26
Todo hombre selecto aspira instintivamente a tener un castillo y un escondite propios donde quedar
redimi—do
de la multitud, de los muchos, de la mayoría, donde tener derecho a olvidar, puesto que él es una excepción de ella, la regla «hombre»: —a excepción
únicamente
del caso en que un instinto aún más fuerte lo empuje derechamente hacia esa regla, como hombre de conocimiento en el sentido grande y excepcional de la expresión. Quien en el trato con los hombres no aparezca revestido, según las ocasiones, con todos los cambiantes colores de la necesidad, quien no se ponga verde y gris de náusea, de fastidio, de compasión, de melancolía, de aislamiento, ése no es ciertamente un hombre de gusto superior; mas suponiendo que no cargue voluntariamente con todo ese peso y displacer, que lo esquive constantemente y, como hemos dicho, permanezca escondido, silencioso y orgulloso, en su castillo, entonces una cosa es cierta: no está hecho, no está predestinado para el conocimiento. Pues si lo estuviera, algún día tendría que decirse «¡que el diablo se llene mi buen gusto!, ¡pero la regla es más interesante que la excepción, —que yo, que soy la excepción!» —y se pondría en camino hacia
abajo
, sobre todo «hacia dentro». El estudio del hombre
medio
, un estudio prolongado, serio, y, para esta finalidad, mucho disfraz, mucha superación de sí mismo, mucha familiaridad, mucha mala compañía —toda compañía es mala, excepto la de nuestros iguales —: esto constituye una parte necesaria de la biografía de todo filósofo, tal vez la parte más desagradable, la más maloliente, la más abundante en desilusiones. Mas si el filósofo tiene suerte, cual corresponde a un favorito del conocimiento, encontrará auténticos abreviadores y facilitadores de su tarea, —me refiero a los llamados cínicos, es decir, a aquellos que reconocen sencillamente en sí el animal, la vulgaridad, la «regla», y, al hacerlo, tienen todavía el grado necesario de espiritualidad y prurito como para tener que hablar sobre sí y sobre sus iguales
ante
testigos: —
a veces se revuelcan incluso en libros como en su propio excremento. El cinismo es la única forma en que las almas vulgares rozan lo que es honestidad; y el hombre superior tiene que abrir los oídos siempre que tropiece con un cinismo bastante grosero y sutil, y felicitarse todas las veces que, justo delante de él, alcen su voz el bufón carente de pudor o el sátiro científico. Se dan incluso casos en que a la náusea se mezcla la fascinación: a saber, allí donde, por un capricho de la naturaleza, el genio va ligado a uno de esos machos cabríos y monos indiscretos, como ocurre con el
Abbé
[abate] Galiani, el hombre más profundo, más perspicaz y, tal vez, también el más sucio de su siglo —era mucho más profundo que Voltaire y, en consecuencia, también bastante menos locuaz. Con mayor frecuencia ocurre, como ya se ha insinuado, que la cabeza científica está asentada sobre un cuerpo de mono, y un sutil entendimiento de excepción, sobre un alma vulgar, —entre médicos y fisiólogos de la moral sobre todo, un caso nada raro. Y allí donde sin amargura, sino más bien despreocupadamente, hable alguien del hombre como de un vientre con dos necesidades y una cabeza con
una sola;
en todos los sitios donde alguien no vea, busque ni
quiera
ver nunca más que hambre, apetito sexual y vanidad, como si éstos fuesen los auténticos y únicos resortes de las acciones humanas; en suma, allí donde se hable «mal»
(schlecht) —
y no sólo «perversamente»
(schlimm) —
del hombre —, el amante del conocimiento debe escuchar sutil y diligentemente, debe tener sus oídos en todos aquellos lugares en que se hable sin indignación. Pues el hombre indignado, y todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y desgarra a sí mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, o a Dios, o a la sociedad), ése quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso más habitual, más indiferente, menos instructivo. Y nadie
miente
tanto como el indignado. —
27
Es difícil ser comprendido: en especial si uno piensa y vive
gangasrotogati
[al ritmo del Ganges] entre hombres que piensan y viven de otro modo, a saber,
kurmagati
[al ritmo de la tortuga] o, en el mejor de los casos,
mandeikagati
, «según el modo de caminar de la rana» 35 —¿acabo de hacer todo lo posible para que resulte difícil comprenderme también a mí?, —y debemos estar cordialmente reconocidos por la buena voluntad de poner cierta sutileza en la interpretación. Mas en lo que se refiere a «los buenos amigos», los cuales son siempre demasiado cómodos y creen tener, justamente por ser amigos, derecho a la comodidad: hacemos bien en concederles de antemano un espacio libre y una palestra de incomprensión: —así tenemos algo más de qué reír; —o en eliminarlos del todo, a esos buenos amigos, —¡y también reír!
28
Lo que peor se deja traducir de una lengua a otra es el
tem
po [ritmo] de su estilo: el cual tiene su fundamento en el carácter de la raza, o, hablando fisiológicamente, en el
tempo
medio de su «metabolismo». Hay traducciones hechas honestamente que casi son falsificaciones, pues constituyen vulgarizamientos involuntarios del original, y ello simplemente porque no se supo traducir el
tempo
valiente y alegre de éste, el
tempo
que salta por encima de todo lo que de peligroso hay en cosas y palabras y ayuda a dejarlo de lado. El alemán es casi incapaz de usar el
presto
[rápido] en su lengua: por lo tanto, es lícito inferir legítimamente, también es incapaz de muchas de las más divertidas y temerarias
nuances
[matices] del pensamiento libre, propio de espíritus libres. Así como el
buffo
[bufón] y el sátiro son ajenos a su cuerpo y a su conciencia, así Aristófanes y Petronio le resultan intraducibles. Todo lo serio, pesado, solemnemente torpe, todos los géneros fastidiosos y aburridos del estilo están desarrollados entre los alemanes con abundantísima multiformi—dad, —perdóneseme que diga, pues es un hecho, que ni siquiera la prosa de Goethe, con su mezcolanza de tiesura y gracia, constituye una excepción, ya que es reflejo de los «buenos tiempos antiguos», de los cuales forma parte, y expresión del gusto alemán en la época en que todavía existía un «gusto alemán»: el cual era un gusto rococó
in moribus et artibus
[en las costumbres y en las artes]. Lessing es una excepción, gracias a su naturaleza de comediante, que entendía muchas cosas y era entendido en multitud de ellas: él, que no en vano fue el traductor de Bayle y que gustaba de refugiarse en la cercanía de Diderot y Voltaire y, aún más, entre los autores de la comedia romana: —también en el
tempo
[ritmo] amaba Lessing el librepensamiento, la huida de Alemania. Mas cómo sería capaz la lengua alemana de imitar, ni siquiera en la prosa de un Lessing, el
tempo
de Maquiavelo, quien en su
Príncipe
nos hace respirar el aire seco y fino de Florencia y no puede evitar el exponer el asunto más serio en un
allegrissimo
impetuoso: acaso no sin un malicioso sentimiento de artista por la antítesis que osaba llevar a cabo, —los pensamientos eran largos, pesados, duros, peligrosos, y el
tempo
, de galope y de óptimo y traviesísimo humor. A quién, en fin, le sería lícito atreverse a realizar una traducción alemana de Petronio, el cual ha sido, más que cualquier gran músico hasta ahora, el maestro del
presto
, por sus invenciones, ocurrencias, palabras: —¡qué importan, a fin de cuentas, todas las ciénagas del mundo enfermo, perverso, incluso del «mundo antiguo», cuando se tiene, como él, los pies, el soplo y el aliento, la liberadora burla de un viento que pone sanas todas las cosas haciéndolas
correr! Y
en lo que se refiere a Aristófanes, aquel espíritu transfigurador, complementario, en razón del cual se le
perdona
a Grecia entera el haber existido, suponiendo que hayamos comprendido a fondo qué es todo lo
que
en ella precisa de perdón, de transfiguración: —no sabría yo indicar cosa alguna que me haya hecho soñar más sobre el secreto de
Platón y su
naturaleza de esfinge que este
petit fait
[pequeño hecho], afortunada—mente conservado: que entre las almohadas de su lecho de muerte no se encontró ninguna «biblia», nada egipcio, pitagórico, platónico, —sino a Aristófanes. ¡Cómo habría soportado incluso un Platón la vida —una vida griega, a la que dijo no, —sin un Aristófanes! —
29
Es cosa de muy pocos ser independiente: —es un privilegio de los fuertes. Y quien intenta serlo sin tener
necesidad
, aunque tenga todo el derecho a ello, demuestra que, probablemente, es no sólo fuerte, sino temerario hasta el exceso. Se introduce en un laberinto, multiplica por mil los peligros que ya la vida comporta en sí; de éstos no es el menor el que nadie vea con sus ojos cómo y en dónde él mismo se extravía, se aísla y es despedazado trozo a trozo por un Minotauro cualquiera de las cavernas de la conciencia. Suponiendo que ese hombre perezca, esto ocurre tan lejos de la comprensión de los hombres que éstos no lo sienten ni compadecen: —¡y él no puede ya volver atrás!, ¡no puede retroceder ya tampoco a la compasión de los hombres! —
30
Nuestras intelecciones supremas parecen necesariamente —¡y deben parecer! —tonterías y, en determinadas circunstancias, crímenes, cuando llegan indebidamente a oídos de quienes no están hechos ni predestinados para ellas. Lo exotérico y lo esotérico, distinción ésta que se hacía antiguamente entre los filósofos, tanto entre los indios como entre los griegos, persas y musulmanes, en suma, en todos los sitios donde se creía en un orden jerárquico
y no
en la igualdad y en los derechos iguales, —no se diferencian entre sí tanto porque el exotérico se encuentre fuera y sea desde fuera, no desde dentro, desde donde él ve, aprecia, mide y juzga las cosas: lo más esencial es que él ve las cosas de abajo arriba, —¡el esotérico, en cambio,
de arriba abajo!
Hay alturas del alma que hacen que, vista desde ellas, hasta la tragedia deje de producir un efecto trágico; y si se concentrase en unidad todo el dolor del mundo, za quién le sería lícito atreverse a decidir si su aspecto induciría y forzaría
necesariamente
a la compasión y, de este modo, a una duplicación del dolor?... Lo que sirve de alimento o de tónico a una especie superior de hombres tiene que ser casi un veneno para una especie muy diferente de aquélla e inferior. Las virtudes del hombre vulgar significarían tal vez vicios y debilidades en un filósofo; sería posible que un hombre de alto linaje, sólo en el supuesto de que llegase a degenerar y sucumbir, adquiriese propiedades por razón de las cuales fuese necesario venerarlo desde ese momento como santo en el mundo inferior a que había descendido. Hay libros que tienen un valor inverso para el alma y para la salud, según que de ellos se sirvan el alma inferior, la fuerza vital inferior, o el alma superior y más poderosa: en el primer caso son libros peligrosos, corrosivos, disolventes, en el segundo, llamadas de heraldo que invitan a los más valientes a mostrar su valentía. Los libros para todos son siempre libros que huelen mal: el olor de las gentes pequeñas se adhiere a ellos. En los lugares donde el pueblo come y bebe, e incluso donde rinde veneración, suele heder. No debemos entrar en iglesias si queremos respirar aire
puro. ——
31
En nuestros años jóvenes venerarnos y despreciamos careciendo aún de aquel arte de la
nuance
[matiz] que constituye el mejor beneficio de la vida, y, como es justo, tenemos que expiar duramente el haber asaltado de ese modo con un sí y un no a personas y a cosas. Todo está dispuesto para que el peor de todos los gustos, el gusto por lo incondicional, quede (; cruelmente burlado y profanado, hasta que el hombre aprende a poner algo de arte en sus sentimientos y, aún mejor, a atreverse a ensayar lo artificial: como hacen los verdaderos artistas de la vida. La cólera y la veneración, que son cosas propias de la juventud, parecen no reposar hasta haber falseado tan a fondo las personas y las cosas que les resulte i posible desahogarse en ellas: —la juventud es ya de por sí una cosa inclinada a falsear y a engañar. Más tarde, cuando el alma joven, torturada por puras desilusiones, se vuelve por fin contra sí misma con suspicacia, siendo todavía ardiente y salvaje incluso en su suspicacia y en sus remordimientos de conciencia: ¡cómo se enoja consigo misma, cómo se despedaza impacientemente a sí misma, cómo toma venganza de su prolongada auto—obcecación, cual si ésta hubiera sido una ceguera voluntaria! En este período de transición nos castigamos a nosotros mismos por desconfianza contra nuestro propio sentimiento; sometemos nuestro entusiasmo al tormento de la duda, incluso sentimos la buena conciencia como un peligro, como autodisimulo y fatiga de la honestidad más sutil, por así decirlo; y, sobre todo, tomamos partido, por principio,
contra
«la juventud». — Un decenio más tarde: y comprendemos que también todo eso —¡continuaba siendo juventud!
32
Durante el período más largo de la historia humana —se lo llama la época prehistórica —el valor o el no valor de una acción fueron derivados de sus consecuencias: ni la acción en sí ni tampoco su procedencia eran tomadas en consideración, sino que, de manera parecida a como todavía hoy en China un honor o un opro—bio rebotan desde el hijo a sus padres, así entonces era la fuerza retroactiva del éxito o del fracaso lo que inducía a los hombres a pensar bien o mal de una acción. Denominemos a este período el período
premoral
de la humanidad: el imperativo «¡conócete a ti mismo! » era entonces todavía desconocido. En los últimos diez milenios, por el contrario, se ha llegado paso a paso tan lejos en algunas grandes superficies de la tierra que ya no son las consecuencias, sino la procedencia de la acción, lo que dejamos que decida sobre el valor de ésta: esto representa, en conjunto, un gran acontecimiento, un considerable refinamiento de la visión y del criterio de medida, la repercusión inconsciente del dominio de valores aristocráticos y de la fe en la «procedencia», el signo distintivo de un período al que es lícito denominar, en sentido estricto, período
moral:
la primera tentativa de conocerse a sí mismo queda así hecha. En lugar de las consecuencias, la procedencia: ¡qué inversión de la perspectiva! ¡Y, con toda seguridad, una inversión conquistada tras prolongadas luchas y vacilaciones! Desde luego: una funesta superstición nueva, una peculiar estrechez de la interpretación lograron justo por esto conquistar el dominio: se interpretó la procedencia de una acción, en el sentido más preciso del término, como procedencia derivada de una
intención;
se acordó creer que el valor de una acción reside en el valor de su intención. La intención, considerada como procedencia y prehistoria enteras de una acción: bajo este prejuicio se ha venido alabando, censurando, juzgando, también filosofan—do, casi hasta nuestros días. —¿No habríamos arribado nosotros hoy a la necesidad de resolvernos a realizar, una vez más, una inversión y un desplazamiento radical de los valores, gracias a una autognosis y profundización renovadas del hombre, —no nos hallaríamos nosotros en el umbral de un período que, negativamen—te, habría que calificar por lo pronto de
extramora1
hoy, cuando al menos entre nosotros los inmoralistas alienta la sospecha de que el valor decisivo de una acción reside justo en aquello que en ella es
no—intencionado
, y de que toda su intencionalidad, todo lo que puede ser visto, sabido, conocido «consciente—mente» por la acción, pertenece todavía a su superficie y a su piel, —la cual, como toda piel, delata algunas cosas, pero oculta más cosas todavía? En suma, nosotros creemos que la intención es sólo un signo y un síntoma que precisan de interpretación, y, además, un signo que significa demasiadas cosas y que, en consecuencia, por sí solo no significa casi nada, creemos que la moral, en el sentido que ha tenido hasta ahora, es decir, la moral de las intenciones, ha sido un prejuicio, una precipitación, una provisionalidad acaso, una cosa de rango parecido al de la astrología y la alquimia, pero en todo caso algo que tiene que ser superado. La superación de la moral, y en cierto sentido incluso la autosuperación de la moral: acaso sea éste el nombre para designar esa labor prolongada y secreta que ha quedado reservada a las más sutiles y honestas, también a las más maliciosas de las conciencias de hoy, por ser éstas vivientes piedras de toque del alma. —