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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Más allá y otros cuentos (7 page)

BOOK: Más allá y otros cuentos
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—¡Qué puedo decirles —murmuró— que no haya ya contado a mi médico…!

—Toda la historia es lo que deseamos oír, señora —solicitó aquél—. Entera, y con todos los detalles.

—¡Ah! Los detalles… —murmuró aún la enferma, retirando las manos del rostro; y mientras cabeceaba lentamente—: Sí, los detalles… Uno por uno los recuerdo… Y aunque debiera vivir mil años…

Bruscamente llevose de nuevo las manos a los ojos y las mantuvo allí, oprimidas con fuerza, como si tras ese velo tratara de concentrar y echar de una vez por todas el alucinante tumulto de sus recuerdos.

Un instante después las manos caían, y con semblante extenuado, pero calmo, comenzó:

—Haré lo que usted desea, doctor. Hace un mes…

Suavemente el médico observó:

—Desde el principio, señora…

—Bien, doctor… Lo haré así… Usted ha sido muy bueno conmigo… Y si hace sólo quince días… ¡Sí, sí! Ya voy, doctor… Es lo que quería decir. Mil… Nuestra hijita tenía cuatro años y un mes justos cuando su padre se enfermó para no levantarse más. Nosotros no habíamos sido nunca muy felices. Mi marido era de constitución delicada y muy apocado para la lucha por la vida. No sé qué hubiera sido de nosotros de no hallarnos en posición desahogada. Siempre parecía extrañar algo, aun cuando nos sonreía. Y yo creo que no había conocido la felicidad hasta el momento de sentirse padre.

»¡Pero qué amor el suyo, doctor, por su hija! ¡Qué devoción religiosa contemplando a nuestra nena! ¡Y qué consuelo para mí al pensar que por fin hallaba él algo que lo ligara fuertemente a la vida!

»Sin duda a mí me había amado cuando él podía hacerlo; pero su eterna tristeza de alma sólo había podido disiparse entre las manecitas de su hija.

»Se postró por fin, como digo, para no levantarse más. Mi propio dolor de esposa debió desvanecerse ante el dolor inenarrable que expresaban los ojos de aquel padre que debía separarse para siempre de su hija.

»¡Para siempre, doctor! Su última mirada, fija en mí, delataba tan intensamente lo que pasaba por su corazón, que con mis labios le cerré los ojos, diciéndole:

»—¡Duerme en paz! Yo velaré por tu hija como tú mismo.

»Quedamos solas entonces, mi criatura y yo, ella vendiendo salud por las mejillas, yo, reponiéndome a su lado de mi largo quebranto.

»¡Criatura mía! Parecía haber sumado a las suyas las fuerzas de su pobre padre: de tal modo la alegría de su semblante iluminaba nuestra existencia. No era vana la promesa hecha a mi marido al morir. Como él, yo concentraba ahora en nuestra hija la inmensidad de mi afecto y de mi soledad.

»¡Oh!, velaba por ella, puédeseme creer, como si la continuidad de mi vida y la del mundo entero no tuvieran otro destino ni fin que la felicidad de mi hija. ¡Qué sueños de dicha no he hecho para ella, con mi criatura dormida en mis brazos, y sin decidirme a acostarla! ¡Cuán leve me parecía el sacrificio de mi cansancio, si con él podía infundir en su cuerpecito lo que me restaba de vida!

»Sí, extremo cansancio… Le he explicado a usted, doctor, cómo me sentía entonces. Me reponía por fuera, me hallaba menos delgada y con mejor semblante; pero en el fondo de mis esperanzas algo iba muriendo, extenuándose día tras día. Perdía, a poco de comenzar a tejerlos, el hilo de mis ensueños de dicha, y quedaba inerte, con la cabeza caída y mortalmente cansada, como si delante de mis ilusiones se tendiera una infinita y helada vaciedad. A veces, no sé de dónde, me parecía percibir, apenas sensible, por la distancia, una voz que pronunciaba el nombre de mi hija. ¡Me sentía tan, tan fatigada!

»No podía soñar más con el porvenir, sin que la tristeza de la nada, de la horrible esterilidad de mis fuerzas, me helara el corazón. ¿Por qué? No existía, no, ninguna razón para sufrir así. Allí estaba mi adorada nena, cada día más sana y alegre. Nada nos faltaba, ni podía faltarnos, dada nuestra posición. ¡No, nada! Y estrujando a nuestra hija en mis brazos, sabía bien que el porvenir era todo nuestro. Yo se lo había jurado a mi marido.

»El porvenir… Mas apenas comenzaba a forjar un sueño de felicidad para mi hija, el ensueño se helaba —¡oh, con qué horrible frío!—, como si el amor de su padre y el mío no fueran bastante para alimentarlo. Y caía abatida en profundo desaliento.

»Un mes entero duró este estado de angustia. Una noche, cuando comenzaba a pensar por millonésima vez en los entrañables cuidados de que rodearía siempre a mi nena, en ese momento oí nítidamente estas palabras:

»—
No tendrá necesidad
.

»¡Oh! ¡Es muy duro para una pobre madre que se desvela por la dicha de su hijita percibir una voz que le advierte que cuanto haga por conseguirlo será inútil! Esa lúgubre voz daba por fin razón a mis sueños truncos, y mi tristeza mortal. Dentro de mí misma, para que fuera más irrecusable, la voz hallaba eco y me advertía que mi hija no tendría necesidad…

»¡Porque moriría!

»¡Oh, Dios! ¡Morir, nuestra hijita, cuando su padre y su madre daban toda su vida por ella! ¡Oh, no, no! ¡Yo me rebelé, doctor! ¿Qué me importaba que una voz me anunciara su muerte, si yo me atrevía a defender a mi adorada hija contra todo y contra todos?

»Desde ese instante mi existencia no fue sino una pesadilla de terror, sin más motivos de existir que la defensa desesperada de la vida de mi nena. ¡Yo te vigilaré! —me gritaba a mí misma—. Y en el preciso instante, desde la tenebrosa profundidad de nuestro destino, la voz acentuaba su advertencia, diciéndome:

»—
Es inútil cuanto hagas
.

»Luego… Luego, mi hijita debía morir. ¡Dios mío! —clamaba yo rompiéndome en sollozos sobre el cuello de mi nena—. ¿Es posible que la voz que alcanza hasta el corazón de una madre para anunciarle la muerte de su hija, le niegue las fuerzas para evitarla?

»—
Es inútil cuanto hagas
.

»¡Oh, no se ha inventado tormento mayor que el que yo sufría! ¡Morir! Pero ¿de qué? ¿De enfermedad? ¿De un accidente?

»¡De accidente!

»Tuve la seguridad de ello antes de oír las palabras:

»—
Morirá por accidente
.

»¡Oh! Abrevio, doctor… Salíamos antes todas las tardes. Dejamos de salir. Me cercioré diez veces seguidas de la solidez de los muebles. Golpeé horas enteras las paredes. Hice sacar de casa todo lo que no ofrecía completa seguridad. En las piezas desmanteladas iba y venía de un lado para otro, con el corazón ahogado en presagios. Revisaba una y cien veces lo que había examinado ya.

»Me sentía totalmente vacía de todo. Dentro de mí no había más que espanto y terror, a los que obedecían como autómatas mis impulsos. Tenía a mi nena constantemente a mi lado, bajo la triple salvaguardia de mi corazón, de mis ojos y de mis manos.

»Minuto por minuto, sin embargo, se acercaba inexorablemente el instante de…

»¡De qué, Dios mío! —clamaba yo en mi angustia—. ¿De qué accidente debo precaverla, salvarla a pesar de todo?

»Mientras ahogaba así a mi nena entre mis brazos, tuve súbitamente la horrible revelación:
Morirá por el fuego
. E inmediatamente, de la casa entera, de mi aliento, de mis mismas ropas surgió la terrible seguridad de que la vida de mi hija estaba contada: no por meses o días, sino por breves horas…

»Como una loca corrí a la cocina, apagué el fuego y eché baldes de agua sobre las cenizas. Ordené que no se encendiera por nada fuego. Requisé todas las cajas de fósforos que había en la casa y las arrojé en el cuarto de baño. Como loca todavía corrí de una pieza a la otra revisando febrilmente todos los cajones de todos los muebles de la casa. Cerré todas las puertas y ventanas, corrí otra vez a la cocina para ver si no se me había desobedecido, y nos refugiamos con mi hija en el escritorio de mi marido, que por ventura nunca había fumado.

»Fuego… ¡Oh, no! ¡Allí estábamos seguras!

»Pero en vez de serenarme, mi angustia se tornaba lancinante a cada nuevo segundo. ¿Y si no había revisado bien? ¿Si la cocinera había reservado una caja de fósforos? ¿Y si llegaba un proveedor a la cocina y encendía el cigarro…?

»¡Ah! ¡Allí estaba el peligro! ¡Era eso! Y arrojando con un grito a mi nena de las faldas, me precipité a las piezas de servicio… Y la cocinera apenas tuvo tiempo de responder con su alarido al mío: una detonación había hecho retemblar la casa…

La pobre madre calló. Por un largo instante, tal vez el preciso para que se apagara de su alma el último fragor del estampido, permaneció con las manos en los ojos. Por fin:

—Sí… Lo demás ya lo sabe usted, doctor… Yo también lo supe antes de ver a mi hija en el suelo muerta… Sí… Durante mi breve ausencia había abierto los cajones del escritorio, y había tomado para jugar un revólver que yacía en el fondo, bien en el fondo de uno de ellos… El arma se le había caído de las manos… ¡Doctor! —exclamó bruscamente con voz entera, descubriendo su semblante desesperado—. Yo perdí a mi hija, usted lo sabe, como me lo habían predicho… Con una frialdad y una crueldad de que sólo Dios es testigo, se me advirtió que mi nena no tendría necesidad de mi cariño… Se me dijo que era inútil cuanto hiciera para evitar su muerte… Y se me aseguró por fin que moriría de accidente de fuego. ¡De fuego, señor! ¿Por qué no se me dijo claramente que debía morir por una bala o un tiro de revólver, que yo habría podido evitar? ¿Por qué se jugó al equívoco con el corazón de una madre y la vida de una inocente criatura? ¿Por qué se me dejó enloquecer tras los fósforos, sin advertirme que el peligro no estaba allí? ¿Cómo consintió Dios en que se hiciera con mi dolor un simple juego de palabras, para arrancarme así más horriblemente a mi hija? ¿Por qué…?

Y su voz se ahogó, como cortada por la violencia con que sus manos habían subido a crisparse sobre el rostro.

Un largo, muy largo silencio sobrevino entonces. Uno de los visitantes lo rompió por fin:

—Usted nos ha dicho, señora, haber oído la voz que le iba augurando su terrible desgracia.

Un hondo estremecimiento recorrió a la enferma; pero ésta no respondió.

—Usted ha manifestado también —prosiguió el visitante— haber percibido en varias ocasiones una voz sumamente lejana. ¿Eran una misma voz la que le advertía en vano del peligro y la que llamaba a su hija?

La enferma asintió con la cabeza.

—¿Reconoció usted esa voz?

Y esta vez, volcándose por fin en un interminable sollozo sobre la almohada, la pobre madre respondió desde el fondo de su horror:

—Sí. Era la de su padre…

El hijo

Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.

Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.

—Ten cuidado, chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.

—Sí, papá —responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.

—Vuelve a la hora de almorzar —observa aún el padre.

—Sí, papá —repite el chico.

Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.

Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.

Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil.

No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.

Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.

Para cazar en el monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores.

Solo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.

Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora; y el padre sonríe.

No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.

Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!

El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.

De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.

Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.

Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del porvenir.

En ese instante, no muy lejos suena un estampido.

—La Saint-Étienne… —piensa el padre al reconocer la detonación—. Dos palomas de menos en el monte…

Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.

El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adondequiera que se mire —piedras, tierra, árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.

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