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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Más allá y otros cuentos (12 page)

BOOK: Más allá y otros cuentos
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Yo no debía permanecer sino el primer instante con los ojos cerrados. Y los abrí, cuando tenía a cuatro dedos de los míos los ojos anegados en angustia de una mujer a quien veía por primera vez, y que en ese mismo momento se extraviaban de pasión y felicidad al verme sonreír.

—¡Querido mío! ¡Ya pasó! ¿Qué tienes? ¿Un golpe…? ¡Y Campillo que no me decía nada! No es nada, ¿verdad? ¡Dime, Julio!

—Sí, de un golpe, Nora… Pero no es nada. Dentro de un rato estaré bien.

Y en voz más baja y lenta:

—¡Cuántas ganas tenía de verte…!

—¡Y yo a ti!

—Nora mía…

Como ustedes ven, yo me portaba pasablemente. Pero tras mis palabras cálidas yo analizaba fríamente aquel rostro desconocido, cuya mejilla abrasada había tenido, sin embargo, mil veces contra la mía.

—¿Pensaste mucho allá en tu Nora? ¡No, no levantes la voz! Dime bajito.

—Sí, mi vida… (Tiene las pestañas más densas de lo que parece en el retrato…)

—Y yo también. ¿Recibiste a tiempo el telegrama? ¡Pobre querido, qué golpe!

—Me caí… ¡Hacía tanto que no te veía…! (Debe quedar divina con las sienes más descubiertas…)

—Ahora sí, querido mío. ¡Juntos para siempre! ¡Toda tuya, siempre! Campillo, mamá: no miren. Otro beso, ligero, el último. ¿No te hará daño?

—Probemos… (Y si su boca es el Paraíso entreabierto, la humedad de sus labios y su seda interior…)

… Yo estaba mareado, y el corazón, tras un espasmo, me latía tumultuosamente. Mis últimos escrúpulos se habían volatilizado en la llama de aquel amor de un año que temblaba en sus pestañas caídas al tenderme la boca, y que yo reencontraba en un solo beso.

¿Qué más? El médico intervino al fin.

—No es nada de inquietud —dijo quitándome la toalla—. Una ligera conmoción, de la que no quedará rastro mañana. Lo único que quedará es una cierta confusión de recuerdos que ya lo ha molestado. ¿Quieren creer que no me conocía al entrar aquí? Se quedó mirándome como si nunca me hubiera visto.

La angustia de Nora renació, mientras la madre (no era difícil haberla conocido), miraba a todos con extrañeza.

—¡Qué cosa más rara! ¿No conoce a nadie, Berger?

—¡Mamá, a mí me conoció enseguida!

—Bueno fuera… Pero a mí, Berger, ¿me conoce?

—No mucho —me atreví sonriendo—. Hasta hace un momento no la reconocía…

—¡Qué raro! —comentó aún la señora—. Y si esto le pasa a él, con el talento que tiene, ¿qué sería de nosotros?

—Nos matan con seguridad —apoyó Campillo, muy satisfecho del giro que tomaban las cosas—. Si yo mañana no reconozco al señor Strindberg, voy derecho a un manicomio. Berger en cambio está facultado para hacerlo impunemente, pues el autor de
Cielo abierto
no puede regirse por las leyes de los demás hombres.

A la brusca evocación de mi libro, yo había sentido una ola de frío, un soplo de viento helado que barría mi alma. Y quedé mudo, el ceño contraído, en tanto que la digna señora concluía solemnemente:

—Tiene razón, Campillo. Su cerebro no tiene que darnos cuenta de lo que en él pasa…

Y me miró con maternal y hondo orgullo.

Yo estaba ya de pie, y Nora Strindberg tenía las dos manos en mis hombros, contándome a escape los mil y un preparativos para el día de mañana. Y cuando por fin se fue, con la promesa confirmada y sellada en un último beso, de que dentro de tres horas estaría en su casa, me dejé caer exhausto en el diván, con la cabeza entre las manos:

—Todo esto es absurdo, Campillo, horriblemente absurdo… Pero si no me caso con ella, me muero.

No he muerto, pues hace tres meses que Nora es mi mujer. Si la alegría del hogar, el amor extremo, el encanto de una hermosa criatura en nuestros brazos pueden constituir la felicidad de un hombre, yo soy feliz. Mi amigo tenía mil veces razón: jamás soñé yo una dicha como la que me tienden los ojos, los labios y el cálido corazón de mi Nora. Campillo me lo repite a menudo: y, cosa que honra a su carácter, creo que él, a la par de cien otros, deseó ardientemente este tesoro cuya llave Nora Strindberg me entregó palpitante.

Ahora bien: ¿qué continuación puede tener esta historia de un amor realizado en dos etapas por un mismo hombre, y cuya culminación dichosa gozo en este instante mismo?

Pero no soy feliz. Hay en este mundo un ser, un fantasma que exige y absorbe detrás de mi corazón, la mirada, los besos y el cálido corazón de mi Nora. Este fantasma es el autor de
Cielo abierto
. En balde me digo que él y yo somos una sola persona; pues de no ser así, mi esposa habría rechazado con los brazos, al día siguiente de casados, a un intruso que estaba robando un tesoro ajeno. Pero nunca noté la más vaga extrañeza a mi respecto. Fue y es siempre conmigo la misma viva ternura de la noche de bodas. No ha sufrido junto a mi corazón el menor desengaño. No ha sentido jamás el menor escalofrío de pudor al tener reclinada su alma en la mía.

Pero no soy feliz. Aunque he suprimido toda actividad intelecto-social, dondequiera que esté y adondequiera que vuelva los ojos, hay siempre dos personas detenidas que me miran, y una de las cuales dice a la otra disimulando la boca con la mano:

—Es el autor de
Cielo abierto
.

Cada correo de Europa me trae docenas de libros dedicados al maestro. Mi nombre está escrito una vez por lo menos en cada número de cada publicación trascendental. De veinte palabras que me dirigen, siete son infaliblemente éstas: «¿Cuándo nos da, maestro, otro
Cielo abierto
?» Y catorce veces más por día siento sobre mi virgen destino de antaño, el peso abrumador de mi fatal inteligencia.

He contestado a centenares de cartas de agradecimiento. Asisto a conferencias en facultades y centros intelectuales. Desempeño, en fin, del mejor modo posible, mi pesado papel de hombre de genio.

Difícil e idiota como es este disfraz, yo lo aceptaría gustoso si no estuviera de por medio la dignidad de mi amor. He mencionado ya el entusiasmo de Nora a la aparición de
Cielo abierto
. Sabe de memoria cuanto se ha dicho de mí, y colecciona en un magnífico álbum los miles de recortes sobre el extraordinario libro. Nunca mujer se sintió más orgullosa del talento de su marido. Es ella quien abre febrilmente las hojas de las revistas, y ella quien lee aprisa y salteando los interminables estudios sobre
Cielo abierto
. Y ella, en fin, quien corre radiante a enseñármelos.

En estas ocasiones yo estoy por lo común en el escritorio repasando mentalmente algún pesado cálculo de materiales. Y al quedar solo, voy a veces a tomar como un autómata un ejemplar de mi obra y lo abro en cualquier parte.

¡Imposible! Si hay en el mundo una cosa que no entiendo, ella es mi propio libro. A la segunda página ceso de leer, fatigado como si saliera de un ataque de gripe. ¡Mi propia obra! ¡Mis propios pensamientos! Puede ser. Hay en ellos un esfuerzo de genio como no vio el mundo después de Kant. Pero yo nada comprendo y me aburro desesperadamente con su lectura.

Un nuevo mes ha pasado. No soy feliz —lo he repetido hasta el cansancio. Y ella, Nora, tampoco lo es. Desde hace un mes me sube al rostro la vergüenza de esta monstruosa farsa, de esta nube de incienso que me envuelve al paso, me sigue y me adula como a un payaso genial. No salgo casi de casa; paso todo el día en mi escritorio con las puertas cerradas y la luz encendida, o acodado sobre mis viejos planos, con la tabla de resistencia a la vista. Bajo a comer, salgo un rato de noche a caminar, y esto es todo.

Pero, tras esta soledad sedante en que por fin me encuentro a mí mismo, siento que mi hogar y mi felicidad se derrumban. Nora me ha tomado entre sus brazos, desesperada:

—¡Julio! ¡Hace diez días que dura esto! ¡Dime qué tienes!

Yo la acaricio, helado:

—No es nada, Nora… Estoy enfermo…

Pero ella esquiva mis manos:

—¡No es cierto! ¡Julio, mi amor! ¡Pero qué te he hecho! ¡Cuatro meses que nos hemos casado y ahora…!

Y cae a sollozar su dicha perdida sobre los brazos del diván.

¡Pero, qué decirle! ¿De dónde sacar fuerzas para concluir de matarla y matarme, diciéndole que yo no soy sino un ladrón de gloria, y que lo que ella amó con pasión es un divino fantasma sobre la vulgar figura de un constructor de diques?

¿Y yo? ¿Merezco, acaso, esta amargura de aniquilar fríamente la felicidad íntegra y pura que hallé en los brazos de mi Nora? Debo hacerlo. Soy un enfermo, o lo fui durante seis años. Me he vestido tres meses de pavo real, disimulando bajo su rueda mis embarrados
stromboot
de ingeniero. Pero no puedo robar un amor que mi novia sintió por mí, con los ojos fijos en mi frente…

… Concluido, pues. Anoche —como lo hago desde hace un mes— yo recibí el correo y quité una por una las fajas. El correo era muy voluminoso. Hojeé todo lentamente frente al fuego —muy lentamente… Y al final llamé a mi mujer.

—Óyeme, Nora —le dije sentándola a mi lado—. Yo siento al igual que tú lo insostenible de esta situación. No podemos continuar así.

—¡Sí, sí! —murmuró ella ansiosa y feliz, tomándome las manos—. Ya no podía más. ¡Oh, Julio…!

Sus rodillas estaban en las mías, y su divino corazón se volcaba sobre mi pecho. Y sentí, en la firmeza de sus dedos y la humedad de su mirada, la inmensidad de lo que iba a perder. Pero ya estaba yo de pie; fui hasta la mesa y volví con un ejemplar de
Cielo abierto
.

—He aquí el motivo de mi actitud —le dije tendiéndole el libro—. Este libro lleva mi nombre. Pero yo no lo he escrito, Nora…

Por helada que estuviera mi alma y deshecho mi corazón, no me equivoqué respecto del espanto que expresaron los ojos de Nora.

—No —le dije con la sonrisa de un hombre muerto—. No lo he robado… Yo mismo lo escribí. Pero ahora —¿me oyes bien?— no sé nada de lo que he escrito. Nada recuerdo… No entiendo una palabra de lo que ahí dice. ¿No comprendes, verdad? Tampoco lo comprendía yo. Estuve enfermo… Campillo me lo explicó todo. Pasé seis años en un estado anormal, en el que yo era siempre yo, y no lo era, sin embargo… Entonces fue cuando escribí el libro. Nunca había yo escrito nada… Cuando volví en mí… cuando desperté de ese sueño de seis años… era el 2 de abril —concluí levantándome.

Angustia… nada más que intensa angustia había en los ojos de Nora.

—¿Tres días antes de…? —murmuró mirándome estremecida.

Yo no vi en su estremecimiento otra cosa que la repulsión con que me rechazan las más hondas fibras de su ser. Y proseguí, la boca y el alma desesperadamente amargas:

—Sí, tres días antes de casarnos… ¡Yo me pregunto ahora de dónde saqué tanta infamia para engañarte de este modo! Campillo me había ya informado de todo. Él me ayudó a continuar el engaño… Pero yo solo tuve la culpa. Vi tu retrato… Campillo me habló de ti… Después fuiste a verme… Lo único que debía haber hecho entonces —¡mostrarte al vivo el pobre diablo que yo era!— no lo hice. Me dejé engañar a mí mismo… Engañé a todos, por… por tu amor. Pero ya no lo hago más. Es tarde, no sé; horriblemente tarde… pero perdóname. A mí mismo, el hablarte ahora de esto, me cuesta tanto como a ti perdonarme… ¡porque te pierdo! Lo sé de sobra. ¡Autor de
Cielo abierto
! ¡Hombre de genio! ¡Ah, no! ¡Te aseguro que no! Jamás escribí una palabra, y menos sobre el destino de la vida. Mi vida la empleé en trabajar como un negro, y desde que tenía doce años… Lo poco que valgo, lo debo a mi voluntad de hacerme hombre… Y vuelvo a preguntarme de nuevo cómo pude engañarte, robar tu amor… Cómo se me ocurrió que podrías quererme por mí mismo, aunque no fuera un intelectual… Sí, alguna vez quise hablarte, decírtelo… Pero era una tontería hacerlo, ahora lo veo bien. ¡Te pierdo para siempre, lo sé! Perdóname, si tienes fuerzas para esto. Yo… yo me voy ahora para siempre.

¡Oh, no! Porque había allí una mano que acababa de tomarse de la mía; que se apoyaba en ella y Nora se alzaba hasta mí.

—¿A dónde te vas? —me preguntó con lenta angustia.

—¡Nora mía! —tuvo fuerzas para gritar mi corazón—. ¿Es cierto lo que dices?

—¿A dónde te vas? —repitió ella alzando sus dos manos a mi cuello, mientras su cuerpo venía a mí con rigidez de piedra.

¡No me fui, no! No fui sino a caer con ella en el diván, y a hundir la cabeza en sus rodillas mientras ella hablaba aún, me pasaba la mano por el cabello.

—No, no te vas… Eres mío… mío…

Y yo, desde la divina almohada:

—Nora… mi adorada Nora… Soy indigno de ti…

—Cállate… no hables.

—Sí, es cierto…

—¡Pst…! No hables nada…

Y con los ojos espantados aún, fijos en el fuego, pálida por la opresión de los sollozos que no podían subir:

—No hables… Mi querido… No te muevas… Mi amor…

«¿Se cree usted incapaz, tal como es, de hacerse amar de una mujer? ¿Qué sabe usted de la seducción que puede tener un hombre para una mujer como Nora?»

Estas palabras de Campillo se presentan nítidas al tener por fin a
mi
esposa entre mis brazos.

—¡Lo que me has hecho sufrir! —medita ella, aún en alta voz ante el fuego de la chimenea, que ambos contemplamos absortos; yo estoy sentado en el diván; ella está sentada… en el aire.

Yo agrego:

—¿No te pesará nunca haber perdido al autor de
Cielo abierto
?

—¿Quién? —dice Nora con cómica extrañeza—. No conozco a ese señor. Yo sólo conozco a…

Y lo que no concluyen sus labios, me lo dicen sus ojos y su boca en ansioso y oprimido secreto.

Y como si no fuera este testimonio bastante severo, Nora se levanta a tomar
Cielo abierto
, vuelve a mis rodillas, y con su brazo pasado tras mi cabeza, va rompiendo una por una las hojas del libro que arroja a las llamas, y que ambos miramos arder maravillados.

—Ahora —me dice juntando su brazo libre con el que me embriaga— ya murió ese señor…

—¿Y el público? —recuerdo yo sobresaltado—. ¿Qué dirá el público, que espera la aparición de otro
Cielo abierto
?

—¿El público? —responde ella; y con un delicioso mohín, en voz muy baja, y sobre mi aliento mismo—: Que espere…

Tiene razón Nora. Estoy ahora profundamente ocupado. El público… que espere.

La bella y la bestia

ELLA

«Señorita escritora desea sostener correspondencia literaria con colegas. X. X. 17, oficinas de este diario».

Ça y est
. La escritora soy yo.

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