—Seis o siete.
—¿Robert Osborne hablaba español?
—Conmigo, no —Lum Wing miró al cielorraso con aire ausente.
—Bueno, ¿alguna vez le oyó hablar en español con los hombres?
—Quizá dos o tres veces.
—¿Y tal vez con más frecuencia? ¿Con bastante más frecuencia?
—Quizá.
—En realidad, ¿no habría sido muy posible que usted reconociera la voz del señor Osborne aunque estuviera hablando una lengua extranjera?
—No quisiera decir eso. No quiero liar las cosas.
—Las cosas ya están liadas, señor Wing.
—Podría ser peor.
—Para Robert Osborne, no.
—Había otros —acotó el anciano, parpadeando—. Otra gente. El señor Osborne no hablaba solo. ¿Por qué iba a estar solo hablando en español?
—Entonces, ¿usted reconoció la voz del señor Osborne esa noche?
—Tal vez. Pero no lo juro.
—Señor Wing, tenemos razones para creer que ésa no, en el mismo cuarto donde usted dice haber estado durmiendo, tuvo lugar una pelea que terminó con un asesinato. ¿Se da cuenta de eso?
—No cometí ningún asesinato ni intervine en ninguna pelea. Dormía tan inocentemente como un niño con mis tapones en los oídos, hasta que el señor Estivar me despertó sacudiéndome por el brazo y alumbrándome la cara con una linterna. Le pregunté qué pasaba y me dijo lo que pasaba, que no encontraban al señor Osborne y que había sangre por todo el suelo y la policía estaba en camino.
—¿Y qué hizo usted entonces, señor Wing?
—Me puse los pantalones.
—Se vistió.
—Es lo mismo.
—Me imagino que para entonces se había sacado los tapones de los oídos.
—Sí, señor.
—¿Y podía oír perfectamente?
—Sí, señor.
—¿Qué oyó, señor Wing?
—Nada. Pensé, qué raro tanto silencio, ¿dónde estarán todos? y miré por la ventana. Y vi luces por todo el rancho, en la vivienda principal, en la casa de Estivar, el garaje donde guardan la maquinaria pesada, el cobertizo, hasta en algunos tamariscos cerca del estanque. Pensé de nuevo qué pasaría, con tantas luces y sin ruido, y entonces vi que el camión grande donde vinieron los hombres no estaba y que el cobertizo estaba vacío.
—¿A qué hora fue eso, señor Wing?
—No lo sé.
—Pero usted dijo antes que tenía un reloj de bolsillo.
—Ni se me ocurrió mirarlo. Estaba asustado, quería irme de allí.
—¿Se fue?
—Abrí la puerta…, hay dos puertas en el edificio, la de delante, que usan todos los hombres, y la de atrás, que es la mía. Salí fuera y ahí estaba Cruz, el hijo mayor de Estivar, entre el cobertizo y yo y con un rifle al hombro.
—¿Habló con él?
—Él me habló. Me dijo que me volviera dentro y me quedara allí porque la policía estaba en camino y que cuando me preguntaran si había tocado algo era mejor que pudiera decirles que no. Entonces me senté en el borde del catre y cinco o diez minutos después llegó la policía.
En la sala de audiencias se oyó un movimiento repentino, como si la llegada de la policía marcara el final de un período de tensión y diera a la gente libertad para cambiar de postura. Tosieron, se movieron, hablaron en voz baja con sus vecinos, suspiraron, bostezaron, se estiraron.
Ford esperó que los ruidos se apagaran. Sin tener que darse la vuelta hasta situarse frente al público, lograba ver que el lugar que había ocupado durante la mañana Agnes Osborne seguía vacío. La incomodidad que le producía su ausencia estaba teñida de culpa; quizá le había hablado con demasiada aspereza. Las mujeres bruscas como la anciana señora, que parecían provocar la brusquedad de los otros, eran a veces las menos capaces de tolerarla.
—¿Qué sucedió después de la llegada de la policía, señor Wing? —preguntó Ford.
—Mucho, mucho ruido, automóviles por todos lados, portazos, gente que hablaba y gritaba. En seguida uno de los agentes vino a hacerme preguntas como las que me hizo usted, si vi algo, si oí algo, pero sobre todo sobre mis cuchillos.
—¿Cuchillos?
—Llevo conmigo mis cuchillos de cocina: la cuchilla, cuchillos de picar, de pelar, de trinchar… siempre limpios y afilados, en un estuche cerrado, y la llave la tengo en el cinturón del dinero. Abrí el estuche y le mostré que estaban todos, nada había sido robado.
—¿Alguna vez oyó hablar de un cuchillo
mariposa
?
—¿Un cuchillo para matar
mariposas
? —el rostro impasible de Lum Wing mostró toda la sorpresa de que era capaz.
—No, uno que cuando la hoja está abierta se parece a una mariposa.
—Esas tonterías son para los mejicanos. Por aquí todos andan con cuchillos, cuanto más raros mejor, como si fueran alhajas.
—Cuando el agente le interrogó esa noche, ¿no pudo darle más información que la presentada esta tarde al tribunal?
—No, nada más.
—Gracias, señor Wing. Puede volver a su asiento… Que se presente Jaime Estivar, por favor.
Cuando se encontraron en el pasillo, el viejo y el muchacho cambiaron una mirada de perplejidad y resignación: se encontraban en un mundo en que imperaba una edad que Lum Wing ya había pasado y que Jaime no había alcanzado aún, un mundo que a ninguno de los dos le importaba y que no comprendían.
—Para que conste —aclaró Ford—, ¿quiere darme su nombre, por favor?
—¿El de bautismo o el de la escuela?
—¿Hay diferencia?
—Sí, señor. Me bautizaron con cinco nombres, pero en la escuela no uso más que Jaime Estivar porque si no ocuparía demasiado espacio en el libro de notas y de asistencia y cosas así —Jaime había jurado decir la verdad, pero lo primero que articulaba era una mentira que, además, escapó de su lengua sin un instante de vacilación. Los muchachos a quienes admiraba en la escuela se llamaban Chris, Pete, Tim, o a veces Smith, McGregor o Jones; Jaime no podía permitir que descubrieran que se llamaba en realidad Jaime Ricardo Salvador Luis Hernando Estivar.
—Con tu nombre escolar es bastante —respondió Ford.
—Jaime Estivar.
—¿Qué edad tienes, Jaime?
—Catorce años.
—¿Y vives con tu familia en el rancho de los Osborne?
—Sí, señor.
—Háblanos de tu familia, Jaime.
—Bueno, hum…, no sé qué decir —Jaime echó una mirada hacia donde estaban sus padres, Dulzura y Lum Wing como si buscara inspiración, y no la encontró—. Quiero decir que no es más que una familia, nada en especial.
—¿Tienes hermanos y hermanas?
—Sí, señor. Tres de cada.
—¿Todos viven en tu casa?
—Sólo yo y mis dos hermanas menores que son mellizas. Mi hermano mayor, Cruz, está con el ejército en Corea. Rufo se casó y vive en Salinas y Felipe encontró un buen trabajo en una planta de aviones en Seattle. Para Navidad me mandó diez dólares y quince para mi cumpleaños.
—Cuando tus hermanos estaban en casa, todos tenían tareas que hacer en el rancho, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿Y tú?
—Ayudo después de la escuela y durante los fines de semana.
—¿Y te pagan?
—Sí, señor.
—¿Cuánto?
—Mi papá me da el dinero y me dice que me vaya a comprar un Cadillac.
—Lo que quería decir es si te pagaban por hora o por tarea.
—Generalmente por tarea. Y durante los tres últimos años, parte del tiempo administré mi propio negocio. Calabazas.
—Eres bastante joven para tener tu propio negocio.
—Bueno, no gano mucho dinero —admitió Jaime con seriedad.
—¿Y cómo fue que te iniciaste en el negocio de las calabazas, Jaime? —interrogó Ford con una sonrisa.
—Lo recibí de Felipe, lo mismo que él de Rufo y Rufo de Cruz. Todo empezó cuando el viejo señor Osborne le prestó a Cruz un campo para que cultivara algo que le permitiera ahorrar dinero para su educación. Cruz y Rufo plantaron un montón de cosas distintas, y a Felipe se le ocurrió lo de las calabazas. Crecen rápido y no dan mucho trabajo y para comienzos de octubre se las cosecha todas juntas.
—¿Y eso fue lo que hiciste a comienzos de octubre de 1967?
—Sí, señor.
—Después de recoger y vender las calabazas, ¿enterraste los rastrojos?
—Cuando mi padre me dijo que más valía que lo hiciera.
—¿Qué día era?
—Un sábado por la mañana, el 4 de noviembre, tres semanas después de que desapareciera el señor Osborne. Para entonces los tallos se estaban secando y muchos estaban rotos, sabe, porque los pisoteaba la gente que andaba buscando pistas y cosas por el estilo.
—¿Y alguien encontró «pistas y cosas por el estilo»?
—No creo, por lo menos en el campo de calabazas.
—¿Y tú?
—Encontré el cuchillo —evocó Jaime—. El cuchillo
mariposa
.
—¿En qué parte del campo estaba?
—En el ángulo sudoeste.
—¿El que está más próximo al camino que sale del rancho?
—Sí, señor.
—¿Estaba enterrado?
—No, señor. Parecía como si alguien lo hubiese tirado desde la ventanilla de un automóvil para deshacerse de él y como si medio se hubiese clavado en uno de los tallos.
—Te voy a enseñar un cuchillo para que me digas si es el que encontraste —Ford sostuvo en alto el cuchillo, que llevaba ahora un rótulo de identificación—. ¿Es éste, Jaime?
—No estoy seguro.
—Cógelo y fíjate.
—No quiero…, sí, está bien.
—¿Es el cuchillo que encontraste?
—Creo que sí, sólo que ahora parece más limpio.
—En el laboratorio de la policía le sacaron algunas manchas de sangre para analizarlas. Salvo esa diferencia, ¿dirías que es el cuchillo que encontraste en el campo de calabazas?
—Sí, señor.
—¿Estaba abierto y la hoja funcionaba como ahora?
—Sí, señor, estaba abierto.
—¿Antes de entonces habías visto un cuchillo como éste?
—Hay un par de chicos que llevan cuchillos
mariposa
a la escuela.
—¿Para presumir? ¿En broma?
—No, señor, en serio.
El cuchillo fue presentado como prueba, numerado y vuelto a colocar sobre la mesa del empleado del tribunal. Dos de las muchachas del instituto que había entre el público se pusieron de pie para ver mejor el arma, pero el ujier no tardó en ordenarles que se sentaran.
—Ahora, Jaime —prosiguió Ford—, quiero que vayas hasta el mapa que está sobre el tablero y que con uno de los indicadores de color señales la situación del campo de calabazas.
—¿Cómo?
—Dibujas un rectángulo y junto a él pones las palabras «campo de calabazas».
Jaime hizo lo que se le indicaba. Le temblaba la mano y los límites del campo de calabazas salieron desiguales, como si el viejo señor Osborne los hubiera trazado personalmente en uno de sus días de borrachera y nadie se hubiera preocupado de rectificarlos. Jaime señaló la zona donde había encontrado el cuchillo con un círculo dentro del cual trazó una letra C. Después volvió al sitio de los testigos y Ford siguió interrogándole.
—Jaime, entiendo que el negocio de las calabazas sólo te tenía ocupado durante un par de meses del año.
—Sí, señor. A fines del verano y comienzos del otoño.
—Y durante el resto del año tenías otras tareas en el rancho, ¿no es así?
—Sí, señor.
—¿Y esas tareas te ponían en contacto con las distintas cuadrillas de peones eventuales?
—No mucho. Trabajo sobre todo después de la escuela y durante los días de fiesta y los fines de semana. Y mi padre me ordenaba mantenerme lejos del comedor y del cobertizo de los peones.
—¿Así que no conocías personalmente a ninguno de los hombres?
—No, señor. Por lo menos, no era frecuente.
—Ahora, respecto de la cuadrilla que fue contratada durante la primera mitad de octubre de 1967, quisiera saber si conocías por su nombre a alguno de los hombres.
—No, señor.
—¿Recuerdas algo en especial sobre esa cuadrilla?
—Únicamente el viejo camión en que vinieron. Estaba pintado de color rojo oscuro y me fijé porque era el mismo rojo de la camioneta que usaba Felipe para enseñarme a conducir. Ya no está, así que me imagino que el señor Osborne la vendió porque muchas veces se le estropeaba la caja. Los chicos que aprenden a conducir en la escuela usan automóviles con cambio automático —concluyó Jaime, con aire entre despectivo y envidioso.
—No tengo más preguntas que hacerte, Jaime. Gracias.
El muchacho volvió a su sitio con tanta prisa como si temiera que el abogado cambiara de parecer, pero la atención de Ford se dirigía a otra cosa: el asiento vacío que había junto a Devon.
—Mi testigo no se ha presentado aún —le explicó al juez Gallagher—. Es la madre de Robert Osborne.
—¿Dónde está?
—Lo ignoro.
—Bueno, averígüelo.
—Lo intentaré. Necesito un breve descanso.
—¿Diez minutos?
—Media hora sería mejor.
—Señor Ford, en algún lugar del condado de San Diego hay en este mismo momento por lo menos un contribuyente enfurecido que está calculando exactamente cuánto le cuesta cada minuto de este caso. ¿Se da cuenta de eso?
—Sí, Señoría.
—El tribunal hace un descanso de diez minutos.
Mientras la sala empezaba a vaciarse. Ford se dirigió al lugar donde estaba sentada Devon. Le habría gustado sentarse junto a ella. Notaba las piernas cansadas y en la parte superior del cuerpo tenía la sensación de que las vértebras se le hubieran ablandado y se le hubieran aflojado los discos que las unían.
—¿Dónde está la señora Osborne? —preguntó.
—Se fue a su casa a descansar al mediodía, pero iba a volver a la una y media.
—Le avisé que después del descanso de la comida la iba a presentar como testigo. Puede que se haya olvidado.
—Yo no diría eso. Es una persona muy meticulosa para esas cosas, y muy puntual.
—Entonces tal vez sea mejor que alguno de nosotros vaya a ver por qué de repente ha dejado de ser meticulosa y puntual.
—Pero le pone enferma que la anden buscando. Le hace sentirse vieja.
—Es hora de que se vaya acostumbrando —interrumpió Ford—. Al final de la galería hay teléfonos públicos.
—Tal vez no se lo tome tan a mal si la llama usted.
—No lo creo. Yo soy el hombre malo que le hace preguntas desagradables, y usted es su nuera que la quiere.
—¿De veras?
—Hasta que termine este juicio, sí.
Cinco de los seis teléfonos públicos que había en la galería estaban ocupados y las cabinas parecían ataúdes puestos en posición vertical, sin que sus ocupantes estuvieran muertos en realidad, sino que hubieran sido puestos en un estado de animación suspendida, a la espera de un mundo mejor. La sexta cabina tenía la puerta abierta, como si invitara a Devon a que también entrara a esperar. La joven cerró la puerta de cristal y, como había hecho cincuenta o cien veces en el curso del último año, empezó a marcar el número de la casa de Agnes Osborne, pero la mano se le quedó inmovilizada sobre el disco. No podía recordar más que las dos primeras cifras y tuvo que buscar el número en la guía como si hubiera sido el de algún extraño. «Usted es su nuera que la quiere… Hasta que termine este juicio, sí.»