pesar de que recorría las obras a pie y no trabajaba sentada a una mesa de oficina como la mayoría. Por fortuna estaban siguiendo una pista y podían caminar sobre la superficie regular si querían, entre los raíles de suspensión y el de reacción que corría por el centro. La mayoría prefirió seguir por las carreteras de hormigón o grava paralelas a la pista.

Salir de Isidis Planitia en cualquier dirección que no fuese el norte significaba marchar cuesta arriba. La Estación Libia estaba unos setecientos metros por encima de Burroughs, una diferencia de nivel nada desdeñable; pero afortunadamente la pendiente iba elevándose de forma gradual a lo largo de los setenta kilómetros y no había tramos muy escarpados.

—Nos ayudará a mantenernos calientes —murmuró Sax cuando Nadia lo comentó.

El día avanzó y las sombras alargadas de los caminantes se proyectaron hacia el este, como si fueran de gigantes. A sus espaldas las mesas de la ciudad inundada, oscura y vacía, fueron desapareciendo una tras otra, y finalmente Double Decker Butte y Moeris Mesa se hundieron en el horizonte. Las sombras pardas de Isidis se hicieron más intensas y el cielo se oscureció sobre el horizonte mientras el ardiente sol bajaba, y los caminantes avanzaban lentamente por aquel mundo rojizo como un ejército maltrecho en retirada.

Nadia conectaba con Mangalavid de cuando en cuando, y las noticias sobre el resto del planeta la tranquilizaron. Todas las ciudades importantes estaban en manos del movimiento de independencia. El laberinto de Sabishii había proporcionado refugio a los sobrevivientes del incendio que aún no había sido sofocado del todo. Nadia habló con Nanao y Etsu mientras caminaba. La pequeña imagen de Nanao en su muñeca revelaba el agotamiento del hombre y Nadia le dijo que se sentía muy apesadumbrada porque las dos ciudades más grandes de Marte habían sido destruidas, Sabishii incendiada, Burroughs inundada.

—No, no —dijo Nanao—. Las reconstruiremos. Sabishii está en nuestro espíritu.

Habían enviado todos los trenes salvados del fuego hacia Libia, como muchas otras ciudades. Las más cercanas enviaban también dirigibles y aviones. Los dirigibles podrían ayudarlos durante la marcha nocturna. Y más importante sería el agua que traerían con ellos, puesto que la deshidratación en la noche fría y superárida sería el peor enemigo. Nadia ya tenía la garganta reseca y bebió con agradecimiento la taza de agua caliente que le tendieron desde un rover. Alzó la máscara y bebió rápidamente.

—¡Ultima ronda! —anunció la mujer que distribuía el agua—. Sólo nos queda para otras cien personas.

Un mensaje de índole distinta les llegó de Fossa Sur. Varios campamentos mineros alrededor de Elysium se habían declarado independientes tanto de las metanacionales como del movimiento Marte Libre y habían exigido que los dejaran en paz. Algunas estaciones ocupadas por los rojos habían hecho lo mismo. Nadia soltó un bufido.

—Bien —le dijo a la gente de Fossa Sur—. Envíenles una copia de la Declaración de Dorsa Brevia y que la estudien. Si se comprometen a respetar lo acordado acerca de los derechos humanos, no hay razón para molestarlos.

El sol se puso. El largo atardecer siguió lentamente su curso.

El crepúsculo purpúreo teñía el aire neblinoso cuando un rover roca se acercó por el este y se detuvo delante del grupo de Nadia. Unas figuras con máscaras y capuchas se apearon y caminaron hacia ellos. Por la silueta Nadia reconoció a la que encabezaba el grupo: era Ann, alta y delgada, que venía hacia ella, distinguiéndola entre el gentío sin vacilación a pesar de la falta de luz. Así se reconocían los Primeros Cien...

Nadia miró a su vieja amiga. Ann parpadeaba a causa del repentino frío.

—No fuimos nosotros —dijo Ann bruscamente—. La unidad de Armscor se presentó con rovers blindados y hubo una batalla. Kasei temía que si recuperaban el dique eso los animaría a recuperar todo el planeta. Seguramente tenía razón.

—¿Se encuentra bien?

—No lo sé. Murieron muchos en el dique. Y muchos tuvieron que escapar de la inundación subiendo a Syrtis.

Allí estaba, sombría, sin muestras de arrepentimiento. Nadia se maravilló de que pudiesen leerse tantas cosas en una silueta, una figura oscura recortada contra las estrellas. La caída de los hombros, tal vez. La inclinación de la cabeza.

—Continuemos, entonces —dijo Nadia. No se le ocurría qué más decir en esa circunstancia. El hecho de haber colocado explosivos en el dique...

pero ya no tenía remedio—. Sigamos caminando, sigamos.

La luz se escurrió de la tierra, del aire, del cielo. Caminaron bajo las estrellas, en un aire tan glacial como el de Siberia. Nadia podía haber caminado más deprisa, pero prefirió quedarse con el grupo de cola para ayudar. Algunos llevaban a cuestas niños pequeños, aunque la verdad era que no había muchos en la retaguardia de la columna: los más pequeños viajaban en los rovers y los mayores iban delante, con los caminantes más rápidos. Los niños no abundaban en Burroughs.

Los haces de luz de los rovers atravesaban el polvo que levantaban y Nadia se preguntó si el polvo no obstruiría los filtros de CO2. Lo mencionó en voz alta y Ann dijo:

—Aprieta la máscara contra la cara y sopla fuerte. O puedes contener la respiración, sacarte la máscara y limpiarla con aire comprimido, si tienes un compresor a mano.

Sax asintió.

—¿Ya conoces estas máscaras? —le preguntó Nadia a Ann. Ella asintió.

—He pasado muchas horas usándolas.

—De acuerdo. —Nadia experimentó con la suya: la apretó contra la boca y sopló enérgicamente. Pronto se quedó sin resuello—. Deberíamos caminar por la pista y las carreteras para no levantar polvo. Y hay que decir a los rovers que vayan más despacio.

Durante las dos horas siguientes caminaron rítmicamente. Nadie los adelantó y nadie se quedó rezagado. El frío era cada vez más intenso. Los faros de los vehículos iluminaban la columna de personas, quizá de unos doce o quince kilómetros de longitud, que se perdía en el horizonte. Una hilera de luces oscilantes e intermitentes, el rojo resplandor de las luces de posición de los rovers... una visión extraña. De cuando en cuando oían sobre sus cabezas el zumbido de los dirigibles que llegaban de Fossa Sur; flotaban como vistosos ovnis con todas las luces de vuelo encendidas, descendían para soltar los cargamentos de comida y agua y recogían grupos de la retaguardia. Luego subían zumbando y se alejaban hasta convertirse en brillantes constelaciones que desaparecían por el este.

Durante el lapso marciano un grupo de nativos exuberantes trató de cantar, pero el aire era demasiado frío y seco y pronto desistieron. A Nadia le gustó la idea y tarareó mentalmente sus favoritas:
Hello Central Give Me Dr. Jazz, Bucket's Got a Hole in it, On the Sunny Side of the Street.

Conforme avanzaba la noche de mejor humor se sentía. Empezaba a parecer que el plan funcionaría. No estaban dejando atrás a cientos de personas postradas, aunque los rovers informaban de que un buen número de nativos se había quedado sin aliento demasiado pronto y requerían asistencia. Habían pasado de 500 milibares a 340, lo que equivalía a subir de 4.000 metros a 6.500 en la Tierra, un salto considerable a pesar de que el alto porcentaje de oxígeno en el aire marciano mitigaba los efectos. Así pues, la gente empezaba a ser víctima del mal de las alturas, que por lo general afectaba más a los jóvenes. Algunos nativos habían partido muy alegremente y ahora lo pagaban con dolores de cabeza y náuseas. Pero de momento el rescate de los jóvenes en dificultades se realizaba con éxito. Y la retaguardia de la columna mantenía un ritmo regular.

Nadia caminaba a veces de la mano de Art o Maya, a veces inmersa en su mundo privado, evocando fragmentos del pasado. Recordó algunas de las marchas peligrosas en el frío de aquel mundo: durante la gran tormenta con John en el Cráter Rabe, buscando el radiofaro con Arkadi, detrás de Frank por Noctis Labyrinthus la noche que escaparon del asalto de Cairo... También aquella noche había experimentado una extraña alegría, que quizá se debiera a que estaba libre de responsabilidad, a que no era más que un soldado acatando órdenes. El sesenta y uno había sido un desastre, y esta revolución podía acabar en lo mismo. De hecho, nadie ejercía un control global de la situación. Pero las voces seguían llegando a su muñeca procedentes de todo Marte. Y nadie iba a bombardearlos desde el espacio. Los elementos más intransigentes de la Autoridad Transitoria probablemente habían muerto en Kasei Vallis, un aspecto de la «gestión integral de plagas» de Art que no era ninguna broma. Y el resto de la UNTA estaba numéricamente desbordado. Ni ellos ni nadie serían capaces de dominar un planeta entero de disidentes. O estaban demasiado asustados para intentarlo.

Eso significaba que se las habían apañado para que esta vez las cosas se desarrollaran de otra manera. O quizá la situación en la Tierra había cambiado y los distintos fenómenos de la historia marciana sólo eran reflejos distorsionados de esos cambios. Demasiado probable. Una idea inquietante cuando se consideraba el futuro. Pero eso aún estaba por venir, ya lo afrontarían cuando llegase. Por el momento tenían que preocuparse de llegar a la Estación Libia. La cualidad física del problema y de su solución la complacían enormemente. Al fin algo que podía gobernar. Caminar. Respirar el aire glacial. Intentar calentarse los pulmones con el resto del cuerpo, a través del corazón... ¡algo semejante a la misteriosa redistribución del calor de Nirgal, sí lo conseguía!

Descubrió que de cuando en cuando se quedaba dormida unos instantes sin dejar de caminar, y se preguntó sí no se estaría intoxicando con CO2. Le dolía mucho la garganta. La cola de la columna empezaba a retrasarse y los rovers recogían a quienes estaban exhaustos, los llevaban hasta Libia y regresaban en busca de otros. Muchos sufrían ahora el mal de las alturas y los rojos indicaban a las víctimas cómo quitarse las máscaras para vomitar y colocárselas antes de respirar. Una operación complicada y desagradable en el mejor de los casos, y muchos además estaban intoxicados con dióxido de carbono. A pesar de todo se acercaban a su punto de destino. Las imágenes de Libia mostraban algo parecido a una estación de metro de Tokio en hora punta, pero los trenes llegaban y partían regularmente, de modo que habría sitio para todos.

Un rover pasó junto a ellos y los ocupantes les preguntaron sí querían subir.

—¡Largo de aquí! —dijo Maya—. ¡Vayan a ayudar a quien lo necesite y no nos hagan perder más tiempo!

El conductor se alejó deprisa para ahorrarse reprimendas y Maya añadió con voz ronca:

—Al diablo con todo. Tengo ciento cuarenta y tres años y que me cuelguen si no hago todo el camino a pie. Aligeremos un poco el paso.

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