Más Allá de las Sombras (6 page)

BOOK: Más Allá de las Sombras
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Centelleó una luz blanca y saltaron miles de chispas, como si el brazo de Kylar fuese un pedernal enorme al contacto del acero de Ceur’caelestos. Sintió una quemazón en el brazo.

Los guerreros se separaron dando tumbos y Kylar supo que, si Garuwashi hubiese aplicado algo más de fuerza a ese contraataque, habría destruido el ka’kari.

—Por favor... por favor, no vuelvas a hacer nunca algo parecido.

—¿Quién te ha enseñado eso? —preguntó airado Garuwashi, con la cara de un rojo encendido.

—Yo... —Kylar calló, confuso. Su brazo derecho palpitaba y sangraba donde Ceur’caelestos lo había arañado.

—Se refiere a la combinación, Kylar —explicó Feir, con los ojos desorbitados—. Esa maniobra se llama el Giro de Garuwashi. Nadie más es lo bastante rápido para ejecutarla.

Kylar volvió a adoptar una postura de lucha, agobiado ya no por el miedo, sino por la futilidad. Había dado lo mejor de sí contra Garuwashi y apenas le había causado un arañazo.

—Nadie me lo enseñó —dijo—. Parecía lo apropiado, nada más.

La furia abandonó el rostro de Lantano Garuwashi en un instante. Kylar vio que se hallaba ante un hombre de pasiones repentinas, impredecible, intenso y peligroso. Garuwashi sacó un pañuelo blanco y limpió con reverencia la sangre de Kylar de Ceur’caelestos. Envainó la Espada del Cielo.

—No te mataré hoy, doen-Kylar, que la paz sea con tu espada. Dentro de diez años, te encontrarás en tu plenitud. Reunámonos entonces en Aenu y luchemos ante la corte real. Unos maestros como nosotros merecemos combatir en presencia de juglares, doncellas y maestros menores. Si ganas, podrás quedarte con todo lo que me pertenezca, incluida la espada sagrada. Si gano yo, por lo menos habrás disfrutado de diez años de vida y gloria, ¿sí? Será un acontecimiento esperado durante una década y rememorado durante mil.

Al cabo de diez años Kylar en efecto se hallaría en su plenitud, y lo que Garuwashi no decía era que él habría dejado la suya atrás. Para entonces el ceurí tendría... ¿cuántos, cuarenta y cinco años? Quizá llegado ese momento su velocidad y la de Kylar estarían a la par. Garuwashi aún conservaría su alcance y los dos tendrían mucha más experiencia, pero esa moneda resultaba mucho más valiosa para Kylar. ¿Le importaría al Lobo que esperase diez años? Qué caramba, si no se hacía matar, ni siquiera vería al Lobo en... bueno, probablemente diez años. ¡Falso! Si moría bajo el filo de esa espada, no vería al Lobo en absoluto.

Con una mueca, dijo:

—Dime, si te prometiese que iba a conseguirte algo, ¿lo querrías ahora o dentro de diez años?

—Si lo intentas ahora, morirás. Dentro de diez años, tendrás una posibilidad.

Un mes atrás, Kylar tenía una meta: convencer a su novia Elene de que dieciocho años de virginidad eran más que suficientes. Después habían asesinado a Jarl mientras le comunicaba la noticia de que Logan de Gyre estaba atrapado en su propio calabozo. Las lealtades de Kylar para con los vivos y los muertos le habían dado dos metas nuevas que le habían costado la primera. Había abandonado a Elene, como había jurado no hacer, para salvar a Logan y vengar a Jarl matando al rey dios. Lo había pagado con un brazo, un nexo mágico con la hermosa calamidad llamada Vi Sovari y el juramento de que robaría la espada de Garuwashi.

A esas alturas, lo único que quería era asegurarse de que sus sacrificios no hubiesen sido en vano, y después ir a arreglar las cosas con Elene.

Como en castigo a su deslealtad, en ese momento se la imaginó diciendo: Un juramento que solo cumples cuando te va bien no es un juramento ni es nada.

—No puedo aplazarlo —dijo Kylar—. Lo siento.

Garuwashi se encogió de hombros.

—Es una cuestión de honor, ¿sí? Lo entiendo. Es una...

—¡Sierpe del abismo! —gritó Feir, mientras se levantaba de un salto.

Kylar se volvió y todo lo que pudo ver fue un agujero formándose en el espacio a diez pasos de distancia y, a través de él, el infierno desde el que embestía una piel agrietada y flamígera. En el bosque, un vürdmeister narizón y orejudo estaba riendo.

Capítulo 8

—Pis. Eres diferente, Mediombre —dijo Saltamontes. Era un eunuco alto, delgado y canoso que estaba adiestrando a Dorian;
a Mediombre
, se recordó. Saltamontes le pasó un orinal.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mediombre.

—Dos mierdas. —Saltamontes entregó a Mediombre un par de orinales más. El nuevo vertió la mitad del pis en cada uno de ellos, los revolvió y luego los vació en un enorme cántaro de arcilla metido en un armazón de mimbre—. Un pis por cada dos cacas. El resto de los pises van al final. Es fácil. Si te toca un vomitado o una plasta, usa dos pises. Nadie quiere oler eso todo el día.

Mediombre pensó que Saltamontes no iba a responderle, pero cuando acabaron de vaciar los orinales en los enormes cántaros de arcilla (seis en total ese día, lo que significaba un viaje más de lo normal para Mediombre), el eunuco hizo una pausa.

—No sé. Mira lo tieso que vas.

Maldiciendo para sus adentros, Mediombre encorvó la espalda. Se había despistado. Treinta y dos años de sentarse derecho como el hijo de un rey eran peligrosos. Por supuesto, nadie pasaba tanto tiempo con él como Saltamontes pero, si el viejo eunuco se había fijado, ¿qué pasaría si los que reparaban en ello eran Zurgah, un supervisor, un meister o un infante? Su apariencia medio hadurí ya lo había aislado. Recibía con regularidad faenas de más y palizas por infracciones imaginarias. Rara era la noche en que no se acostaba dolorido.

—No olvides tu lugar. Vomitado; nunca entenderé cómo se las ingenian las chicas para afanar vino. Si lo olvidas, bueno...

Saltamontes levantó uno tras otro sus pies calzados con sandalias y meneó los pulgares. Eran los únicos dedos que le quedaban en los pies. Lo habían sorprendido enseñando un baile a las mujeres aburridas del harén, explicó, y el único motivo de que hubiese salido tan bien parado había sido que a Zurgah le caía bien y que el baile no había conllevado tocar o hablar a las mujeres. A otros eunucos, dijo, los mataban por menos.

—Veintidós años desde mi bailecillo. Veintidós años llevo con los orinales, y con ellos seguiré hasta que me muera. Ahora ayúdame con los vacíos. ¿Te acuerdas del proceso?

—Uno de agua limpia lava diez pises o cuatro cacas.

—Míralo, qué avispado. Ayúdame a lavar los primeros cuarenta y después puedes empezar a llevarte orinales.

Trabajaron juntos en silencio. Mediombre no había avanzado en sus pesquisas para encontrar a la mujer que sería su esposa. La Ciudadela contenía dos harenes separados, y a varias mujeres las alojaban al margen de ambos. A Mediombre le habían asignado el harén común.

Allí vivían más de cien de las esposas y concubinas de Garoth Ursuul; las esposas eran las mujeres que habían alumbrado varones, y las concubinas las que le habían dado hijas o nada, lo que se consideraba equivalente. Teniendo en cuenta que Garoth Ursuul debía de rondar los sesenta años, todas las mujeres eran sorprendentemente jóvenes. Nadie comentaba nunca qué había sido de las esposas viejas.

Resultaba extraño estar en el harén de su padre. Estaba viendo un lado diferente y extrañamente personal del hombre que lo había hecho como era de cien maneras distintas. Como la mayoría de los khalidoranos, el rey dios prefería a las mujeres macizas, de caderas anchas y trasero generoso. Había un dicho norteño: Volaer ust vassuhr, vola uss vossahr; literalmente:
Los caballos y las mujeres de un hombre deben ser lo bastante anchos para montarlos
. La mayor parte de las plebeyas eran khalidoranas, pero los harenes del rey dios incluían todas las nacionalidades menos la de los Haduri. Todas eran bellas; todas tenían los ojos grandes y los labios carnosos; además, prefería tomarlas, dijo Saltamontes, lo más cerca posible de su florecimiento.

La vida en el harén, sin embargo, tenía poco que ver con las historias que contaban los sureños. Si era una vida de lujo, también lo era de aburrimiento forzoso.

Todos los días, cuando recogía los orinales de los aposentos de las concubinas, Mediombre miraba a las mujeres con el rabillo del ojo. Lo primero que vio fue que siempre iban vestidas de la cabeza a los pies. No solo estaba el rey dios fuera de la ciudad, sino que se aproximaba el invierno. Al no haber posibilidades de que se les exigiera cumplir en breve, algunas ni siquiera se molestaban en cepillarse el pelo o cambiarse la ropa de dormir, aunque parecía existir una especie de censura social que impedía que ninguna se abandonara demasiado.

—Antes se pasaban todo el invierno medio desnudas y maquilladas como rameras de la fertilidad, acurrucadas alrededor de los fuegos y temblando como cachorrillas en la nieve —dijo Saltamontes—. Ahora les avisamos cuando su santidad está de camino. Ya verás. En tu vida habrás visto a alguien moverse tan deprisa. O, si llaman a alguna por su nombre, hasta la última de ellas se le echa encima. Por la sangre de Khali, ni siquiera se la ve durante cinco minutos buenos. Después, cuando sale de ese corro, cualquiera diría que la han cambiado por la mismísima diosa. Por mucho que se odien, conspiren y chismorreen, cuando el rey dios llama, se ayudan entre ellas. Una cosa es cotillear y mentir sobre una mujer —concluyó Saltamontes bajando la voz—, pero ninguna quiere ser el motivo de que envíen a una chica a los infantes herederos.

A Dorian se le revolvió el estómago. De modo que se sabía. Pues claro que se sabía. La clase de vástagos de la que formó parte había aprendido a despellejar practicando con una concubina lenguaraz. Dorian, como primero de la clase, había recibido como encargo la cara. Recordó su orgullo al presentarla entera a su tutor, Neph Dada, intacta hasta los párpados y las pestañas. Con sus diez años, Dorian había llevado esa cara en la cena como si fuera una máscara, haciendo payasadas con sus compañeros de clase ante la sonrisa aprobadora de Neph. Que Dios le ayudase, había hecho cosas incluso peores.

¿Qué estaba haciendo allí? Ese lugar estaba enfermo. ¿Cómo podía un pueblo tolerar aquello? ¿Cómo podían adorar a una diosa que se recreaba en el sufrimiento? Dorian a veces creía que los países tenían la clase de dirigentes que se merecían. ¿Qué decía eso de Khalidor, donde el miedo cerval a los hombres que se hacían llamar reyes dioses era lo único que mantenía a raya el tribalismo y la corrupción endémica? ¿Qué decía eso de Dorian? Ese era su pueblo, su país, su cultura y, en un tiempo, su herencia. Él, Dorian Ursuul, había sobrevivido. Había demolido a los compañeros de su clase de vástagos uno por uno, enfrentando a hermano contra hermano hasta que solo él sobrevivió. Había cumplido su uurdthan, su Ordalía, y se había demostrado merecedor del título de hijo y heredero del rey dios. Aquello, todo aquello, podría haber sido suyo... y no lo había echado de menos ni por un segundo.

Le encantaban muchas cosas de Khalidor: la música, los bailes, la hospitalidad de sus pobres, sus hombres que reían o lloraban con franqueza y sus mujeres que aullaban y gemían ante sus muertos, mientras que las sureñas se quedaban calladas como si les diese igual. A Dorian le encantaba su arte zoomórfico, los primitivos tatuajes con añil de las tribus de las tierras bajas, las muchachas de fríos ojos azules con su piel blanca como la leche y su genio pronto. Amaba cien cosas de su pueblo, pero a veces se preguntaba si el mundo no sería un lugar mejor si llegara un maremoto y los ahogara a todos.

Como sacrificios propiciatorios de un buen año para el ganado, ¿cuántas de esas muchachas de ojos azules habían ofrendado a sus primogénitos berreantes en piras a Khali? Por una cosecha abundante, ¿cuántos de esos hombres expresivos habían enjaulado a sus ancianos padres en ataúdes de mimbre para verlos ahogarse poco a poco en una ciénaga? Lloraban mientras asesinaban, pero asesinaban. Por honor, cuando un hombre moría, si su viuda no era reclamada por el jefe del clan, se esperaba de ella que se lanzara a la pira funeraria de su marido. Dorian había visto a una chica de catorce años a la que había fallado el valor. Llevaba menos de un mes casada con un viejo al que no conocía antes de la boda. Su padre le pegó hasta hacerle sangre y la tiró a la pira con sus propias manos, maldiciéndola por avergonzarlo.

—Ojo —dijo Saltamontes—, estás pensando. No lo hagas. Aquí no sirve de nada. Trabaja duro y no tendrás que pensar. ¿Lo pillas? —Mediombre asintió—. Pues vamos a atarte esto y podrás trabajar.

Juntos, amarraron la cesta de mimbre a la espalda de Mediombre. Había unas correas que se pasaban por cada hombro y por las caderas para ayudarle a aguantar el gran peso del cántaro de arcilla lleno de residuos. Saltamontes le prometió que tendría otro recipiente listo para cuando regresara.

Mediombre avanzó trabajosamente por los fríos pasillos de basalto. En los corredores de los esclavos siempre estaba oscuro, pues solo ardían las antorchas suficientes para que no chocaran entre ellos.

—Estoy cansado de tirarme a esclavas sin dientes —dijo una voz procedente del siguiente cruce de pasillos—. Tengo entendido que la nueva está en la torre de los Tygres. Dicen que es preciosa.

—¡Tavi! No puedes llamarla así.

Bertold Ursuul, bisabuelo de Dorian, había enloquecido y le había dado por creer que podría ascender al cielo si construía una torre lo bastante alta y la decoraba en exclusiva con tygres dientes de sable de Haran. Su locura había sido motivo de vergüenza para Garoth Ursuul, quien por tanto había prohibido que la torre recibiese otro nombre que no fuera el de torre de Bertold.

Dorian se detuvo. Había una antorcha en el cruce y no tenía manera de retroceder sin que reparasen en él. Los infantes —pues nadie más hablaba con tanta arrogancia— se estaban acercando. No había escapatoria.

Entonces se acordó. Ahora era Mediombre, un esclavo eunuco. Así pues, se encorvó y rezó por hacerse invisible.

—Hablo como me da la gana —replicó Tavi, que llegó al cruce al mismo tiempo que Mediombre. El esclavo paró, se apartó y bajó la vista. Tavi era el clásico infante: apuesto aunque tuviera la nariz algo aguileña, bien arreglado y bien vestido, con un halo de autoridad y cierto hedor a gran poder, pese a que apenas tendría unos quince años. Mediombre no pudo evitar tomarle la medida al instante: debía de ser el primero de su clase de vástagos. Sería uno de los que Dorian hubiera procurado matar enseguida. Demasiado arrogante, sin embargo. Tavi era de los que necesitaban alardear. Jamás superaría su uurdthan—. Y también puedo follarme a quien me dé la gana —dijo Tavi, que se detuvo. Miró por cada uno de los pasillos como si se hubiera perdido.

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