59
Quien ha mirado hondo dentro del mundo adivina sin duda cuál es la sabiduría que hay en el hecho de que los hombres sean superficiales. Su instinto de conservación es el que los enseña a ser volubles, ligeros y falsos. Acá y allá encontramos una adoración apasionada y excesiva de las «formas puras», tanto entre filósofos como entre artistas: que nadie dude de que quien de ese modo
necesita
el culto de la superficie ha hecho alguna vez un intento desdichado
por debajo de
ella. Acaso continúe habiendo un orden jerárquico incluso entre esos niños chamuscados que son los artistas natos, los cuales no encuentran ya el goce de la vida más que en el propósito de
falsear
la imagen de ésta (por así decirlo, en una duradera venganza contra la vida —): el grado en que la vida se les ha hecho odiosa podría averiguarse por el grado en que desean ver falseada, diluida, allendizada, divinizada la imagen de la vida, —a los
homines religiosi
[hombres religiosos] se los podría contar entre los artistas, como su categoría
suprema.
El miedo profundo y suspicaz a un pesimismo incurable es lo que constriñe a milenios enteros a aferrarse con los dientes a una interpretación religiosa de la existencia: el miedo propio de aquel instinto que atisba que cabría apoderarse de la verdad
demasiado prematuramente
, antes de que el hombre hubiera llegado a ser bastante fuerte, bastante duro, bastante artista... Consideradas desde esa perspectiva, la piedad, la «vida en Dios» aparecerían entonces como el engendro más sutil y extremado del
miedo
a la verdad, como adoración y embriaguez de artista ante la más consecuente de todas las falsificaciones, como voluntad de invertir la verdad, de no—verdad a cualquier precio. Quizá no haya habido hasta ahora ningún medio más enérgico para embellecer al hombre mismo que precisamente la piedad: mediante ella puede el hombre llegar hasta tal punto a convertirse en arte, superficie, juego de colores, bondad, que su aspecto ya no haga sufrir. —
60
Amar al hombre
por amor a Dios —
ése ha sido hasta ahora el sentimiento más aristocrático y remoto a que han llegado los hombres. Que amar al hombre sin ninguna oculta intención santificadora es una estupidez y una brutalidad más, que la inclinación a ese amor al hombre ha de recibir su medida, su finura, su grano de sal y su partícula de ámbar de una inclinación superior: —quienquiera que haya sido el hombre que por vez primera tuvo ese sentimiento y esa «vivencia», y aunque acaso su lengua balbuciese al intentar expresar semejante delicadeza, ¡continúe siendo para nosotros por todos los tiempos santo y digno de veneración, pues es el hombre que más alto ha volado hasta ahora y que se ha extraviado del modo más bello!
61
El filósofo, entendido en el sentido en que lo entendemos
nosotros
, nosotros los espíritus libres —, como el hombre que tiene la responsabilidad más amplia de todas, que considera asunto de su conciencia el desarrollo integral del hombre: ese filósofo se servirá de las religiones para su obra de selección y educación, de igual modo que se servirá de las situaciones políticas y económicas existentes en cada caso. El influjo se—lectivo, seleccionador, es decir, tanto destructor como creador y plasmador que es posible ejercer con ayuda de las religiones, es un influjo múltiple y diverso según sea la especie de hombres que queden puestos bajo el anatema y la protección de aquéllas. Para los fuertes, los independientes, los preparados y predestinados al mando, en los cuales se encarnan la razón y el arte de una raza dominadora, la religión es un medio más para vencer resistencias, para poder dominar: un lazo que vincula a señores y súbditos y que denuncia y pone en manos de los primeros las conciencias de los segundos, lo más oculto e íntimo de éstos, que con gusto se sustraería a la obediencia; y en el caso de que algunas naturalezas de esa procedencia aristocrática se inclinen, en razón de una espiritualidad elevada, hacia una vida más aristocrática y contemplativa y se reserven para sí únicamente la especie más refinada de dominio (la ejercida sobre discípulos escogidos o hermanos de Orden), entonces la religión puede ser utilizada incluso como medio de procurarse calma frente al ruido y las dificultades que el modo más
grosero
de gobernar entraña, así como limpieza frente a la
necesaria su
ciedad de todo hacer—política. Así lo entendieron, por ejemplo, los bramanes: con ayuda de una organización religiosa se atribuyeron a sí mismos el poder de designarle al pueblo sus reyes, mientras que ellos mismos se mantenían y se sentían aparte y fuera, como hombres destinados a tareas superiores y más elevadas que las del rey. Entretanto la religión proporciona también a una parte de los dominados una guía y una ocasión de prepararse a dominar y a mandar alguna vez ellos, se las proporciona, en efecto, a aquellas clases y estamentos que van ascendiendo lentamente, en los cuales se hallan en continuo aumento, merced a costumbres matrimoniales afortunadas, la fuerza y el placer de la voluntad, la voluntad de autodominio: —a ellos ofréceles la religión suficientes impulsos y tentaciones para recorrer los caminos que llevan hacia una espiritualidad más elevada, a saborear los sentimientos de la gran autosuperación, del silencio y de la soledad: —ascetismo y puritanismo son medios casi ineludibles de educación y ennoblecimiento cuando una raza quiere triunfar de su procedencia plebeya y trabaja por elevarse hacia el futuro dominio. A los hombres ordinarios, en fin, a los más, que existen para servir y para el provecho general, y a los cuales sólo en ese sentido
les es lícito
existir, proporciónales viales la religión el don inestimable de sentirse contentos con su situación y su modo de ser, una múltiple paz del corazón, un ennoblecimiento de la obediencia, una felicidad y un suflimiento más, compartidos con sus iguales, y algo de transfiguración y embellecimiento, algo de justificación de la vida cotidiana entera, de toda la bajeza, de toda la pobreza semi—animal de su alma. La religión y el significado religioso de la vida lanzan un rayo de sol sobre tales hombres siempre atormentados y les hacen soportable incluso su propio aspecto, actúan como suele actuar una filosofía epicúrea sobre personas dolientes de rango superior, produciendo un influjo reconfortante, refinador, que, por así decirlo,
saca prove
cho del sufrimiento y acaba incluso por santificarlo y justificarlo. Quizá no exista ni en el cristianismo ni en el budismo cosa más digna de respeto que su arte de enseñar aun a los más bajos a integrarse por piedad en un aparente orden superior de las cosas y, con ello, a seguir estando contentos con el orden real, dentro del cual llevan ellos una vida bastante dura —¡y precisamente esa dureza resulta necesaria!
62
Por último, ciertamente, para mostrar también la contrapartida mala de tales religiones y sacar a luz su inquietante peli, grosidad: —es caro y terrible el precio que se paga siempre que las religiones
no
están en manos del filósofo, como medios de selección y de educación, sino que son ellas las que gobiernan por sí mismas y de manera
soberana
, siempre que ellas mismas quieren ser fines últimos y no medios junto a otros medios. Hay en el ser humano, como en toda otra especie animal, un excedente de tarados, enfermos, degenera+ dos, decrépitos, dolientes por necesidad; los casos logradol son siempre, también en el ser humano, la excepción, y dado que el hombre es
el animal aún no fijado
, son incluso una ex ,4 cepción esca—sa. Pero hay algo peor todavía: cuanto más ele+ vado es el tipo de un hombre que representa a aquél, tantd—más aumenta la improbabilidad de que se
logre:
lo azarosos, la ley del absurdo en la economía global de la humanidad muéstrase de la manera más terrible en el efecto destructor que ejerce sobre los hombres superiores, cuyas condiciones de vida son delicadas, complejas y difícilmente calculables. Ahora bien, ¿cómo se comportan esas dos religiones mencionadas, las más grandes de todas, frente a ese
excedente
de los casos malogrados? Intentan conservar, mantener con vida cualquier cosa que se pueda mantener, e incluso, por principio, toman partido a favor de los malogrados, como religiones
para dolientes
que son, ellas otorgan la razón a todos aquellos que sufren de la vida como de una enfermedad y quisieran lograr que todo otro modo de sentir la vida fuera considerado falso y se volviera imposible. Aunque se tenga una alta estima de esa indulgente y sustentadora solicitud, en la medida en que se aplica y se ha aplicado, junto a todos los demás, también al tipo más elevado de hombre, el cual hasta ahora ha sido casi siempre también el más doliente: en el balance total, sin embargo, las religiones habidas hasta ahora, es decir, las religiones
soberanas
cuén—tanse entre las causas principales que han mantenido al tipo «hombre» en un nivel bastante bajo, —han conservado demasiado de
aquello que debía perecer.
Hay que agradecerles algo inestimable: ¡y quién será tan rico de gratitud que no se vuelva pobre frente a todo lo que los «hombres de Iglesia» del cristianismo, por ejemplo, han hecho hasta ahora por Europa! Sin embargo, cuando proporcionaban consuelo a los dolientes, ánimo a los oprimidos y desesperados, sostén y apoyo a los faltos de independencia, y cuando atraían hacia los monasterios y penitenciarías psíquicos, alejándolos así de la sociedad, a los interiormente destruidos y a los que se volvían salvajes: ¿qué tenían que hacer, además, para trabajar con una conciencia tan radicalmente tranquila en la conservación de do lo enfermo y doliente, es decir, trabajar real y verdaderamente en el
empeoramiento de la raza europea?
Poner
cabeza abajo
todas las valoraciones —
¡eso
es lo que tenían que hacer! Y quebrantar a los fuertes, debilitar las grandes esperanzas, hacer sospechosa la felicidad inherente a la belleza, pervertir todo lo soberano, varonil, conquistador, ávido de poder, todos los instintos que son propios del tipo supremo y mejor logrado de «hombre», transformando esas cosas en inseguridad, tormento de conciencia, autodestrucción, incluso invertir todo el amor a lo terreno y al dominio de la tierra convirtiéndolo en odio contra la tierra y lo terreno —
tal
fue la tarea que la Iglesia se impuso, y que tuvo que imponerse, hasta que, a su parecer, «desmundanización», «desensualización» y «hombre superior» acabaron fundiéndose en un
único
sentimiento. Suponiendo que alguien pudiera abarcar con los ojos irónicos e independientes de un dios epicúreo la comedia prodigiosamente dolorosa y tan grosera como sutil del cristianismo europeo, yo creo que no acabaría nunca de asombrarse y de reírse: ano parece, en efecto, que durante dieciocho siglos ha dominado sobre Europa
una sola
voluntad, la de convertir al hombre en un
engendro sublime?
Mas quien a esa degeneración y a esa atrofia casi voluntarias del hombre que es el europeo cristiano (Pascal, por ejemplo) se acercase con necesidades opuestas, es decir, no ya de manera epicúrea, sino con un martillo divino en la mano 55, ¿no tendría ése ciertamente que gritar con rabia, con compasión, con espanto?: «¡Oh vosotros majaderos, vosotros majaderos presuntuosos y compasivos, qué habéis hecho! ¡No era ése un trabajo para vuestras manos! ¡Cómo me habéis deterio. rado y mancillado mi piedra más hermosa! ¡Qué cosas os d habéis permitido
vosotros!»? —
Yo he querido decir: el cristia• nismo ha sido hasta ahora la especie más funesta de autopresunción. Hombres no lo bastante elevados ni duros como para que les fuera lícito dar, en su calidad de artistas, una forma al
hombre
, hombres no lo bastante fuertes ni dotados de mirada lo bastante larga como para
dejar
dominar, con un sublime sojuzgamiento de sí, esa ley previa de los miles de fracasos y ruinas; hombres no lo bastante aristocráticos como para ver la jerarquía abismalmente distinta y la diferencia de rango existentes entre hombre y hombre: —
tales
son los hombres que han dominado hasta ahora, con su «igualdad ante Dios», el destino de Europa, hasta que acabó formándose une especie empequeñecida, casi ridícula, un animal de rebaño, un ser dócil, enfermizo y mediocre, el europeo de hoy...
63
Quien es radicalmente maestro no toma ninguna cosa en serio más que en relación a sus discípulos, —ni siquiera a sí mismo.
64
«El conocimiento por el conocimiento» —ésa es la última trampa que la moral tiende: de ese modo volve—mos a enredarnos completamente en ella.
65
El atractivo del conocimiento sería muy pequeño si en el camino que lleva a él no hubiera que superar tanto pudor.
65a
Con nuestro propio Dios es con quien más deshonestos somos: ¡a él no le es lícito pecar!
66
La inclinación a rebajarse, a dejarse robar, mentir y expoliar podría ser el pudor de un dios entre los hombres.
67
El amor a uno solo es una barbarie, pues se practica a costa de todos los demás. También el amor a Dios.
68
«Yo he hecho eso», dice mi memoria. «Yo no puedo haber hecho eso» —dice mi orgullo y permanece inflexible. Al final —la memoria cede.
69
Se ha contemplado mal la vida cuando no se ha visto también la mano que de manera indulgente —mata.
70
Si uno tiene carácter, también tiene una vivencia típica y propia, que retorna siempre.
71
El sabio como astrónomo. —Mientras continúes sintiendo las estrellas como un «por—encima—de—ti» sigue faltándote la mirada del hombre de conocimiento.
72
No es la intensidad, sino la duración del sentimiento elevado lo que constituye a los hombres elevados.
73
Quien alcanza su ideal, justo por ello va más allá de él.
73a
Más de un pavo real oculta su cola a los ojos de todos —y a esto lo llama su orgullo.
74
Un hombre de genio resulta insoportable si no posee, además, otras dos cosas cuando menos: gratitud y limpieza.
75
Grado y especie de la sexualidad de un ser humano ascienden hasta la última cumbre de su espíritu.
76
En situaciones de paz el hombre belicoso se abalanza sobre sí mismo.
77
Con nuestros principios queremos tiranizar o justificar u honrar o injuriar u ocultar nuestros hábitos: —dos hombres con principios idénticos probablemente quieren, por esto, algo radicalmente distinto.