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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

Más allá del bien y del mal (13 page)

BOOK: Más allá del bien y del mal
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El hombre perteneciente a una época de disolución, la cual mezcla unas razas con otras, el hombre que, por ser tal, lleva en su cuerpo la herencia de una ascendencia multiforme, es decir, instintos y criterios de valor antitéticos y, a menudo, ni siquiera sólo antitéticos, que se combaten recíprocamente y raras veces se dan descanso, —tal hombre de las culturas tardías y de las luces refractadas será de ordinario un hombre bastante débil: su aspiración más radical consiste en que la guerra que él es finalice alguna vez; la felicidad se le presenta ante todo, de acuerdo con una medicina y una mentalidad tranquilizantes (por ejemplo, epicúreas o cristianas), como la felicidad del reposo, de la tranquilidad, de la saciedad, de la unidad final, como «sába—do de los sábados», para decirlo con el santo retórico Agustín, que era, él mismo, uno de esos hombres. —Si, en cambio, la antítesis y la guerra actúan en una naturaleza de ese género como un atractivo y un esti—mulante más de la vida, —y si, por otro lado, una auténtica maestría y sutileza en el guerrear consigo mismo, es decir, en el dominarse a sí mismo, en el engañarse a sí mismo, se añaden, por herencia y por crianza, a sus instintos poderosos e inconciliables: entonces surgen aquellos seres mágicamente inaprehensibles e inimaginables, aquellos hombres enigmáticos predestinados a vencer y a seducir, cuya expresión más bella son Alcibíades y César (— a quienes me gustaría añadir aquel que fue, para mi gusto, el primer europeo, Federico II Hohenstaufen), y, entre artistas, tal vez Leonardo da Vinci. Ellos aparecen cabalmente en las mismas épocas en que ocupa el primer plano aquel tipo más débil, con su deseo de reposo: ambos tipos se hallan relacionados entre sí y surgen de causas idénticas.

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Mientras la utilidad que domine en los juicios morales de valor sea sólo la utilidad del rebaño, mientras la mirada esté dirigida exclusivamente a la conservación de la comunidad, y se busque lo inmoral precisa y exclusivamente en lo que parece peligroso para la subsistencia de la comunidad: mientras esto ocurra, no puede haber todavía una «moral del amor al prójimo». Aun suponiendo que aquí exista también ya un pequeño y constante ejercicio del respeto, de la compasión, de la equidad, de la dulzura, de la reciprocidad en el prestar auxilio, aun suponiendo que en ese estado de la sociedad actúen ya todos aquellos instintos a los que más tarde se les da el honroso nombre de «virtudes» y que, al final, casi coinciden con el concepto de «moralidad»: en esa época tales cosas no forman aún parte, en modo alguno, del reino de las valoraciones morales —todavía son
extramorales
. En la mejor época romana, a una acción compasiva, por ejemplo, no se la califica ni de buena ni de malvada, ni de moral ni de inmoral: e incluso cuando se la alaba, con tal alabanza continúa siendo perfectamente compatible una especie de involuntario menosprecio, a saber, tan pronto como se la compara con cualquier acción que sirva al fomento del todo, de la
res publica
[cosa pública]. En definitiva, el «amor al prójimo» es siempre, con relación al temor al prójimo, algo secundario, algo parcialmente convencional y aparente—arbitrario. Cuando la estructura de la sociedad en su conjunto ha quedado consolidada y parece asegurada contra peligros exteriores, es este
temor al prójimo
el que vuelve a crear nuevas perspectivas de valoración moral. Ciertos instintos fuertes y peligrosos, como el placer de acometer empresas, la audacia loca, el ansia de venganza, la astucia, la rapacidad, la sed de poder, que hasta ahora tenían que ser no sólo honrados —bajo nombres distintos, como es obvio, a los que acabamos de escoger —, sino desarrollados y cultivados en un sentido de utilidad colectiva (porque cuando el todo estaba en peligro se tenía constante necesidad de ellos para defenderse contra los enemigos del todo), son sentidos a partir de ahora, con reduplicada fuerza, como peligrosos —ahora, cuando faltan los canales de derivación para ellos —y paso a paso son tachados de inmorales y entregados a la difamación. Los instintos e inclinaciones antitéticos de ellos alcanzan ahora honores morales; el instinto de rebaño saca paso a paso su consecuencia. El grado mayor o menor de peligro que para la comunidad, que para la igualdad hay en una opinión, en un estado de ánimo y un afecto, en una voluntad, en un don, eso es lo que ahora constituye la perspectiva moral: también aquí el miedo vuelve a ser el padre de la moral. Cuando los instintos más elevados y más fuertes, irrumpiendo apasionadamente, arrastran al individuo más allá y por encima del término medio y de la hondonada de la conciencia gregaria, entonces el sentimiento de la propia dignidad de la comunidad se derrumba, y su fe en sí misma, su espina dorsal, por así decirlo, se hace pedazos: en consecuencia, a lo que más se estigmatizará y se calumniará será cabalmente a tales instintos. La espiritualidad elevada e independiente, la voluntad de estar solo, la gran razón son ya sentidas como peligro; todo lo que eleva al individuo por encima del rebaño e infunde temor al prójimo es calificado, a partir de este momento, de
malvado (böse); los
sentimientos equitativos, modestos, sumisos, igualitaristas, la
mediocridad
de los apetitos alcanzan ahora nombres y honores morales. Finalmente, en situaciones de mucha paz faltan cada vez más la ocasión y la necesidad de educar nuestro propio sentimiento para el rigor y la dureza; y ahora todo rigor, incluso en la justicia, comienza a molestar ala conciencia; una aristocracia y una autorresponsabilidad elevadas y duras son cosas que casi ofenden y que despiertan desconfianza, «el cordero» y, más todavía, «la oveja» ganan en consideración. Hay un punto en la historia de la sociedad en el que el reblandecimiento y el languidecimiento enfermizos son tales que ellos mismos comienzan a tomar partido a favor de quien los perjudica, a favor del
criminal
, y lo hacen, desde luego, de manera seria y honesta. Castigar: eso les parece inicuo en cierto sentido, —la verdad es que la idea del «castigo» y del «deber—castigar» les causa daño, les produce miedo. «¿No basta con volver
no—peligroso
al criminal? ¿Para qué castigarlo además? ¡El castigar es cosa terrible!» —la moral del rebaño, la moral del temor, saca su última consecuencia con esa interrogación. Suponiendo que fuera posible llegar a eliminar el peligro, el motivo de temor, entonces se habría eliminado también esa moral: ¡ya no sería necesaria, ya no se
consideraría a sí misma
necesaria! —Quien examine la conciencia del europeo actual habrá de extraer siempre, de mil pliegues y escondites morales, idéntico imperativo, el imperativo del temor gregario: «¡queremos que alguna vez
no haya ya nada que
temer!»
Alguna vez —la voluntad y el camino que conduce
hacia allá
llámanse hoy, en todas partes de Europa, «progreso».

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Apresurémonos a repetir algo que hemos dicho ya cien veces: pues hoy los oídos no escuchan de buen grado tales verdades
—nuestras
verdades—. Sabemos ya suficientemente cuán ofensivo resulta oír que alguien incluya al hombre, de manera franca y sin metáforas, entre los animales; pero a nosotros se nos achaca casi como una
culpa
el que empleemos constantemente, justo con relación a los hombres de las «ideas modernas», las expresiones «rebaño», «instintos gregarios» y otras semejantes. ¡Qué importa! No podemos obrar de otro modo $$: pues precisamente en esto consiste nuestro nuevo modo de ver las cosas. Hemos encontrado que Europa, incluidos aquellos países en que el influjo de Europa es dominante, se ha vuelto unánime en todos los juicios morales capitales: en Europa
se sabe
evidentemente aquello que Sócrates decía no saber y que la vieja y famosa serpiente prometió un día enseñar, —se «sabe» hoy qué es el bien y qué es el mal. Por ello tiene que sonar duro y llegar mal a los oí dos el que nosotros insistamos una y otra vez en esto: es el instinto del animal gregario hombre el que aquí cree saber, el que aquí, con sus alabanzas y sus censuras, se glorifica a sí mismo, se califica de bueno a sí mismo: ese instinto ha logrado irrumpir, prepon—derar, predominar sobre todos los demás instintos, y continúa lográndolo cada vez más, a medida que crecen la aproximación y el asemejamiento fisiológicos, de los cuáles él es síntoma.
La moral es hoy en Europa moral de animal de rebaño: —
por lo tanto, según entendemos nosotros las cosas, no es más que
una
especie de moral humana, al lado de la cual, delante de la cual, detrás de la cual son o deberían ser posibles otras muchas morales, sobre todo morales
superiores.
Contra tal «posibilidad», contra tal «deberían», se defiende esa moral, sin embargo, con todas sus fuerzas: ella dice con obstinación e inflexibilidad: «¡yo soy la moral misma, y no hay ninguna otra moral!» —incluso se ha llegado, con ayuda de una religión que ha estado a favor de los deseos más sublimes del animal de rebaño y los ha adulado, se ha llegado a que nosotros mismos encontremos una expresión cada vez más visible de esa moral en las instituciones políticas y sociales: el movimiento
democráti
co constituye la herencia del movimiento cristiano. Ahora bien, que el
tempo
[ritmo] de aquel movimiento les resulta todavía demasiado lento y somnoliento a los más impacientes, a los enfermos e intoxicados del mencionado instinto, atestíguanlo los aullidos cada vez más furiosos, los rechinamientos de dientes cada vez menos disimulados de los perros—anarquistas que ahora rondan por las calles de la cultura europea: en antítesis aparentemente a los tranquilos y laboriosos demócratas e ideólogos de la Revolución, y más todavía a los filosofastros cretinos y los ilusos de la fraternidad que se llaman a sí mismos socialistas y quieren la «sociedad libre», pero que en verdad coinciden con todos aquéllos en su hostilidad radical e instintiva a toda forma de sociedad diferente de la del rebaño
autónomo
(hasta llegar a rechazar incluso los conceptos de «señor» y de «siervo» —
ni dieu ni maitre
[ni Dios, ni amo], dice una fórmula socialista —); coinciden en la tenaz resistencia contra toda pretensión especial, contra todo derecho especial y todo privilegio (y esto significa, en última instancia, contra
todo
derecho: pues cuando todos son iguales, ya nadie necesita «derechos» —); coinciden en la desconfianza contra la justicia punitiva (como si ésta fuera una violencia ejercida sobre el más débil, una injusticia frente a la
necesaria
consecuencia de toda sociedad anterior —); pero también coinciden en la religión de la compasión, en la simpatía, con tal de que se sienta, se viva, se sufra (hasta descender al animal, hasta elevarse a «Dios»: —la aberración de una «compasión para con Dios» es propia de una época democrática —); coinciden todos ellos en el cla—mor y en la impaciencia de la compasión, en el odio mortal al sufrimiento en cuanto tal, en la incapacidad casi femenina para poder presenciarlo como espectador, para poder
hacer
sufrir; coinciden en el ensombrecimiento y reblandecimiento involuntarios bajo cuyo hechizo parece amenazada Europa por un nuevo budismo; coinciden en la creencia en la moral de la compasión
comunitaria
, como si ésta fuera la moral en sí, la cima, la
alcanzada
cima del hombre, la única esperanza del futuro, el consuelo de los hombres de hoy, la gran redención de toda culpa de otro tiempo: —coinciden todos ellos en la creencia de que la comunidad es la
redentora
, por lo tanto, en la fe en el rebaño, en la fe en «sí mismos»...

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Nosotros los que somos de otra fe —, nosotros los que consideramos el movimiento democrático no meramente como una forma de decadencia de la organización política, sino como forma de decadencia, esto es, de empequeñecimiento, del hombre, como su mediocrización y como su rebajamiento de valor, ¿adónde tendremos que acudir
nosotros
con nuestras esperanzas? —A
nuevos filósofos
, no queda otra elección; a espíritus suficientemente fuertes y originarios como para empujar hacia valoraciones contrapuestas y para transvalorar, para invertir «valores eternos»; a precursores, a hombres del futuro, que aten en el presente la coacción y el nudo, que coaccionen a la voluntad de milenios a seguir
nuevas
vías. Para enseñar al hombre que el futuro del hombre es
voluntad
suya, que depende de una voluntad humana, y para preparar grandes riesgos y ensayos globales de disciplina y selección destinados a acabar con aquel horrible dominio del absurdo y del azar que hasta ahora se ha llamado «historia» —el absurdo del «número máximo» es tan sólo su última forma —: para esto será necesaria en cierto momento una nueva especie de filósofos y de hombres de mando, cuya imagen hará que todos los espíritus ocultos, terribles y benévolos que en la tierra han existido aparezcan sin duda pálidos y enanos. La imagen de tales jefes es la que se cierne ante
nuestros
ojos: —¿me es lícito decirlo en voz alta, espíritus libres? Las circunstancias que en parte habría que crear y en parte habría que aprovechar para que aquéllos surjan; las sendas y pruebas presumibles mediante las cuales un alma ascendería hasta una altura y poder tales que sintiese la
coacción
de realizar tales tareas; una transva—loración de los valores bajo cuya presión y martillo nuevos se templaría una conciencia, se transformaría en bronce un corazón, de modo que soportase el
peso
de semejante responsabilidad; por otro lado, la necesidad de tales jefes, el espantoso peligro de que puedan faltar o malograrse o degenerar —éstas son
nuestras
auténticas preocupaciones y ensombrecimientos, ¿lo sabéis, espíritus libres?, éstos son los pensamientos y borrascas pesados y lejanos que atraviesan el cielo de
nuestra
vida. Existen pocos dolores tan agudos como el haber visto, el haber adivinado, el haber sentido alguna vez cómo un hombre extraordinario se apartaba de su senda y degeneraba: pero quien posee los raros ojos que permiten ver el peligro global de que «el hombre» mismo
degenere
, quien, como nosotros, ha conocido la monstruosa azarosidad que hasta ahora ha jugado su juego en lo que respecta al futuro del hombre —¡un juego en el que no intervenía ninguna mano y ni siquiera un «dedo de Dios»! —, quien adivina la fatalidad que se oculta en la idiota inocuidad y credulidad de las «ideas modernas», y más todavía en toda la moral europeo—cristiana: ése padece una ansiedad con la que ninguna otra es comparable, —él abarca, en efecto, de
una sola
mirada todo aquello que, con una favorable concentración e incremento de fuerzas y de tareas, podría
sacarse del hombre mediante su selección
, él sabe, con todo el saber de su conciencia, cómo el hombre no está aún agotado para las posibilidades máximas, y con cuánta frecuencia el tipo hombre se ha encontrado ya frente a decisiones misteriosas y frente a nuevos caminos: —y sabe más todavía, por su dolorosísimo recuerdo, contra qué cosas miserables ha chocado hasta ahora de ordinario un ser de rango supremo en su evolución, naufragando, rompiéndose, deshaciéndose, hundiéndose, volviéndose miserable. La
degeneración global del hombre
, hasta rebajarse a aquello que hoy les parece a los cretinos y majaderos socialistas su «hombre del futuro», —¡su ideal! —esa degeneración y empequeñecimiento del hombre en completo animal de rebaño (o, como ellos dicen, en hombre de la «sociedad libre», esa animalización del hombre hasta convertirse en animal enano dotado de igualdad de derechos y exigencias son
posibles
, ¡no hay duda! Quien ha pensado alguna vez hasta el final esa posibilidad conoce una náusea más que los demás hombres, —¡y tal vez también una nueva
tarea!...
.

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