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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Más allá del bien y del mal (12 page)

BOOK: Más allá del bien y del mal
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El viejo problema teológico de «creer» y «saber» —o, dicho más claramente, de instinto y razón —es decir, la cuestión de si, en lo que respecta a la apreciación del valor de las cosas, el instinto merece más autoridad que la racionalidad, la cual quiere que se valore y se actúe por unas razones, por un «porqué», o sea por una conveniencia y utilidad, —continúa siendo aquel mismo viejo problema moral que apareció por vez primera en la persona de Sócrates y que ya mucho antes del cristianismo escindió los espíritus. Sócrates mismo, ciertamente, había comenzado poniéndose, con el gusto de su talento, —el gusto de un dialéctico superior de parte de la razón; y en verdad, ¿qué otra cosa hizo durante toda su vida más que reírse de la torpe incapacidad de sus aristocráticos atenienses, los cuales eran hombres de instinto, como todos los aristócratas, y nunca podían dar suficiente cuenta de las razones de su obrar?. Sin embargo, en definitiva Sócrates se reía también, en silencio y en secreto, de sí mismo: ante su conciencia más sutil y ante su fuero interno encon—traba en sí idéntica dificultad e idéntica incapacidad. ¡Para qué, decíase, liberarse, por lo tanto, de los instintos! Hay que ayudarles a ellos y
también
a la razón a ejercer sus derechos, —hay que seguir a los instintos, pero hay que persuadir a la razón a que acuda luego en su ayuda con buenos argumentos. Ésta fue la auténtica
falsedad
de aquel grande y misterioso ironista; logró que su conciencia se diese por satisfecha con una especie de autoengaño: en el fondo se había percatado del elemento irracional existente en el juicio moral. —Platón, más inocente en tales asuntos y desprovisto de la picardía del plebeyo, quiso demostrarse a sí mismo, empleando toda su fuerza —¡la fuerza más grande que hasta ahora hubo de emplear un filósofo! — que razón e instinto tienden de por sí a
una única
meta, al bien, a «Dios»; y desde Platón todos los teólogos y filósofos siguen la misma senda, —es decir, en cosas de moral ha vencido hasta ahora el instinto, o «la fe», como la llaman los cristianos, o «el rebaño», como lo llamo yo. Habría que excluir a Descartes, padre del racionalismo (y en consecuencia abuelo de la Revolución), que reconoció autoridad únicamente a la razón: pero ésta no es más que un instrumento, y Descartes era superficial.

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Quien ha seguido la historia de una ciencia particular encuentra en su desarrollo un hilo conductor para comprender los procesos más antiguos y más comunes de todo «saber y conocer»: en uno y otro caso lo primero que se ha desarrollado han sido las hipótesis precipitadas, las fabulaciones, la buena y estúpida voluntad de «creer», la falta de desconfianza y de paciencia, —nuestros sentidos aprenden muy tarde, y nunca del todo, a ser órganos de conocimiento sutiles, fieles, cautelosos. A nuestros ojos les resulta más cómodo volver a producir, en una ocasión dada, una imagen producida ya a menudo que retener dentro de sí los elementos divergentes y nuevos de una impresión: esto último exige más fuerza, más «moralidad». Al oído le resulta penoso y difícil oír algo nuevo; una música extraña la oímos mal. Al oír otro idioma inten—tamos involuntariamente dar a los sonidos escuchados la forma de palabras que tienen para nosotros un sonido más familiar y doméstico: así, por ejemplo, el alemán se formó en otro tiempo, del
arcubalista
oído por él, la palabra
Armbrust
[ballesta]. Lo nuevo encuentra hostiles y mal dispuestos también a nuestros sentidos; y, en general, ya en los procesos «más simples» de la sensualidad
dominan
afectos tales como temor, amor, odio, incluidos los afectos pasivos de la pereza. —Así como hoy un lector no lee en su totalidad cada una de las palabras (y mucho menos cada una de las sílabas) de una página —antes bien, de veinte palabras extrae al azar unas cinco y «adivina» el sentido que presumiblemente corresponde a esas cinco palabras —, así tampoco nosotros vemos un árbol de manera rigurosa y total en lo que respecta a sus hojas, ramas, color, figura; nos resulta mucho más fácil fantasear una aproximación de árbol. Continuamos actuando así aun en medio de las vivencias más extrañas: la parte mayor de la vivencia nos la imaginamos con la fantasía, y resulta difícil forzarnos a
no
contemplar cualquier proceso como «inventores». Todo esto quiere decir: de raíz, desde antiguo, estamos —
habituados a mentir. O
para expresarlo de modo más virtuoso e hipócrita, en suma, más agradable: somos mucho más artistas de lo que sabemos. —En el curso de una conversación animada yo veo a menudo ante mí de un modo tan claro y preciso el rostro de la persona con quien hablo, según el pensamiento que ella expresa, o que yo creo haber suscitado en ella, que ese grado de claridad supera con mucho la
fuerza
de mi capacidad visual: —la finura del juego muscular y de la expresión de los ojos
tiene que
haber sido añadida, por lo tanto, por mi imaginación. Probablemente la persona tenía un rostro completamente distinto o, incluso, no tenía ninguno.

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Quidquid luce fuit, tenebris agit
[lo que estuvo en la luz actúa en las tinieblas]: pero también a la inversa. Las vivencias que tenemos mientras soñamos, suponiendo que las tengamos a menudo, acaban por formar parte de la economía global de nuestra alma lo mismo que cualquier otra vivencia «realmente» experimen—tada: merced a esto somos más ricos o más pobres, sentimos una necesidad más o menos, y, por fin, en pleno día, e incluso en los instantes más joviales de nuestro espíritu despierto, somos llevados un poco en an—daderas por los hábitos contraídos en nuestros sueños. Suponiendo que alguien haya volado a menudo en sus sueños y, al final, tan pronto como se pone a soñar cobra consciencia de que la fuerza y el arte de volar son privilegios suyos y constituyen asimismo su felicidad más propia y envidiable: ese alguien, que cree poder realizar toda especie de curvas y de ángulos con un impulso ligerísimo, que conoce el sentimiento de cierta ligereza divina, un «hacia arriba» sin tensión ni coacción, un «hacia abajo» sin rebajamiento ni hu—millación —¡sin
pesadez! —
¡cómo un hombre que ha tenido tales experiencias y contraído tales hábitos en sus sueños no va a terminar encontrando que la palabra «felicidad» tiene un color y un significado distintos, incluso para su día despierto!, ¿cómo no va a aspirar a la felicidad —
de modo distinto?
En comparación con aquel «volar», el «vuelo» que los poetas describen tiene que parecerle demasiado terrestre, muscular, violento, demasiado «pesado».

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La diversidad de los seres humanos se muestra no sólo en la diversidad de sus tablas de bienes, es decir, en el hecho de que consideren deseables bienes distintos y estén en desacuerdo entre sí también sobre el valor mayor o menor, sobre la jerarquía de los bienes reconocidos por todos: —esa diversidad se muestra más todavía en lo que consideran qué es te
neryposeer
realmente un bien. En lo que se refiere a una mujer, por ejemplo, el más modesto considera ya que disponer de su cuerpo y gozar sexualmente de él constituyen indicio suficiente y satisfactorio del tener, del poseer; otro, acuciado por una sed más suspicaz y más exigente de posesión, ve «el signo de interrogación», el carácter meramente aparente de tal tener, y quiere pruebas más sutiles, ante todo para saber si la mujer no sólo se entrega a él, sino que también deja por él lo que tiene o le gustaría tener —: sólo
así
la considera «poseída». Pero un tercero tampoco ha llegado aún con eso al final de su desconfianza y de su voluntad de tener, éste se pregunta si la mujer, cuando deja todo por él, no lo hace por un fantasma de él: quiere primero ser bien conocido a fondo, conocido incluso en sus abismos, para poder ser en absoluto amado, él se atreve a dejarse adivinar. —Siente que la amada está completamente en posesión suya tan sólo cuando la amada ya no se engaña sobre él, cuando lo ama por su condición diabólica y su oculta insaciabilidad tanto como por su bondad, paciencia y espiritualidad. Hay quien querría poseer un pueblo: y para esa finalidad le parecen bien todas las artes superiores de Cagliostro y de Catilina. Otro, con una sed más sutil de posesión, se dice: «no es lícito engañar cuando se quiere poseer» —, se siente irritado e impaciente al pensar que es una máscara de él la que manda sobre el corazón del pueblo: «¡por lo tanto, tengo que
dejarme
conocer y, primero, conocerme a mí mismo!» Entre hombres serviciales y benéficos encontramos de modo casi regular aquel torpe ardid consistente en formarse una idea corregida de la persona a que se trata de ayudar: pensando, por ejemplo, que ésta «merece» ayuda, que anhela precisamente su ayuda, y que se mostrará profundamente agradecida, adicta y sumisa a ellos por toda su ayuda, —con estas fantasías disponen de los necesitados como de una propiedad suya, al igual que son hombres be—néficos y serviciales por un anhelo de propiedad. Los encontramos celosos cuando nos cruzamos con ellos o nos adelantamos a ellos en el prestar ayuda. Los padres hacen involuntariamente del hijo algo semejante a ellos —a esto lo llaman «educación» —, ninguna madre duda, en el fondo de su corazón, de que al dar a luz al hijo ha dado a luz una propiedad suya, ningún padre discute el derecho de que le sea lícito someterlo a sus conceptos y valoraciones. Incluso en otros tiempos a los padres parecíales justo el disponer a su antojo de la vida y la muerte del recién nacido (como ocurría entre los antiguos alemanes). Y al igual que el padre, también ahora el maestro, el estamento, el sacerdote, el príncipe continúan viendo en cada nuevo ser humano una ocasión cómoda de adquirir una nueva posesión. De lo cual se sigue...

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Los judíos —un pueblo «nacido para la esclavitud», como dicen Tácito y todo el mundo antiguo, «el pueblo elegido entre los pueblos», como dicen y creen ellos mismos —los judíos han llevado a efecto aquel prodigio de inversión de los valores gracias al cual la vida en la tierra ha adquirido, para unos cuantos milenios, un nuevo y peligroso atractivo: —sus profetas han fundido, reduciéndolas a
una sola
, las palabras «rico», «ateo», «malvado», «violento», «sensual», y han transformado por vez primera la palabra «mundo» en una palabra infamante. En esa inversión de los valores (de la que forma parte el emplear la palabra «pobre» como sinónimo de «santo» y «amigo») reside la importancia del pueblo judío: con él comienza la
rebelión
de los esclavos en la mo
ral.

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Hay al lado del sol innumerables cuerpos oscuros que hemos de
inferir, —
aquellos que no veremos nunca. Esto es, dicho entre nosotros, un símil; y un psicólogo de la moral lee la escritura entera de las estrellas tan sólo como un lenguaje de símiles y de signos que permite silenciar muchas cosas.

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Se malentiende de modo radical al animal de presa y al hombre de presa (por ejemplo, a César Borgia), se malentiende la «naturaleza» mientras se continúe buscando una «morbosidad» en el fondo de esos monstruos y plantas tropicales, los más sanos de todos, o hasta un «infierno» congénito a ellos —: cosa que han hecho hasta ahora casi todos los moralistas 81. ¿No parece como que hay en éstos un odio contra la selva virgen y contra los trópicos? ¿Y que el «hombre tropical» tiene que ser desacreditado a cualquier precio, presentándolo, bien como enfermedad y degeneración del hombre, bien como infierno y autosuplicio propios? ¿Por qué? ¿A favor de las «zonas templadas»? ¿A favor de los hombres templados? ¿De los «morales»? ¿De los mediocres? —Esto, para el capítulo «moral como forma de miedo».

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Todas esas morales que se dirigen a la persona individual para procurarle su «felicidad», según se dice, —qué otra cosa son que propuestas de comportamiento en relación con el grado de
peligrosidad
en que la persona individual vive a causa de sí misma; recetas contra sus pasiones, sus inclinaciones buenas y malas, dado que éstas tienen voluntad de poder y quisieran desempeñar el papel de señor; ardides y artificios pequeños y grandes que desprenden el rancio olor propio de viejos remedios caseros y de una sabiduría de viejas; todas ellas barrocas e irracionales en la forma —porque se dirigen a «todos», porque generalizan donde no es lícito generalizar —, todas ellas hablando en un tono incondicional, tomándose a sí mismas co—mo algo incondicional, todas ellas condimentadas no sólo con
un único
grano de sal, antes bien tolerables y a veces hasta seductoras sólo cuando aprenden a oler a algo exageradamente condimentado y peligroso, a oler principalmente «al otro mundo»: intelectualmente considerado, todo esto es poco valioso, y no es aún, ni de lejos, «ciencia», y mucho menos «sabiduría», sino, dicho por segunda y por tercera vez, listeza, listeza, listeza, mezclada con estupidez, estupidez, estupidez, —ya se trate de aquella indiferencia y aquella frialdad de estatuas frente a la ardorosa necedad de los afectos que los estoicos aconsejaban y prescribían como medicina; ya de aquel dejar—de—reír y dejar—de—llorar de Spinoza, su tan ingenuamente preconizada destrucción de los afectos mediante su análisis y vivisección; ya de aquel abatimiento de los afectos que los reduce a una inocua mediocridad, en la cual es licito satisfacerlos, el aristotelismo de la moral; ya, incluso, de la moral entendida como goce de los afectos, pero intencionadamente atenuados y espiritualizados por medio del simbolismo del arte, entendida, por ejemplo, como música, o como amor a Dios, o como amor a los hombres por amor a Dios —pues en la religión las pasiones vuelven a tener derecho de ciudadanía, suponiendo que...; ya se trate, finalmente, incluso de aquella condescendiente y traviesa entrega a los afectos enseñada por Hafis y por Goethe, de aquel audaz dejar sueltas las riendas, de aquella corporal—espiritual
licencia morum
[licencia de las costumbres] en el caso excepcional de estrafalarios y borrachos viejos y sabios, en los cuales «representa ya poco peligro». También esto, para el capítulo «moral como forma de miedo».

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Dado que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes, pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han obedecido han sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han mandado, —teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha sido hasta ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y cultivada entre los hombres, es lícito presuponer en justicia que, hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad de obedecer, cual una especie de
conciencia formal
que ordena: «se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas palabras, «tú debes». Esta necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco selectiva, como un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído cualquiera de los que mandan —padres, maestros, leyes, prejuicios estamentales, opiniones públicas—. La extraña limitación del desarrollo humano, el carácter inde—ciso, lento, a menudo regresivo y tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el instinto gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de mandar. Si imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al foral faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de que también ellos se limitan a obedecer. Ésta es la situación que hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la hipocresía moral de los que mandan. No saben protegerse contra su mala conciencia más que adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas o más elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de las leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas gregarias al modo de pensar gregario, presentándose, por ejemplo, como los «primeros servidores de su pueblo» o como «instrumentos del bien común». Por otro lado, hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen dócil, conciliador y útil al rebaño, como las virtudes auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario, benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia, indulgencia, compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es posible prescindir de jefes y carneros—guías, hácense hoy ensayos tras ensayos de reemplazar a los hombres de mando por la suma acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el origen, por ejemplo, de todas las Constituciones representativas. Qué alivio tan grande, qué liberación de una presión que se volvía insoportable constituye, a pesar de todo, para estos europeos—animales de rebaño la aparición de un hombre que mande incondicionalmente, eso es cosa de la cual nos ha dado el último gran testimonio la influencia producida por la aparición de Napoleón: —la historia de la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad superior alcanzada por todo este siglo en sus hombres y en sus instantes más valiosos.

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