Read Más allá y otros cuentos Online

Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Más allá y otros cuentos (2 page)

BOOK: Más allá y otros cuentos
7.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Yo vivía —sobrevivía—, lo he repetido, por el amor y para el amor. Fuera de él, de mi amado, de su presencia de su recuerdo, todo actuaba para mí en un mundo aparte. Y aun encontrándome inmediata a mi familia, entre ella y yo se abría un abismo invisible y transparente, que nos separaba a mil leguas.

Salíamos también de noche. Luis y yo, como novios oficiales que éramos. No existe paseo que no hayamos recorrido juntos, ni crepúsculo en que no hayamos deslizado nuestro idilio. De noche, cuando había luna y la temperatura era dulce, gustábamos de extender nuestros paseos hasta las afueras de la ciudad, donde nos sentíamos más libres, más puros y más amantes.

Una de esas noches, como nuestros pasos nos hubieran llevado a la vista del cementerio, sentimos curiosidad de ver el sitio en que yacía bajo tierra lo que habíamos sido. Entramos en el vasto recinto y nos detuvimos ante un trozo de tierra sombría, donde brillaba una lápida de mármol. Ostentaba nuestros dos solos nombres, y debajo la fecha de nuestra muerte; nada más.

—Como recuerdo de nosotros —observó Luis— no puede ser más breve. Así y todo —añadió después de una pausa—, encierra más lágrimas y remordimientos que muchos largos epitafios.

Dijo, y quedamos otra vez callados.

Acaso en aquel sitio y a aquella hora, para quien nos observara hubiéramos dado la impresión de ser fuegos fatuos. Pero mi novio y yo sabíamos bien que lo fatuo y sin redención eran aquellos dos espectros de un doble suicidio encerrados a nuestros pies, y la realidad, la vida depurada de errores, elévase pura y sublimada en nosotros como dos llamas de un mismo amor.

Nos alejamos de allí, dichosos y sin recuerdos, a pasear por la carretera blanca nuestra felicidad sin nubes.

Ellas llegaron, sin embargo. Aislados del mundo y de toda impresión extraña, sin otro fin y otro pensamiento que vernos para volvernos a ver, nuestro amor ascendía, no diré sobrenaturalmente, pero sí con la pasión en que debió abrasarnos nuestro noviazgo, de haberlo conseguido en la otra vida. Comenzamos a sentir ambos una melancolía muy dulce cuando estábamos juntos, y muy triste cuando nos hallábamos separados. He olvidado decir que mi novio me visitaba entonces todas las noches; pero pasábamos casi todo el tiempo sin hablar, como si ya nuestras frases de cariño no tuvieran valor alguno para expresar lo que sentíamos. Cada vez se retiraba él más tarde, cuando ya en casa todos dormían, y cada vez, al irse, acortábamos más la despedida.

Salíamos y retornábamos mudos, porque yo sabía bien que lo que él pudiera decirme no respondía a su pensamiento, y él estaba seguro de que yo le contestaría cualquier cosa, para evitar mirarlo.

Una noche en que nuestro desasosiego había llegado a un límite angustioso, Luis se despidió de mí más tarde que de costumbre. Y al tenderme sus dos manos, y entregarle yo las mías heladas, leí en sus ojos, con una transparencia intolerable, lo que pasaba por nosotros. Me puse pálida como la muerte misma; y como sus manos no soltaran las mías:

—¡Luis! —murmuré espantada, sintiendo que mi vida incorpórea buscaba desesperadamente apoyo, como en otra circunstancia. Él comprendió lo horrible de nuestra situación, porque soltándome las manos, con un valor de que ahora me doy cuenta, sus ojos recobraron la clara ternura de otras veces.

—Hasta mañana, amada mía —me dijo sonriendo.

—Hasta mañana, amor —murmuré yo, palideciendo todavía más al decir esto.

Porque en ese instante acababa de comprender que no podría pronunciar esta palabra nunca más.

Luis volvió a la noche siguiente; salimos juntos, hablamos, hablamos como nunca antes lo habíamos hecho, y como lo hicimos en las noches subsiguientes. Todo en vano: no podíamos mirarnos ya. Nos despedíamos brevemente, sin darnos la mano, alejados a un metro uno del otro.

¡Ah! Preferible era…

La última noche, mi novio cayó de pronto ante mí y apoyó su cabeza en mis rodillas.

—Mi amor —murmuró.

—¡Cállate! —dije yo.

—Amor mío —recomenzó él.

—¡Luis! ¡Cállate! —lancé yo aterrada—. Si repites eso otra vez…

Su cabeza se alzó, y nuestros ojos de espectros —¡es horrible decir esto!— se encontraron por primera vez desde muchos días atrás.

—¿Qué? —preguntó Luis—. ¿Qué pasa si repito?

—Tú lo sabes bien —respondí yo.

—¡Dímelo!

—¡Lo sabes! ¡Me muero!

Durante quince segundos nuestras miradas quedaron ligadas con tremenda fijeza. En ese tiempo, pasaron por ellas, corriendo como por el hilo del destino, infinitas historias de amor, truncas, reanudadas, rotas, redivivas, vencidas y hundidas finalmente en el pavor de lo imposible.

—Me muero… —torné a murmurar, respondiendo con ello a su mirada. Él lo comprendió también, pues hundiendo de nuevo la frente en mis rodillas, alzó la voz al largo rato.

—No nos queda sino una cosa que hacer… —dijo.

—Eso pienso —repuse yo.

—¿Me comprendes? —insistió Luis.

—Sí, te comprendo —contesté, deponiendo sobre su cabeza mis manos para que me dejara incorporarme. Y sin volvernos a mirar nos encaminamos al cementerio.

¡Ah! ¡No se juega al amor, a los novios, cuando se quemó en un suicidio la boca que podía besar! ¡No se juega a la vida, a la pasión sollozante, cuando desde el fondo de un ataúd dos espectros sustanciales nos piden cuenta de nuestro remedo y nuestra falsedad! ¡Amor! ¡Palabra ya impronunciable, si se la trocó por una copa de cianuro al goce de morir! ¡Sustancia del ideal, sensación de la dicha, y que solamente es posible recordar y llorar, cuando lo que se posee bajo los labios y se estrecha en los brazos no es más que el espectro de un amor!

Ese beso nos cuesta la vida —concluye la voz—, y lo sabemos. Cuando se ha muerto una vez de amor, se debe morir de nuevo. Hace un rato, al recogerme Luis a sí, hubiera dado el alma por poder ser besada. Dentro de un instante me besará, y lo que en nosotros fue sublime e insostenible niebla de ficción, descenderá, se desvanecerá al contacto sustancial y siempre fiel de nuestros restos mortales.

Ignoro lo que nos espera más allá. Pero si nuestro amor fue un día capaz de elevarse sobre nuestros cuerpos envenenados, y logró vivir tres meses en la alucinación de un idilio, tal vez ellos, urna primitiva y esencial de ese amor, hayan resistido a las contingencias vulgares, y nos aguarden.

De pie sobre la lápida, Luis y yo nos miramos larga y libremente ya. Sus brazos ciñen mi cintura, su boca busca mi boca, y yo le entrego la mía con una pasión tal, que me desvanezco…

El vampiro

Son estas líneas las últimas que escribo. Hace un instante acabo de sorprender en los médicos miradas significativas sobre mi estado: la extrema depresión nerviosa en que yazgo llega conmigo a su fin.

He padecido hace un mes de un fuerte shock seguido de fiebre cerebral. Mal repuesto aún, sufro una recaída que me conduce directamente a este sanatorio.

Tumba viva
han llamado los enfermos nerviosos de la guerra a estos establecimientos aislados en medio del campo, donde se yace inmóvil en la penumbra, y preservado por todos los medios posibles del menor ruido. Sonara bruscamente un tiro en el corredor exterior, y la mitad de los enfermos moriría. La explosión incesante de las granadas ha convertido a estos soldados en lo que son. Yacen extendidos a lo largo de sus camas, atontados, inertes, muertos de verdad en el silencio que amortaja como denso algodón su sistema nervioso deshecho. Pero el menor ruido brusco, el cierre de una puerta, el rodar de una cucharita, les arranca un horrible alarido.

Tal es su sistema nervioso. En otra época esos hombres fueron briosos e inflamados asaltantes de la guerra. Hoy, la brusca caída de un plato los mataría a todos.

Aunque yo no he estado en la guerra, no podría resistir tampoco un ruido inesperado. La sola apertura a la luz de un postigo me arrancaría un grito.

Pero esta represión de torturas no calma mis males.

En la penumbra sepulcral y el silencio sin límites de la vasta sala, yazgo inmóvil, con los ojos cerrados, muerto. Pero dentro de mí, todo mi ser está al acecho. Mi ser todo, mi colapso y mi agonía son un ansia blanca y extenuada hasta la muerte, que debe sobrevenir en breve.

Instante tras instante, espero oír más allá del silencio, desmenuzado y puntillado en vertiginosa lejanía, un crepitar remoto. En la tiniebla de mis ojos espero a cada momento ver, blanco, concentrado y diminuto, el fantasma de una mujer.

En un pasado reciente e inmemorial, ese fantasma paseó por el comedor, se detuvo, reemprendió su camino, sin saber qué destino era el suyo. Después…

Yo era un hombre robusto, de buen humor y nervios sanos. Recibí un día una carta de un desconocido en que se me solicitaba datos sobre ciertos comentarios hechos una vez por mí alrededor de los rayos N
1
.

Aunque no es raro recibir demandas por el estilo, llamó mi atención el interés demostrado hacia un ligero artículo de divulgación, de parte de un individuo a todas luces culto, como en sus breves líneas lo dejaba traslucir el incógnito solicitante.

Yo recordaba apenas los comentarios en cuestión. Contesté a aquél, sin embargo, dándole, con el nombre del periódico en que habían aparecido, la fecha aproximada de su publicación. Hecho lo cual me olvidé del todo del incidente.

Un mes más tarde, tornaba a recibir otra carta de la misma persona. Me preguntaba si la experiencia de que yo hacía mención en mi artículo (evidentemente lo había ya leído) era sólo una fantasía de mi mente, o había sido realizada de verdad.

Me intrigó un poco la persistencia de mi desconocido en solicitar de mí, vago diletante de las ciencias, lo que podía obtener con sacra autoridad en los profundos estudios sobre la materia; pues era evidente que en alguna fuente me había informado yo cuando comenté la extraña acción de los rayos N
1
. Y a pesar de esto, que no podía ser ignorado por mi culto corresponsal, se empeñaba él en comprobar, por boca mía, la veracidad y la precisión de ciertos fenómenos de óptica que cualquier hombre de ciencia podía confirmarle.

Yo apenas recordaba, como he dicho, lo que había escrito sobre los rayos en cuestión. Haciendo un esfuerzo hallé en el fondo de mi memoria la experiencia a que aludía el solicitante, y le contesté que, si se refería al fenómeno por el cual los ladrillos asoleados pierden la facultad de emitir rayos N
1
cuando se los duerme con cloroformo, podía garantirle que era exacto. Gustavo Le Bon, entre otros, había verificado el fenómeno.

Contesté, pues, a este tenor, y torné a olvidarme de los rayos N
1
.

Breve olvido. Una tercera carta llegó, con los agradecimientos de fórmula sobre mi informe, y las líneas finales que transcribo tal cual.

«No era ésa la experiencia sobre la cual deseaba conocer su impresión personal. Pero como comprendo que una correspondencia proseguida así llegaría a fastidiar a usted, le ruego quiera concederme unos instantes de conversación, en su casa o donde usted tuviera a bien otorgármelos».

Tales eran las líneas. Desde luego, yo había desechado ya la idea inicial de tratar con un loco.

Ya entonces, creo, sospeché qué esperaba de mí, por qué solicitaba mi impresión, y a dónde quería ir mi incógnito corresponsal. No eran mis pobres conocimientos científicos lo que le interesaba.

Y esto lo vi por fin, tan claro como ve un hombre en el espejo su propia imagen, observándole atentamente, cuando al día siguiente don Guillen de Orzúa y Rosales —así decía llamarse— se sentó a mi frente en el escritorio, y comenzó a hablar.

Ante todo hablaré de su físico. Era un hombre en la segunda juventud, cuyo continente, figura y mesura de palabras denunciaban a las claras al hombre de fortuna larga e inteligentemente disfrutada. El hábito de las riquezas —de
vieux-riche
— era evidentemente lo que primero se advertía en él.

Llamaba la atención el tono cálido de su piel alrededor de los ojos, como el de las personas dedicadas al estudio de los rayos catódicos. Peinaba su cabello negrísimo con exacta raya al costado, y su mirada tranquila y casi fría expresaba la misma seguridad de sí y la misma mesura de su calmo continente.

A las primeras palabras cambiadas:

—¿Es usted español? —le pregunté, extrañado de la falta de acento peninsular, y aun hispanoamericano, en un hombre de tal apellido.

—No —me respondió brevemente; y tras una corta pausa me expuso el motivo de su visita—: Sin ser un hombre de ciencia —dijo, cruzando las manos encima de la mesa—, he hecho algunas experiencias sobre los fenómenos a que he aludido en mi correspondencia. Mi fortuna me permite el lujo de un laboratorio muy superior, desgraciadamente, a mi capacidad para utilizarlo. No he descubierto fenómeno nuevo alguno ni mis pretensiones pasan de las de un simple ocioso, aficionado al misterio. Conozco algo la singular fisiología —llamémosla así— de los rayos N
1
, y no hubiera vuelto a insistir en ellos, me parece, si el anuncio de su artículo hecho por un amigo, primero, y el artículo mismo, después, no hubieran vuelto a despertar mi mal dormida curiosidad por los rayos N
1
. Al final de sus comentarios impresos, sugiere usted el paralelismo entre ciertas ondas auditivas y emanaciones visuales. Del mismo modo que se imprime la voz en el circuito de la radio, se puede imprimir el efluvio de un semblante en otro circuito de orden visual. Si me he hecho entender bien —pues no se trata de energía eléctrica alguna—, ruego a usted quiera responder a esta pregunta: ¿Conocía usted alguna experiencia a este respecto cuando escribió sus comentarios, o la sugestión de esas corporizaciones fue sólo en usted una especulación imaginativa? Es éste el motivo y ésta la curiosidad, señor Grant, que me han llevado a escribirle dos veces, y me han traído luego a su casa, tal vez a incomodarle a usted.

Dicho lo cual, y con las manos siempre cruzadas, esperó.

Yo respondí inmediatamente. Pero con la misma rapidez que se analiza y desmenuza un largo recuerdo antes de contestar, me acordé de la sugestión a que había aludido el visitante: si la retina impresionada por la ardiente contemplación de un retrato puede influir sobre una placa sensible al punto de obtener un «doble» de ese retrato, del mismo modo las fuerzas vivas del alma pueden, bajo la excitación de tales rayos emocionales, no producir, sino «crear» una imagen en un circuito visual y tangible…

BOOK: Más allá y otros cuentos
7.43Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Searching for Sky by Jillian Cantor
Castle Cay by Lee Hanson
Cheryl Holt by Too Hot to Handle
Dragons vs. Drones by Wesley King
The House of Scorta by Laurent Gaudé
Just in Time by Rosalind James
The Year of Finding Memory by Judy Fong Bates
Shoot Him On Sight by William Colt MacDonald
Exposed by Sierra Riley