—No. Creo que para él habría sido un verdadero golpe mirar por la ventana y ver que Ruth iba hacia su casa con una maleta. Pero no la vio; había empezado a llover mucho y Robert estaba en su estudio repasando sus cuentas. La madre estaba arriba, en su dormitorio. Los dos cuartos dan hacia el oeste, en dirección contraria al río, así que nadie estaba mirando, nadie supo la hora exacta de la inundación relámpago, nadie Vio que Ruth intentara cruzarlo. Era menuda y delicada, como usted, y no se necesitaba mucho para derribarla.
Menuda y delicada… «Usted me recuerda a alguien que conocía», le había dicho Robert la primera vez que se encontraron. «Es…, era agradable. Ahora está muerta y mucha gente cree que yo la maté.»
—Leo.
—Sí.
—¿La muerte fue accidental?
—Eso dijo el médico forense.
—¿Y usted qué dijo?
—A mí —articuló lentamente Leo— me pareció una manera muy loca de morir eso de ahogarse en medio de un desierto.
La casa de la calle Ocotillo, 3117 estaba construida en estilo misionero californiano, con techo de tejas, gruesas paredes de adobe y una arcada que daba al patio. La arcada estaba decorada con cerámica y del punto más alto colgaba una calesita en miniatura, con caballos de bronce que se sacudían, saltaban y repicaban uno contra otro cada vez que soplaba el viento.
El patio interior estaba pavimentado con piedras planas de imitación y adornado con arbustos y arbolitos que crecían en macetas mejicanas de barro. El anaranjado de las hojas de los nísperos, el rosa de los hibiscos en flor, el púrpura de las fucsias, el carmesí de las bayas de crategus, todos los colores resultaban opacos y palidecían comparados con el brillante esmalte de las macetas. La palabra
bienvenido
que se leía en la estera colocada ante la puerta de entrada daba la impresión de que nadie la hubiera pisado jamás. Las sandalias de Devon se hundieron en la espesa fibra aterciopelada, hasta que sólo quedó visible el empeine, formado por dos tiras cruzadas en X que parecían marcar el lugar:
Aquí estuvo parada Devon Osborne
.
La joven tocó el timbre de la puerta. Sentía el brazo pesado y rígido como si fuera un cañón de plomo que tuviera enganchado en el hombro.
—No sé qué pensar —comentó—. Quisiera que no me hubiera contado nada.
—A veces es fácil convertir, en héroe a un muerto, especialmente con ayuda de su madre. Claro que yo no puedo competir con los héroes. Y si tengo que poner las cosas en su lugar para ganar, lo haré.
—No debe hablar de esa manera.
—¿Por qué?
—Puede oírlo.
—No oye más que lo que quiere. Y no es probable que incluya nada de lo que yo diga.
Una ráfaga de viento atravesó el patio y los caballos de la minúscula calesita danzaron al son de su propia música. Las fucsias dejaron caer señorialmente algunos pétalos y los bambúes rasparon y arañaron la ventana del salón.
Las cortinas se abrieron y dejaron ver la mayor parte de la habitación y de su contenido. Alineadas a lo largo de una pared estaban las pertenencias que la anciana señora Osborne se había llevado de la vivienda del rancho: el piano de caoba y el antiguo escritorio de madera dé cerezo, abiertos ambos, como si su dueña hubiera estado tocando algo y escribiendo alguna carta antes de desaparecer. El resto del mobiliario lo había adquirido con la casa y la señora no se había molestado en cambiar nada; había un par de historiados sillones que se enfrentaban a través de una mesa de
chaquete
, una biblioteca con puertas de cristal, y en las paredes se veían cuadros al óleo que evocaban la infancia de alguien, el recuerdo de ríos claros y tranquilos, prados color esmeralda y dorados bosques de arces.
Leo había dado la vuelta a la casa, en busca del garaje. Cuando volvió parecía irritado y preocupado, como si sospechara que el destino iba a jugarle otra mala pasada, que había puesto en marcha un mecanismo que no podría detener y había instalado trampas en lugares que desconocía.
—El automóvil está —anunció—. ¿Por qué no empuja la puerta?
—Pero aunque no esté cerrada con llave, no podemos entrar.
—¿Por qué no?
—No le gustaría.
—Puede que no esté en situación de que le guste, ni le disguste.
—¿Qué quiere decir con eso?
Leo no respondió.
—Leo, ¿insinúa que podrían haberla…?
—Lo que insinúo es que hagamos algo para salir de dudas.
El picaporte giró sin dificultad y la puerta se abrió hacia dentro, retenida por su propio peso y la vacilación de Devon. Una corriente de aire hizo volar algunos papeles que estaban sobre el escritorio. Al inclinarse para recoger uno, Devon vio que estaba cubierto de letras de imprenta hechas con un grueso rotulador negro. Había frases y fragmentos de frases, palabras sueltas, algunas en inglés, algunas en español.
Recompensa Premio (¿Remuneración? Preguntarle a Ford)
Se pagarán diez mil dólares a cualquiera que proporcione información
(No, no. Más
sencillo
)
El 13 de octubre de 1967
Robert K. Osborne, veinticuatro años, rubio, ojos azules, un metro ochenta y tres de altura, setenta y siete kilos
(¿Más dinero? Preguntarle a Ford)
¿Ha visto usted a este hombre? (Usar tres retratos, de frente, perfil, tres cuartos)
¡Atención!
Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hijo.
Devon se quedó de pie con el papel en la mano, escuchando cómo Leo se movía por el comedor y la cocina, y pensó cómo iba a decir que, después de todo, ése no iba a ser el último día. La señora Osborne se proponía ofrecer otra recompensa y el asunto iba a empezar de nuevo. Habría otra ronda de llamadas telefónicas y de cartas, la mayoría de una tremenda ridiculez, pero algunas bastante razonables como para despertar de nuevo débiles esperanzas. Claro que no había que tomar en serio a la señora que pretendía haber visto aterrizar a Robert en un platillo volante, en un campo cerca de Omaha, pero sin embargo, alguna atención había que prestar a los informes de que lo habían visto trabajando como marinero en un yate anclado en las proximidades de Ensenada, o recogiendo una maleta en el departamento de equipajes de la TWA en el aeropuerto internacional de Los Ángeles, o tomando coca cola y ron en un bar de San Francisco, o empleado como ascensorista en un hotel de Denver. Todos los informes razonables habían sido comprobados. Pero Valenzuela decía: «No está trabajando, ni bebiendo, ni viajando, ni nada por el estilo. Perdió demasiada sangre, señora.»
Por favor, ayúdenme a encontrar a mi hijo.
Devon volvió a colocar la hoja sobre el escritorio con tanto cuidado como si estuviera contaminada y siguió a Leo a la cocina, que acababa de ser usada. Había una cafetera sobre el fuego, con la llama baja, y sobre la mesa, junto al fregadero, había medio corazón de lechuga, dos rebanadas de pan que se arqueaban un poco en los bordes y un bote abierto de mantequilla de cacahuete, del cual asomaba un cuchillo. Era un cuchillo común de mesa, de punta redondeada y sin filo, pero a la señora Osborne, como a Devon, podía haberle hecho pensar en otro cuchillo más letal, un recuerdo del que quería huir.
—Parece que haya empezado a hacerse un bocadillo —comentó Leo— y que algo le haya interrumpido…, tal vez el timbre de la puerta o el teléfono.
—Pero nos había dicho que estaba muy cansada para comer y que no quería más que descansar.
—Entonces miremos en los dormitorios. ¿Cuál es el de ella?
—No sé. Cambia continuamente.
El dormitorio de delante tenía una ventana que daba al patio; estaba protegida por una reja de hierro y enmarcada por mil flores de buganvilla que a la más leve brisa se agitaban como trozos de papel de seda escarlata. El cuarto estaba completamente amueblado, pero tenía un aire de abandono que hacía pensar que sus verdaderos dueños lo habían dejado hacía mucho tiempo. La puerta del armario estaba a medio abrir y dentro se veían media docena de grandes cajas cuidadosamente guardadas; sobre cada una de ellas, escrito con rojo, se leía «Ejército de Salvación». Devon reconoció su propia letra y se dio cuenta de que las cajas eran las que había llenado con las cosas de Robert y había entregado a la señora Osborne para que las hiciera llegar al Ejército de Salvación.
El otro dormitorio estaba ocupado. Atravesado boca abajo en la cama, alguien dormía envuelto en una desteñida bata de seda azul. Tenía los brazos doblados y ambas manos apretadas contra la cabeza como si intentara disimular los lugares donde el cabello escaseaba. Sobre el escritorio había una cabeza de material plástico que sostenía los pulcros rizos que la señora Osborne llevaba en público. El sombrero azul que había usado en el tribunal estaba caído o había sido arrojado sobre la alfombra y el vestido colgaba de una silla con el aire desvalido de una piel abandonada.
Las dos ventanas estaban herméticamente cerradas y en el aire inmóvil se sentía el olor débilmente ácido del pesar, de los pecados menudos y los fracasos que enmohecen en armarios y rincones húmedos y olvidados.
—Señora Osborne —llamó Devon, pero el nombre sonaba raro, como si la mujer silenciosa y desvalida fuera una extraña que no tuviera derecho a usarlo.
»Señora Osborne, conteste. Soy Devon. ¿Se encuentra bien?
La extraña se movió, desconociendo su identidad, protestando por la invasión de su intimidad, cuando Devon se inclinó sobre ella para tocarle las sienes y tomarle el pulso cogiéndola por la frágil muñeca blanca. El pulso era lento, pero tan regular como el tictac de un reloj. Sobre la mesa de noche se veía un frasquito con cápsulas amarillas, a medio vaciar. La etiqueta lo identificaba como Nembutal, de cincuenta miligramos, recetado por el médico de la familia Osborne en Boca del Río.
—¿Me oye, señora?
—Ve… te.
—¿Ha tomado pastillas para dormir?
—Pastillas.
—¿Cuántas tomó?
—¿Cuán…? Dos.
—¿Nada más? ¿Nada más que dos?
—Dos.
—¿Cuándo se las ha tomado?
—Cansada. Vete.
—¿Las ha tomado cuando ha llegado a casa a mediodía?
—Mediodía.
—¿Se ha tomado dos píldoras a mediodía, es así?
—Sí.
Sí
.
Leo abrió las ventanas y entró un aire que olía a cosechas olvidadas, a naranjas demasiado maduras cuya cáscara densa y picada de viruela cubría una pulpa que estaba seca y fibrosa. La anciana se dio la vuelta de lado, con las rodillas encogidas y las manos sobre la cabeza, como un feto que procura eludir el dolor del parto.
—Si no miente, no tomó más de cien miligramos —explicó Devon—. El efecto se le pasará pronto. Me quedaré con ella hasta entonces.
—Yo también me quedaría si sirviera de algo.
—Mejor que no. Se va a molestar si se despierta y le encuentra aquí. Es mejor que vuelva al tribunal y le explique a Ford lo que ha pasado.
—No sé qué ha pasado.
—Bueno, dígale lo que sabe…, que está bien, pero que no va a poder prestar declaración, por lo menos esta tarde.
Ford se dirigió al tribunal.
—Señoría, la declaración de este testigo, Ernest Valenzuela, presenta gran cantidad de problemas. Como ya no es empleado del departamento del comisario, no tiene acceso a los archivos del caso. Sin embargo, conseguí una autorización para que el señor Valenzuela confirmara sus recuerdos revisando los archivos en presencia de un policía y tomando las notas necesarias para presentarse hoy aquí. También conseguí que un agente trajera al tribunal ciertos informes y pruebas que me parecen fundamentales para esta audiencia.
—Esos informes y pruebas —puntualizó el juez Gallagher—, ¿se encuentran ahora en su poder?
—Sí, Señoría.
—De acuerdo, prosiga.
Valenzuela prestó juramento: el testimonio que iba a ofrecer en el caso sometido al tribunal sería la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Su nombre, por favor —pidió Ford.
—Ernest Valenzuela.
—¿Dónde vive, señor Valenzuela?
—Calle Tres, 209, Boca del Río.
—¿Trabaja en la actualidad?
—Sí, señor.
—¿Dónde y qué tarea desempeña?
—Soy corredor de la America West Insurance Company.
—¿Cuánto hace que ocupa ese puesto?
—Seis meses.
—¿En qué trabajaba antes?
—Era agente, en Boca del Río, de la comisaría del Condado de San Diego.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Desde que salí del Ejército en 1955, hace poco más de doce años.
—Describa brevemente cuál era la situación en la comisaría de Boca del Río, el 13 de octubre de 1967.
—El jefe, el teniente Scotler, estaba dado de baja por enfermedad y yo estaba como interino.
—¿Qué pasó el viernes por la noche, señor Valenzuela?
—A las once menos cuarto hubo una llamada del rancho de los Osborne pidiendo ayuda para buscar al señor Osborne. Por la noche, un poco más temprano, había salido a buscar a su perro y no había vuelto. Fui a buscar a su casa a mi compañero Larry Bismarck y nos dirigimos al rancho. Para entonces ya hacía una hora que estaban buscando al señor Osborne, a las órdenes del señor Estivar, el capataz, y de su hijo Cruz. No habían podido localizar al señor Osborne, pero en el suelo del comedor de los peones había una cantidad considerable de sangre. Llamé inmediatamente al cuartel de San Diego para pedir refuerzos. Mientras tanto mi compañero encontró pequeños fragmentos de cristal en el suelo del comedor de los peones y un trozo de manga de camisa, que también tenía sangre, enganchado en la hoja de una yuca, junto a la puerta principal.
—¿Recogió usted muestras de sangre?
—No, señor. Eso se lo dejé a los expertos.
—¿Qué hicieron los expertos con las muestras de sangre que recogieron?
—Las enviaron al laboratorio de policía de Sacramento para analizarlas.
—¿Ese es el procedimiento habitual?
—Sí, señor.
—¿Y en fecha posterior recibió usted un informe de ese análisis?
—Sí, señor.
—Su Señoría —invocó Ford dirigiéndose hacia el tribunal—, le presento aquí una copia del informe completo para que usted pueda leerlo a conciencia. Como es natural, es detallado y técnico, y para ahorrar tiempo, sin hablar del dinero de los contribuyentes, sugiero que se permita al señor Valenzuela exponer con sus propias palabras los hechos que son esenciales para esta audiencia.