Jaime estaba encantado con su hallazgo, hasta que observó la costura oscura que había alrededor de las bisagras. Entonces dejó cuidadosamente el cuchillo en el suelo, se limpió las manos en los vaqueros y fue a contárselo a su padre.
Al sur de Boca del Río el camino se encontraba con la carretera principal que iba de San Diego a Tijuana. Las dos ciudades, tan diferentes por su aspecto, su bullicio y su atmósfera, estaban vinculadas por la geografía y la economía, como dos hermanastras de formación totalmente distintas que se ven obligadas a convivir bajo el mismo techo.
En cuestión de minutos Estivar y el
jeep
se perdieron en medio del denso tráfico. Leo Bishop conducía por el carril de tránsito lento, con las dos manos firmemente aferradas al volante que parecía como si los nudillos fueran a salírsele de la piel. Era un hombre alto y delgado que rondaba la cuarentena y tenía un aire de perplejidad y derrota, como si todas las normas que había aprendido en la vida estuvieran cambiando una por una.
Si la juventud de Dulzura estaba encubierta por la grasa, años de sol y viento exageraban la edad de Leo. Su pelo rojo, descolorido, tenía el color de la arena y el rostro estaba marcado en los pómulos y en la nariz por las cicatrices de repetidas quemaduras. Tenía ojos de color verde claro que protegía del sol entrecerrándolos, de modo que cuando estaba a la sombra y sus músculos faciales se relajaban, aparecían en torno de los ojos finas líneas blancas que se formaban donde no habían llegado los rayos ultravioletas. Esas líneas le daban una curiosa intensidad de expresión que hacía que algunos de los mejicanos hablaran furtivamente de
mal de ojo
y de
azar
o mala suerte.
Desde que su mujer se ahogó en el río las habladurías aumentaron; tuvo problemas con los peones, se le rompió la maquinaria, la helada le quemó los pomelos y dañó los datileros… y todo era mal de ojo o demonios de la muerte. Bishop sospechaba que Estivar cultivaba los rumores, pero nunca le habló de sus sospechas a Devon. A ella le costaría creer que los demonios y el mal de ojo seguían siendo parte del mundo de Estivar.
—Devon.
—¿Sí?
—Pronto se terminará.
Se movió, incrédula.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las nueve y diez.
—Pero Ford dijo que hoy no podríamos acabar. Aunque interrogue a todos los testigos habrá un plazo mientras el juez estudia las pruebas. Puede que no anuncie su decisión durante una semana, según el trabajo que tenga.
—Por lo menos su parte habrá terminado.
Devon no estaba segura de cuál iba a ser su parte. Su abogado le había dado instrucciones de que no se limitara a responder las preguntas, sino que diera voluntariamente más información cuando sintiera necesidad de hacerlo; que hablara de las cosas personales, hogareñas, que podían ayudar a mostrar a Robert tal como realmente era. «Queremos hacerle revivir», había dicho Ford, sin disculparse por la desdichada elección de la frase, como si estuviera poniendo a prueba la compostura de Devon para ver si la mantendría en el tribunal.
El camino doblaba hacia el oeste, rumbo a la bahía de San Diego. En el agua se veían veleros que se movían lentamente como grandes mariposas que se hubieran posado para beber. En el borde de la bahía, una delgada franja de playa, mojada por la marea que retrocedía y plateada por el sol, mantenía a raya el mar abierto.
—Es mejor que me deje a media manzana de la sala de audiencias —pidió Devon—. La señora Osborne cree que no deben vernos juntos.
—¿Por qué?
—La gente podría hablar.
—¿Y eso qué importa?
—A ella le importa.
Durante un tiempo siguieron sin hablar. En la bahía desaparecieron los veleros y aparecieron buques de la armada, las mariposas blancas cedieron el paso a los grises cascarones de acero con antenas de aspecto feroz y fantasmagóricas superestructuras.
—Cuando esto se acabe —observó Leo— no tendrá que preocuparse tanto por las opiniones de Agnes Osborne. No será más que su ex suegra. Mañana o pasado, o la semana próxima, será libre.
—¿Y qué es ser libre, Leo?
—Tomar decisiones.
Para Devon había sido un año sin decisiones; las decisiones las habían tomado los demás. Ella había pagado las cuentas que Estivar le decía que pagara, había firmado los papeles que Ford, su abogado, le ponía delante, había respondido a las preguntas del policía Valenzuela y comido lo que cocinaba Dulzura y usado la ropa que sugería Agnes Osborne.
Pronto el año habría terminado, oficialmente, y las decisiones serían suyas. Ya no habría trajes de piel de tiburón tostada, ni chorizo con huevos revueltos sepultados por el chile en polvo; Valenzuela ni siquiera seguía estando en la policía y después de que el juez diera su veredicto Devon no tendría razones para ver a Ford. Podría vender el rancho y entonces también Estivar se convertiría en parte del pasado.
Ysobel se inclinó hacia adelante para observar el cuentakilómetros.
—Así que estamos en una carretera —comentó con una voz densa de ironía—. No sabía que la carretera fuese una pista.
—El límite de velocidad es ciento cinco —respondió Estivar— y yo tengo que adaptarme al tráfico.
—Parece que vamos a alguna fiesta por la prisa que tienes en llegar. El señor Bishop es más sensato. Está a kilómetros detrás de nosotros ¿y por qué no? Bien sabe que no hay ningún premio que le espere a la llegada.
—En eso tal vez te equivocas —respondió con una risita áspera Estivar, que había estado toda la mañana de ánimo huraño.
—Cállate. A ver si alguien te oye y empieza a sumar dos y dos son cuatro.
Ysobel no se preocupaba por Jaime, que la mayor parte del tiempo parecía sordo como una tapia, ni por Lum Wing cuyo español, hasta donde ella sabía, se limitaba a algunas obscenidades y unas pocas y esporádicas expresiones de cortesía como «buenos días».
—Tendrías que tener cuidado con la lengua cuando Dulzura está presente —agregó Ysobel—. Es chismosa de nacimiento.
Dulzura abrió la boca con exagerado asombro. No era cierto que fuera chismosa, ni de nacimiento ni de ningún otro modo. No le decía nada a nadie, principalmente porque en ese maldito lugar dejado de la mano de Dios no había a quién decirle nada, salvo a la gente que ya lo sabía. Dulzura estaba pensando cuál sería el premio que esperaba al señor Bishop y qué valor tendría y si sería cosa de preguntárselo a la señora Osborne.
—La señora joven —prosiguió Ysobel en voz baja—. ¿A ella te refieres con lo del premio?
—¿Y a qué si no?
—Jamás se casaría con él. Es demasiado viejo.
—Pues no están haciendo cola a su puerta.
—Todavía no, porque legalmente es una mujer casada y la gente educada es muy rara para esas cosas. Pero espera a ver si después de hoy no hay bastantes hombres, y hombres jóvenes también. Sin embargo, no se quedará con ninguno. Venderá el rancho para volverse a la ciudad.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo soñé anoche. En colores. Y cuando fui a la adivina de Boca del Río me dijo que prestara mucha atención a los sueños en colores porque, buenos o malos, siempre se cumplen… ¿Tú no sueñas en colores, Estivar?
—No.
—Bueno, no importa. La cosa es así: la señora joven va a vender el rancho y se va a volver al sitio de donde vino.
—¿Y qué va a pasar conmigo?
—El nuevo patrón estará encantado de tener un capataz con veinticinco años de experiencia, naturalmente.
—Eso del nuevo propietario, ¿también estaba en el sueño?
—No, pero a lo mejor no me fijé bastante. Esta noche voy a mirar bien a ver si anda por ahí en algún rincón.
—Si se parece a Bishop —dijo ásperamente Estivar— despiértate rápido.
—Bishop no tiene con qué comprar el rancho.
—Pero puede casarse con él.
—No, no, no. La señora está harta de este lugar y se volverá a la ciudad, como en mi sueño. La vi caminar entre enormes edificios grises, con un vestido color púrpura y flores en el pelo.
El mal humor se agravó después de la conversación con su mujer. La siguiente vez que Lum Wing eructó le dijo a gritos que dejara de hacer esos malditos ruidos o que se bajara y se fuera a pie.
Lum Wing habría preferido bajar e ir a pie, pero el
jeep
no se detuvo para que pudiera hacerlo y además estaba ese ominoso papelito en el bolsillo de su camisa,
mejor que se presente por la buenas o por las malas
… Bien sabía el viejo que no era el dueño de su destino. Cuando había otra gente cerca, eran ellos los que decidían lo que tenía que hacer. Únicamente cuando estaba solo tenía posibilidad de elegir: entre hacer solitarios o jugar al ajedrez, entre ponerle lima o limón a la ginebra o no tener ginebra y comerse una docena de semillas de ginseng. Para preservar su intimidad y sus posibilidades de elección, el chino se había reservado un rincón del edificio que se usaba como comedor del personal en la época en que había peones. Entre el fogón y el armario había colgado una manta doble, que había cogido de uno de los cobertizos, y cuando su jornada de trabajo terminaba, se retiraba a su rincón a jugar al ajedrez con oponentes imaginarios, todos muy astutos y despiadados, aunque nunca tanto como el propio Lum Wing.
En una mitad del fogón se usaba butano como combustible y en la otra mitad, madera o carbón mineral. Incluso en las noches cálidas Lum Wing mantenía un pequeño fuego encendido con restos de madera o ramitas podadas de los árboles o arrancadas por las tormentas. Le gustaba el ruido impersonal pero activo de la madera al quemarse, porque le ayudaba a cubrir otros ruidos que salían de la oscuridad, al otro lado de su precaria pared; susurros, gruñidos, retazos de conversación, risas.
Lum Wing procuraba ignorar esos ruidos vulgares de la gente vulgar y fijar la atención en el silencio marfileño de reyes, damas y alfiles. Pero a veces, muy a su pesar, reconocía alguna voz en las tinieblas y cuando eso sucedía se fabricaba diminutos tapones de papel y se los metía lo más adentro posible en los oídos. Sabía que la curiosidad había matado más gente que gatos.
Volvió a tragar más aire y a regurgitarlo.
—… probablemente sea el hígado —decía Ysobel—. Me han dicho que hay enfermedades contagiosas del hígado —sacó un pañuelo del bolso y se lo apretó contra la nariz y la boca, diciendo con voz ahogada—: ¡Jaime! ¿Me oyes, Jaime? Contéstale a tu madre.
—Contéstale a tu madre, Jaime —le dijo bondadosamente Dulzura—. Eh, despiértate.
Los párpados de Jaime se estremecieron levemente.
—Estoy despierto.
—Bueno, contéstale a tu madre.
—Le estoy contestando. ¿Qué quiere?
—No sé.
—Pregúntale.
—Quiere saber qué es lo que quieres —transmitió Dulzura inclinándose hacia el asiento de delante.
—Dile que no deje que este chino le eche el aliento en la cara.
—Dice que no dejes que el chino te eche el aliento en la cara.
—No me lo está echando en la cara.
—Bueno, si lo hace no le dejes.
Jaime volvió a cerrar los ojos. La vieja se estaba volviendo cada día más chiflada. Él, personalmente, esperaba tener la suerte del señor Osborne y morirse antes de hacerse viejo.
En las escalinatas del tribunal había palomas que se arreglaban las plumas al sol y se paseaban de un lado a otro con el aire de importancia de guardias uniformados. Junto a una de las columnatas, Devon vio a su abogado, Franklin Ford, rodeado de media docena de hombres. Él la vio, le echó una rápida mirada de advertencia y se dio la vuelta otra vez. Al pasar, Devon le oyó hablar con su voz pausada y suave, pronunciando cuidadosamente cada sílaba como si se dirigiera a un grupo de extranjeros o de idiotas.
—… recordad que en este caso no hay litigio. Por ejemplo, no hay oposición de ninguna compañía de seguros que tenga que pagar una póliza grande por la vida de Robert Osborne, ni hay parientes que no estén satisfechos con lo dispuesto respecto a las propiedades del señor Osborne. La suma del seguro es desdeñable, ya que no consiste más que en una pequeña póliza que hicieron sus padres cuando él era pequeño. Los términos de su testamento están claramente enunciados y no han sido recusados; y de sus deudos, su esposa solicitó esta audiencia al tribunal y su madre está de acuerdo. De modo que nuestro propósito en la audiencia de hoy es establecer el hecho de la muerte de Robert Osborne y demostrar en la forma más concluyente que sea posible cómo, por qué, cuándo y dónde se produjo. Nadie ha sido acusado, nadie está sometido a proceso.
Mientras Devon entraba en el edificio, se preguntaba quién estaba más cerca de la verdad, si Ford al afirmar que nadie estaba sometido a proceso o Agnes Osborne al decir: «Claro que es un proceso, para todos nosotros.»
La puerta de la sala de audiencias número cinco estaba abierta y los bancos destinados a los espectadores se encontraban casi llenos. Hacia el lado derecho, cerca de las ventanas, sola, estaba sentada Agnes Osborne. Llevaba un sombrero azul posado como un pájaro sobre sus cuidados rizos rubios y un vestido tejido del mismo tono gris oscuro de sus ojos. Si notaba que estaba en un proceso, lo disimulaba muy bien. Su rostro no mostraba expresión alguna, salvo un ángulo de la boca que tenía una semisonrisa estereotipada, como si estuviera algo divertida, aunque con un leve matiz desdeñoso, por la situación y la compañía en que se encontraba. Era el rostro que mostraba en público. El otro era inseguro, trastornado, muchas veces mojado de lágrimas y manchado de cólera.
La anciana vio cómo Devon se acercaba por el pasillo y pensó qué incongruente parecía aquel lugar de violencia y muerte. Devon todavía debería andar por los salones de algún colegio en compañía de otras lindas ratoncitas como ella y de muchachos serios y granujientos.
Tengo que ser más buena con ella, tengo que esforzarme más por serlo. Si está aquí es por mi culpa
.
La señora Osborne había pensado que si conseguía apartar a Robert del rancho durante un par de meses, el escándalo provocado por la muerte de Ruth Bishop se desvanecería. Había sido un error. Su ausencia no había servido más que para intensificar las habladurías, y al volver, Robert había traído consigo a Devon, su esposa. Agnes se había sentido afrentada y herida. Claro que quería que alguna vez su hijo se casara, pero no a los veintitrés años, ni con esa extraña criatura que venía de otra parte del mundo. «¿Robert, por qué? ¿Por qué lo hiciste?» «¿Y por qué no? La muchacha me quiere y piensa que soy un gran tipo. ¡Qué te parece!»