—¿Aquí, a San Diego?
—Sí.
—¿Quiere describirnos la ropa que se puso, señora Osborne?
—Era un pantalón ligero de gabardina gris y una chaqueta de
dacron
con dibujo escocés en gris y negro.
—¿Y por qué venía a San Diego?
—Por varias razones. Por la mañana tenía que ir al dentista, después iba a pasar a ver a su madre, y más tarde tenía que recoger una raqueta de tenis que había encargado, una de esas nuevas de acero. Le recordé que era el cumpleaños de Dulzura, nuestra cocinera, y que tendría que comprarle un regalo.
—¿Y en realidad hizo todas esas cosas?
—Sí, salvo el regalo, que lo olvidó.
—¿No tenía también una cita para comer?
—Sí.
—¿Sabe usted sobre qué iban a tratar?
—Sobre los problemas de la mano de obra eventual en la agricultura californiana.
—¿Asistió a ella?
—Sí. Robert tenía la idea de que el problema había que resolverlo en su origen, en la cosecha misma. Pensaba que si se podían regular las cosechas con medios químicos, con hormonas por ejemplo, tal vez se las podría convertir en un trabajo estable, de todo el año, que permitiera dar ocupación permanente al personal agrícola y terminar con la mano de obra eventual.
—Muy bien, señora Osborne, ¿qué hizo su marido esa mañana después de vestirse?
—Se despidió de mí y me dijo que estaría de vuelta en casa para cenar alrededor de las siete y media. También me pidió que vigilara a su
spaniel
Maxie, que se había escapado la noche anterior. Yo creía que Maxie debía de haber olido alguna perra en celo y se había ido tras ella, pero Robert sospechaba que podía ser algo más siniestro.
—¿Por ejemplo?
—No lo dijo. Pero a Maxie nunca le dejaba acercarse al cobertizo, ni al comedor de los peones, y por la noche dormía dentro de casa.
—¿Lo hacían para proteger al perro o para protegerse ustedes?
—Las dos cosas. En ciertas épocas del año había bastantes extraños por el rancho. Maxie era nuestro perro guardián y nosotros… bueno, me figuro que se podría decir que éramos su «gente guardiana».
La desacostumbrada expresión provocó algunas risas, que se difundieron por la sala y resonaron levemente en las paredes.
—¿Así que el perro no era amigo de ninguno de los peones del rancho? —interrogó Ford.
—No.
—Si alguien hubiera atacado a su marido, ¿cree usted que el perro le habría defendido?
—Estoy segura.
Ford se sentó a la mesa de los letrados y extendió las manos delante de sí, con las palmas hacia arriba como si intentara leer en ellas tanto el pasado como el futuro.
—¿Cuándo y dónde se casaron usted y Robert Osborne? —prosiguió.
—El 24 de abril de 1967, en Manhattan.
—¿Qué edad tenía entonces el señor Osborne?
—Veintitrés años.
—¿Hacía mucho que le conocía usted?
—Dos semanas.
—Si estaba usted dispuesta a casarse con él después de una relación tan breve, debo suponer que le había hecho una impresión muy grande.
—Sí.
Una impresión muy grande.
Se habían encontrado un sábado por la tarde en un concierto de la Filarmónica. Devon había llegado durante el primer número del programa y sé había deslizado en su asiento, silenciosamente y con aire de disculpa. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad se dio cuenta de que el asiento de su izquierda estaba ocupado por un muchacho de pelo rubio, que llevaba gafas y cada dos minutos se giraba para mirarla. En el descanso la siguió hasta el vestíbulo. Devon no estaba acostumbrada a manejar ese tipo de situación que no había provocado; que le hizo sentirse un poco incómoda y le despertó bastante curiosidad. El muchacho daba la impresión de haber entrado en la sala de conciertos por error, o quizá porque alguien le había regalado una entrada y quería aprovecharla.
«—¿Por qué me mira de ese modo? —le abordó Devon.
»—¿De qué modo? No me he dado cuenta.
»—Pero lo sigue haciendo.
»—Disculpe —rogó con una sonrisa tímida y casi melancólica—. No me daba cuenta. Es que me recuerda a alguien.
»—Alguien agradable, espero.
»—Sí, era agradable.
»—¿Ya no?
»—No.
»—¿Por qué?
»—Murió —y después de un momento de vacilación agregó—: Mucha gente piensa que la maté. No es cierto, pero cuando la gente quiere creer algo, no es fácil evitarlo.»
Entonces fue Devon quien se le quedó mirando, y algo empezó a latirle rápidamente en la nuca como una señal de alarma.
«—No debería andar diciendo cosas así a desconocidos.
»—Es la primera vez que lo digo. Quisiera…
Pero Devon ya había empezado a alejarse.
»—Espere, por favor —pidió el muchacho—. ¿La asusté? Lo lamento. Fue una tontería, pero es que desde que llegué a Nueva York no hablo con nadie y usted parecía tan simpática y dulce como Ruth.
Se llamaba Ruth
, pensó Devon.
Parecía simpática y dulce y mucha gente piensa que este muchacho la mató y tal vez estén en lo cierto
.
»—Lamento haberla asustado —se disculpó—. ¿Quiere esperar un momento, por favor?
»—Las apariencias engañan —respondió Devon dándose la vuelta para mirarle—. No soy simpática ni dulce, así que es mejor que deje de pensar cosas raras.
»—Pero…
»—Y le sugiero que por el placer del concierto se vaya a sentar a algún otro sitio.
»—De acuerdo.»
Durante la hora siguiente el asiento de la izquierda de Devon permaneció vacío. Sintió impulsos de mirar a su alrededor para ver si él estaba sentado en las inmediaciones, pero se obligó a mantener los ojos fijos en el escenario, a concentrarse en la música y a aplaudir cuando todos aplaudían.
Terminado el concierto, le esperaba en el vestíbulo.
«—Señorita, ¿me permite un minuto? Estuve pensando que cometí una estupidez y que no es raro que se haya asustado.
»—No me asusté, me molesté.
»—Lo lamento. La única excusa que tengo es que quería jugar limpio con usted desde el comienzo.
»—¿Qué comienzo? —interrogó ella—. No ha habido ningún comienzo. Y ahora, por favor…
»—Me llamo Robert Osborne, Robert Kirkpatrick Osborne.
»—Devon Suellen Smith.
»—Bonito nombre. Me gusta.»
Mientras le explicaba que sus padres habían querido ponerle un nombre diferente que compensara el
Smith
, Devon se dio cuenta de que se había equivocado y el muchacho tenía razón: había un comienzo.
La cosa siguió mientras tomaban café con
éclairs
en Schrafft, y a la mañana siguiente se encontraron para dar un paseo por Central Park. Era el primer domingo caluroso del año y el parque debía estar lleno de gente, pero Devon sólo se acordaba de haber visto a Robert, que se adelantaba hacia ella a través del césped, con los bolsillos rebosantes de cacahuetes que había comprado para dárselos a las ardillas. Le habló de su rancho en California, que en realidad era una granja, y le contó que allí las ardillas vivían en hoyos cavados en el suelo, y no en los árboles. Le habló de Maxie, el
spaniel
; de su padre, que había muerto años atrás al caerse de un tractor; de la tierra, que era un desierto irrigado, y del río enloquecido que tan pronto era una inundación como un erial. Cuando el día terminó Devon sabía que su vida había cambiado repentinamente y que nunca volvería a ser la misma.
—… responder mi pregunta, por favor, señora Osborne.
—Disculpe, no le escuchaba.
—¿Su marido era un hombre corpulento?
—Medía un metro ochenta y cinco y pesaba cerca de ochenta kilos.
—¿Estaba sano?
—Sí.
—¿Activo y fuerte?
—Sí.
—¿Tenía alguna incapacidad física? Por ejemplo, ¿llevaba gafas?
—Sí.
—¿De qué clase?
—Era corto de vista… creo que miope es la palabra exacta.
—¿Tenía más de un par?
—Sí. Además de las corrientes usaba gafas de sol graduadas, especialmente cuando conducía. A comienzos de verano se había acostumbrado a las lentes de contacto y las usaba para nadar y jugar al tenis y en otras ocasiones en que las gafas corrientes le habrían resultado molestas.
—Las lentes de contacto ¿se las recetó y adaptó un oculista?
—Sí.
—¿Recuerda usted su nombre?
—El doctor Jarrett.
—¿Dónde tiene el consultorio?
—Aquí en San Diego.
Ford consultó algunos papeles que tenía sobre la mesa.
—Muy bien, señora Osborne, usted nos dijo que una de las razones que tenía su marido para venir a la ciudad era recoger una nueva raqueta de tenis que había encargado. ¿Llegó a probar la raqueta durante la tarde?
—Sí, jugó varios
sets
en uno de los campos de Balboa Park.
—¿Usó las lentes de contacto?
—Sí.
—¿Está segura?
—Estoy segura de que las tenía puestas cuando volvió a casa.
—¿Y las siguió usando durante la cena?
—Sí.
—Y después de cenar, cuando salió a buscar a su perro, Maxie, ¿todavía llevaba las lentes de contacto?
—Sí.
—¿Quién tiene esas lentes actualmente, señora Osborne?
—La policía.
—Y las gafas de sol graduadas, ¿dónde están ahora?
—En la guantera del automóvil.
—¿Donde las dejó él?
—Sí.
—¿Y qué hay de sus gafas corrientes? ¿Dónde están?
—No lo sé.
—¿Quiere decir que se perdieron o desaparecieron?
—Nada de eso.
—¿Cuándo fue la última vez que las vio, señora?
—Hace tres semanas. Si le interesa el momento exacto, fue el día que usted me llamó por teléfono para decirme que se había fijado la audiencia. Las gafas de mi marido estaban con las demás cosas suyas que había embalado en unas cajas que pensaba guardar en el desván. Después me di cuenta de que con eso no hacía más que postergar lo inevitable, de modo que decidí darlo todo al Ejército de Salvación con la esperanza de que pudiera serles de alguna utilidad. Sé que Robert habría estado de acuerdo.
—¿Lo entregó usted personalmente al Ejército de Salvación?
—No. La madre de Robert se ofreció para hacerlo.
—Cuando usted guardó las cosas en las cajas, ¿estaba segura de cuál sería el resultado de esta audiencia?
—Estaba segura de que mi marido había muerto. Hace mucho tiempo que estoy segura de eso.
—¿Por qué?
—Porque nada impediría que Robert se pusiera en contacto conmigo, si estuviera vivo.
—¿El matrimonio de ustedes era feliz?
—Sí.
—¿Y estaban esperando un hijo?
—Sí.
—¿Llegó a su término el embarazo, señora Osborne?
—No.
Devon evocó el viaje al hospital, en la parte de atrás del
jeep
de Estivar, con Dulzura sentada silenciosamente a su lado con un extraño aire de dignidad y un coche patrulla que le abría paso con el aullido de la sirena. Pasó mucho tiempo hasta que volvió a su casa desde el hospital. El otoño casi había terminado, los peones eventuales se habían ido, las cosechas ya habían sido recogidas.
El viaje de regreso fue más tranquilo. No hubo escolta policiaca y Devon volvió en un taxi y no con el
jeep
, acompañada por Agnes Osborne y no por Dulzura. La señora mayor se dirigía a ella con una voz baja e inexpresiva que no daba indicación alguna de que la pérdida del niño hubiera sido para ella un golpe más doloroso que para Devon. Devon tendría otras oportunidades, pero para la anciana era el final de la línea. Le dijo a Devon todo lo que tenía que hacer, con el aire de estar leyéndolo en alguna lista que hubiera escrito en algún rincón del cerebro: dormir mucho y tomar aire fresco, evitar las preocupaciones, ser valiente, hacer ejercicio, buscar la ayuda de alguna persona más responsable que Dulzura, buscar entretenimientos, comer muchas proteínas…
«—… estás prestando atención, Devon.
»—Sí.
»—Tal vez sea mejor que este año no celebremos la Navidad, que de todos modos es una fiesta tan emotiva. Puede que te convenga tomarte unas vacaciones sola. ¿No tienes una tía en Buffalo?
»—Por favor, no sé preocupe por mí.
»—Me espanta que te quedes sola en el rancho. No es nada seguro. Dulzura no es de confianza, deberías saberlo.
»—Sé que bebe un poco de vez en cuando.
»—Bebe una enormidad cada vez que puede echar mano de una botella. Y en cuanto a Estivar, ¿cómo se puede saber de qué lado va a estar en una emergencia? En los últimos veinticinco años aprendió inglés y sabe manejar el rancho y mejoró sus modales, pero sigue siendo tan mejicano como cuando cruzó la frontera… ¿Qué pasó con tu tía de Buffalo?
»—Murió.
»—Todo el mundo se muere. Ay, Dios, no lo puedo aguantar. Todo el mundo se muere…»
Ford se levantó, contorneó lentamente la esquina de la mesa de los letrados y se paró, reclinándose contra la barandilla del vacío recinto de los jurados. Lo hacía deliberadamente, para darle a Devon tiempo de dominarse.
—Señora Osborne, usted nos dijo que antes de salir de casa por la mañana del 13 de octubre su marido le dijo que volvería a las siete y media para cenar. ¿Volvió a esa hora?
—Sí.
—Y cenaron ustedes juntos.
—Sí.
—¿La cena fue agradable?
—Sí.
—Y al terminar de comer, el señor Osborne salió en busca de su perro Maxie.
—Eso mismo.
—¿Qué hora era?
—Más o menos las ocho y media.
—¿Qué hizo usted después de que él saliera de casa?
—Ese día nos había llegado por correo un nuevo álbum de discos y me puse a escucharlo.
—¿Era un álbum grande?
—Tres discos, o sea seis caras.
—¿Qué tipo de música?
—Sinfónica.
—En la mayor parte de las sinfonías hay pasajes durante los cuales hay que dar bastante volumen si uno quiere escucharlos bien. ¿Subió usted el volumen, señora?
—Sí.
—Pero entonces los pasajes más elevados se oirían muy fuertes, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—¿En qué parte de la casa está instalado el equipo estereofónico?
—En el salón principal.
—¿Y allí se sentó usted a escuchar el álbum?
—Me quedé allí pero no estuve solamente sentada. Anduve dando vueltas, pasé el plumero, ordené un poco y di un vistazo al diario de la tarde.
—¿Las ventanas estaban abiertas o cerradas?