Más allá del planeta silencioso (5 page)

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Authors: C. S. Lewis

Tags: #Ciencia Ficción, Relato, otros

BOOK: Más allá del planeta silencioso
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climas felices que se tienden

donde el día nunca cierra el ojo

en los vastos campos celestiales.

Recitó con cariño las palabras de Milton en esa y otras ocasiones.

Por supuesto, no se pasaba todo el tiempo tomando sol. Exploró la nave (hasta donde le permitían), pasando de un cuarto a otro con los movimientos lentos que ordenaba Weston, por temor a que el ejercicio disminuyera la provisión de aire. Debido a su forma, la astronave tenía muchas cámaras fuera de uso, pero Ransom se inclinaba a pensar que sus propietarios, o al menos Devine, pretendían llenarlas con algún tipo de carga en el viaje de vuelta. Mediante un proceso insensible se convirtió además en el mayordomo y cocinero del grupo; en parte, porque encontraba natural compartir los únicos trabajos que podía realizar —nunca le permitieron entrar en el cuarto de control— y en parte por anticiparse a la tendencia que mostraba Weston de convertirlo en sirviente, le gustara o no. Prefería trabajar como voluntario antes que hacerlo en una esclavitud aceptada, y le gustaba mucho más su forma de cocinar que la de sus dos compañeros.

Esas tareas fueron las que le permitieron oír, al principio involuntariamente y luego con alarma, una conversación ocurrida, según estimó, un par de semanas después del comienzo del viaje. Había limpiado los restos de la comida de la noche, se había bañado en la luz solar, había charlado con Devine (mejor compañía que Weston, aunque para Ransom era el más odioso de los dos) y se había retirado a dormir a la hora de costumbre. No podía dormir y, después de aproximadamente una hora, recordó que se había olvidado de preparar en la cocina dos o tres cosas que le facilitarían el trabajo por la mañana. La cocina se abría sobre la sala mayor o cuarto diurno y su puerta estaba cerca de la de la sala de control. Se levantó y se dirigió a ella de inmediato. Iba desnudo y descalzo.

La escotilla de la cocina caía sobre el lado oscuro de la nave, pero Ransom no encendió la luz. Dejar la puerta entreabierta era suficiente, ya que permitía entrar una faja brillante de luz solar. Como comprenderá cualquiera que realice tareas domésticas, descubrió que los preparativos para la mañana siguiente habían resultado más incompletos de lo que pensaba. La práctica le permitió realizar su tarea con efectividad y en silencio. Acababa de terminar y se estaba secando las manos con el paño que había tras la puerta cuando oyó que se abría la del cuarto de control y vio la silueta de un hombre. Dedujo que era la de Devine. Éste no se adelantó hasta la sala; se quedó parado y hablando, aparentemente hacia la cámara de control. Fue así como Ransom pudo oír con nitidez lo que decía Devine, pero no las respuestas de Weston.

—Creo que sería una maldita estupidez —decía Devine—. Si estuvieras seguro de encontrar esos animales en el lugar donde bajemos, podría tener algún sentido. Pero supón que tengamos que movernos a pie. Con tu plan, lo único que ganaríamos sería cargar con un hombre drogado y su equipaje, en vez de dejar que un hombre despierto camine con nosotros y comparta el trabajo.

Aparentemente, Weston contestó.

—Pero él no puede averiguarlo —replicó Devine—. A menos que alguien sea tan idiota para decírselo. Sea como fuere, aunque sospeche, ¿crees que un hombre como ése puede tener las tripas necesarias para escaparse en un planeta extraño? ¿Sin comida?, ¿sin armas? Ya verás cómo come de mi mano apenas vea un sorn.

Ransom volvió a oír el sonido confuso de la voz de Weston.

—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Devine—. Puede ser una especie de cacique o más probablemente un brujo.

Esta vez surgió una frase corta del cuarto de control, según parecía, una pregunta. Devine contestó en seguida.

—Eso explicaría para qué lo quieren.

Weston le preguntó algo más.

—Un sacrificio humano, supongo. Al menos, no sería humano desde el punto de vista de ellos; no sé si me explico.

Esta vez Weston tenía una buena cantidad de cosas que decir y provocó la risita característica de Devine.

—Está bien, está bien —dijo—. Se da por sentado que estás haciendo todo esto por los motivos más elevados. Mientras lleven a los mismos resultados que mis motivos, bienvenido seas.

Weston prosiguió y esta vez Devine pareció interrumpirlo.

—No te estás echando atrás, ¿verdad? —preguntó—. Se quedó en silencio un momento, como si escuchara. Por último replicó—: Si tanto te gustan esas bestias, sería mejor que te quedaras y procrearas con ellas… si es que tienen sexo, lo que todavía no sabemos. No te preocupes. Cuando llegue el momento de sanear el lugar te guardaremos una o dos para ti y podrás tenerlas como animalitos mimosos o viviseccionarlos o dormir con ellos, o las tres cosas a la vez, lo que más te guste… Sí, ya sé. Soy un tipo repugnante. Era sólo una broma. Buenas noches.

Un momento después, Devine cerró la puerta de la sala de control, cruzó la sala y entró en su cabina. Ransom oyó cómo pasaba el cerrojo a la puerta, según una costumbre invariable y enigmática. La tensión con que había escuchado se relajó. Descubrió que había estado reteniendo el aliento y volvió a respirar profundamente. Luego salió con precaución a la sala.

Aunque sabía que lo más prudente era volver a la cama lo más rápido posible, se encontró de pie, inmóvil en la gloria ya familiar de la luz, contemplándola con una nueva y poderosa emoción. Dentro de poco iban a descender más allá de este cielo, de estos climas felices: ¿hacia qué? Sorns, sacrificios humanos, repugnantes monstruos sin sexo. ¿Qué era un sorn? Ahora su función estaba clara. Algo o alguien había enviado a buscarlo. Era difícil que fuese a él, personalmente. Ese ser quería una víctima, cualquier víctima, de la Tierra. Habían escogido a Ransom porque el encargado de elegir había sido Devine. Advirtió por primera vez —descubrimiento a todas luces tardío y asombroso— que Devine lo había odiado durante todos esos años con la misma intensidad con que él odiaba a Devine. Pero ¿qué era un sorn? «Cuando viera un sorn comería de la mano de Devine.» Su mente, como tantas otras de su generación, estaba ricamente provista de espectros. Había leído a H. G. Wells y a otros autores. Su universo estaba poblado de horrores ante los que apenas podían rivalizar las mitologías antiguas o medievales. Cualquier abominable insectil, vermiforme o crustáceo, cualquier antena crispada, ala áspera, espiral viscosa o tentáculo enroscado, cualquier unión monstruosa entre una inteligencia sobrehumana y una crueldad insaciable le parecían adecuados para un mundo extraño. Los sorns serían…, serían…, no se atrevía a pensar cómo serían los sorns. Y lo iban a entregar a ellos. Entregado, ofrecido, ofertado. En su imaginación veía diversas monstruosidades incompatibles: ojos bulbosos, quijadas que parecían muecas, cuernos, aguijones, mandíbulas. El asco a los insectos, el asco a las serpientes, el asco a las cosas que se arrastran o chapotean blandamente, todos ejecutaban sus horribles sinfonías sobre sus nervios. Pero la realidad sería peor, sería lo Otro, algo extraterrestre, algo en lo que nunca había pensado, en lo que nunca podría haber pensado. En ese momento Ransom tomó una decisión. Podía enfrentarse a la muerte, pero no a los sorns. Si había alguna posibilidad, tenía que escapar cuando llegaran a Malacandra. Morir de hambre o incluso ser perseguido por los sorns sería mejor que ser entregado. Si la huida era imposible, se vería obligado a suicidarse. Ransom era creyente. Esperaba ser perdonado. No podía decidir otra cosa, así como no podía decidir el crecimiento de un nuevo miembro en su cuerpo. Sin vacilar, se escurrió hasta la cocina y tomó el cuchillo más afilado; de allí en adelante no se separaría de él.

El agotamiento producido por el terror era tal que, apenas regresó a la cama, cayó instantáneamente en un sopor alelado y sin sueños.

6

Se despertó recuperado y con un poco de vergüenza incluso por el terror que había sentido la noche anterior. Sin duda su situación era grave; casi había que desechar hasta la posibilidad de regresar vivo a la Tierra. Pero la muerte podía ser enfrentada y el temor racional a la muerte controlado. La verdadera dificultad era lo irracional, lo biológico, el horror a los monstruos, y lo encaró y llegó a aceptarlo lo mejor que pudo mientras yacía ante la luz del sol, después del desayuno. Tenía la impresión de que alguien que navega por los cielos, como él lo estaba haciendo, no debía sufrir un temor abyecto ante ningún ser ordinario. Llegó a pensar que su cuchillo podía penetrar en otra carne con la misma facilidad que en la suya. El estado de ánimo combativo era muy raro en Ransom. Como muchos hombres de su misma edad, subestimaba en vez de sobrevalorar su propia valentía: el abismo entre los sueños adolescentes y su experiencia real en la guerra había sido alarmante, y la visión consiguiente de sus propias cualidades antiheroicas quizás se había inclinado demasiado en la dirección opuesta. El temor a que su actual firmeza fuera una ilusión de corta vida le causaba cierta ansiedad, pero debía aprovecharla lo mejor que pudiera.

Mientras se sucedían las horas y el despertar seguía al sueño en aquel día eterno fue advirtiendo un cambio gradual. La temperatura bajaba lentamente. Volvieron a ponerse ropa. Más tarde, agregaron ropa interior de lana. Más tarde aún, encendieron una estufa eléctrica en el centro de la nave. Y también se hizo evidente, aunque el fenómeno era difícil de captar, que la luz era menos abrumadora que al principio del viaje. Se hizo evidente para la inteligencia comparativa, pero era difícil sentir lo que estaba ocurriendo como una disminución de luz e imposible pensarlo como un «oscurecimiento», porque si el fulgor cambiaba de intensidad, su propiedad sobrenatural seguía siendo exactamente igual a la primera vez que la había experimentado. No se mezclaba, como lo hace la luz cuando disminuye sobre la Tierra, con la humedad y los colores espectrales del aire. Ransom se dio cuenta de que podía dividirse en dos su intensidad y la mitad restante seguiría siendo como el todo: sencillamente menor, pero no distinta. Podía dividírsela otra vez en dos y el resultado seguiría siendo igual. Mientras existiera, sería ella misma; incluso más allá de esa distancia inimaginable donde se agotaba su poder. Trató de explicárselo a Devine.

—¡Como el jabón Thingummy! —Sonrió burlonamente Devine—. Puro jabón hasta la última burbuja, ¿eh?

Poco después, el curso uniforme de la vida en la astronave comenzó a perturbarse. Weston explicó que pronto comenzaría a sentir la atracción gravitatoria de Malacandra.

—Eso significa —dijo— que «abajo» ya no será el centro de la nave. Será «abajo» hacia Malacandra… lo que desde nuestro punto de vista significará bajo la sala de control. En consecuencia, los suelos de la mayor parte de las cabinas se convertirán en pared o techo y una de las paredes en suelo. No va a ser agradable.

En lo que se refería a Ransom, el resultado de esa información fueron horas de pesado esfuerzo, durante las cuales trabajó hombro con hombro a veces con Devine, a veces con Weston, cuando sus turnos alternos de vigilancia los libraban de la sala de control. Bidones de agua, cilindros de oxígeno, armas, munición y víveres tuvieron que ser apilados sobre el suelo a lo largo de las paredes indicadas y acostados de modo que pudieran estar bien colocados cuando la nueva dirección «hacia abajo» entrara en vigor. Mucho antes de terminar el trabajo, comenzaron las sensaciones molestas. Al principio Ransom atribuyó el peso de sus miembros al esfuerzo, pero el descanso no aliviaba los síntomas, y le explicaron que, como respuesta al campo gravitatorio del planeta que los atraía, sus cuerpos se hacían realmente más pesados a cada minuto y duplicaban su peso cada veinticuatro horas. Se parecían a la experiencia de una mujer embarazada pero aumentada casi más allá de lo soportable.

Al mismo tiempo, el sentido de la orientación —nunca muy fiable en la astronave— se perdía continuamente. Desde cualquier cabina de a bordo, el suelo de la próxima habitación siempre había parecido ir hacia abajo y se había sentido parejo: ahora parecía ir hacia abajo y se sentía sólo un poco, como si también fuera realmente hacia abajo. Podía descubrirse que un almohadón arrojado sobre el suelo de la sala, horas más tarde, se había movido unos pocos centímetros hacia la pared. Todos tenían vómitos, dolor de cabeza y palpitaciones cardíacas. Las condiciones empeoraban hora tras hora. Pronto sólo sería posible arrastrarse de cabina en cabina. El sentido de orientación desapareció en una confusión enfermiza. Partes de la nave estaban claramente abajo, si se tenía en cuenta que los suelos estaban al revés y que sólo una mosca podría caminar sobre ellos, pero a Ransom ninguna parte le parecía estar indiscutiblemente en la posición correcta. Sensaciones de peso intolerable y de caída (inexistentes en los cielos) se repetían sin cesar. Por supuesto habían dejado de cocinar totalmente. Cogían la comida como podían y beber era muy difícil: uno nunca podía estar seguro de mantener la boca realmente debajo y no al lado de la botella. Weston se puso más huraño y silencioso que nunca. Devine, siempre con un frasco de licor en la mano, lanzaba extrañas blasfemias e indecencias y maldecía a Weston por haberlos traído. Ransom se sentía dolorido, se lamía los labios resecos, cuidaba sus miembros golpeados y rogaba que llegara el fin.

Llegó un momento en que un lado de la esfera estuvo inequívocamente abajo. Las mesas y las camas atornilladas colgaban inútiles y ridículas sobre lo que ahora era una pared o el techo. Las que habían sido puertas se convirtieron en escotillas, difíciles de abrir. Sus cuerpos parecían hechos de plomo. No quedaba trabajo por hacer cuando Devine extrajo de los fardos la ropa (la ropa para Malacandra) y se agachó sobre la pared del fondo de la sala (ahora el suelo) a mirar el termómetro. Ransom advirtió que las prendas incluían gruesa ropa interior de lana, chaquetas y guantes de piel y gorras con orejeras. Devine no contestó a sus preguntas. Estaba absorto en el termómetro y le gritaba a Weston, que estaba en la sala de control.

—Más despacio, más despacio. Más despacio, maldito idiota. Entrarás en la atmósfera en uno o dos minutos. —Luego gritó con intensidad y furia—: ¡Ahora! Déjame a mí.

Weston no contestaba. No era común en Devine desperdiciar sus consejos: Ransom dedujo que el hombre debía estar fuera de sí, por la excitación o el miedo.

De pronto, las luces del universo parecieron disminuir. Como si un demonio hubiera pasado una esponja sucia sobre el rostro del cielo, el esplendor en el que habían vivido durante tanto tiempo pasó a ser un color gris pálido, melancólico y lamentable. Desde donde estaban sentados era imposible abrir los postigos o correr la pesada persiana. Lo que había sido una carroza deslizándose por los campos del cielo se convirtió en una oscura caja de acero apenas iluminada por la rendija de una ventana, cayendo. Caían fuera del cielo, hacia un mundo. En todas sus aventuras, nada penetró con tanta profundidad en la mente de Ransom como aquello. Se preguntaba cómo podía haber pensado alguna vez en los planetas, incluso en la Tierra, como en islas de vida y realidad flotando en un vacío muerto. Ahora, con una certeza que nunca iba a abandonarlo, veía los planetas (las «tierras» los llamaba mentalmente) como simples agujeros o grietas en el cielo viviente: desperdicios excluidos y rechazados de materia pesada y aire sombrío, formados no por adición, sino por sustracción a la claridad circundante. Y, sin embargo, pensó, más allá del sistema solar el brillo termina. ¿Es eso el verdadero vacío, la verdadera muerte? A menos que… se aferró a la idea, a menos que la luz visible sea también un agujero o una grieta, una simple disminución de algo más. Algo que es al inmutable cielo brillante lo que el cielo es a las tierras oscuras, pesadas…

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