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Authors: Horacio Quiroga

Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico, Terror

Más allá y otros cuentos (4 page)

BOOK: Más allá y otros cuentos
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»Debo confesarle —prosiguió Rosales con voz un poco lenta— que al principio tuve algunas dificultades. Por un desvío de la imaginación, posiblemente, corporicé algo sin nombre… De esas cosas que deben quedar para siempre del otro lado de la tumba. Vino a mí, y no me abandonó por tres días. Lo único que eso no podía hacer era trepar a la cama… Cuando hace una semana llegó usted a casa, hacía ya dos horas que no lo veía, y por eso di orden de que lo hicieran pasar a usted. Pero al sonar sus pasos lo vi crispado al borde de la cama, tratando de subir… No, no es cosa que conozcamos en este mundo… Era un desvarío de la imaginación. No volverá más. Al día siguiente jugué mi vida al arrancar de la película a nuestra invitada de esta noche… Y la salvé. Si se decide usted un día a corporizar la vida equívoca de la pantalla, tenga cuidado, señor Grant… Más allá y detrás de este instante mismo, está la Muerte… Suelte su imaginación, azúcela hasta el fondo… Pero manténgala a toda costa en la misma dirección bien atraillada, sin permitirle que se desvíe… Ésta es tarea de la voluntad. El ignorarlo ha costado muchas existencias… ¿Me permite usted un vulgar símil? En un arma de caza, la imaginación es el proyectil, y la voluntad es la mira. ¡Apunte bien, señor Grant! Y ahora, vamos a ver a nuestra amiga, que debe estar ya repuesta de su fatiga. Permítame usted que lo guíe.

El espeso cortinado que había traspuesto la dama se abría a un salón de reposo, vasto en la proporción misma del comedor. En el fondo de este salón se elevaba un estrado dispuesto como alcoba, al que se ascendía por tres gradas. En el centro de la alcoba se alzaba un diván, casi un lecho por su amplitud, y casi un túmulo por la altura. Sobre el diván, bajo la luz de numerosos plafonniers dispuestos en losange, descansaba el espectro de una bellísima mujer.

Aunque nuestros pasos no sonaban en la alfombra, al ascender las gradas ella nos sintió. Y volviendo a nosotros la cabeza, con una sonrisa llena aún de molicie:

—Me he dormido —dijo—. Perdóneme, señor Grant, y lo mismo usted, señor Rosales. Es tan dulce esta calma.

—¡No se incorpore usted, señora, se lo ruego! —exclamó el dueño de casa, al notar su decisión—. El señor Grant y yo acercaremos dos sillones, y podremos hablar con toda tranquilidad.

—¡Oh, gracias! —murmuró ella—. ¡Estoy tan cómoda así!

Cuando hubimos hecho lo indicado por el dueño de casa:

—Ahora, señora —prosiguió éste—, puede pasar el tiempo impunemente. Nada nos urge, ni nada inquieta nuestras horas. ¿No lo cree usted así, señor Grant?

—Ciertamente —asentí yo, con la misma inconsciencia ante el tiempo y el mismo estupor con que se me podía haber anunciado que yo había muerto hacía catorce años.

—Yo me hallo muy bien así —replicó el espectro, con ambas manos colocadas bajo la sien.

Y debimos conversar, supongo, sobre temas gratos y animados, porque cuando me retiré y la puerta se cerró tras de mí, hacía ya largas horas que el sol encendía las calles.

Llegué a casa y me bañé enseguida para salir; pero al sentarme en la cama caí desplomado de sueño, y dormí doce horas continuas. Torné a bañarme y salí esta vez. Mis últimos recuerdos flotaban, se cernían ambulantes, sin memoria de lugar ni de tiempo. Yo hubiera podido fijarlos, encararme con cada uno de ellos; pero lo único que deseaba era comer en un alegre, ruidoso, y chocante restaurante, pues a más de un gran apetito, sentía pavor de la mesura, del silencio y del análisis.

Yo me encaminaba a un restaurante. Y la puerta a que llamé fue la del comedor de la casa de Rosales, donde me senté ante mi cubierto puesto.

Durante un mes continuo he acudido fielmente a cenar allá, sin que mi voluntad haya intervenido para nada en ello. En las horas diurnas estoy seguro de que un individuo llamado Guillermo Grant ha proseguido activamente el curso habitual de su vida, con sus quehaceres y contratiempos de siempre. Desde las 21, y noche a noche, me he hallado en el palacete de Rosales, en el comedor sin servicio, primero, y en el salón de reposo, después.

Como el soñador de Armageddon, mi vida a los rayos del sol ha sido una alucinación, y yo he sido un fantasma creado para desempeñar ese papel. Mi existencia real se ha deslizado, ha estado contenida como en una cripta, bajo la alcoba amorosa y el dosel de plafonniers lívidos, donde en compañía de otro hombre hemos rendido culto a los dibujos en losange del muro, que ostentaban por todo corazón el espectro de una mujer.

Por todo noble corazón…

—No sería del todo sincero con usted —rompió Rosales una noche en que nuestra amiga, cruzada de piernas y un codo en la rodilla, pensaba abstraída—. No sería sincero si me mostrara con usted ampliamente satisfecho de mi obra. He corrido graves riesgos para unir a mi destino esta pura y fiel compañera; y daría lo que me resta de años por proporcionarle un solo instante de vida… Señor Grant: he cometido un crimen sin excusa. ¿Lo cree usted así?

—Lo creo —respondí—. Todos sus dolores no alcanzarían a redimir un solo errante gemido de esa joven.

—Lo sé perfectamente… Y no tengo derecho a sostener lo que hice…

—Deshágalo.

Rosales sacudió la cabeza:

—No, nada remediaría…

Hizo una pausa. Luego, alzando la mirada y con la misma expresión tranquila y el tono reposado de voz que parecía alejarlo a mil leguas del tema.

—No quiero reticencias con usted —dijo—. Nuestra amiga jamás saldrá de la niebla doliente en que se arrastra… de no mediar un milagro. Sólo un golpecito del destino puede concederle la vida a que toda creación tiene derecho, si no es un monstruo.

—¿Qué golpecito? —pregunté.

—Su muerte, allá en Hollywood.

Rosales concluyó su taza de café y yo azucaré la mía. Pasaron sesenta segundos. Yo rompí el silencio:

—Tampoco eso remediaría nada… —murmuré.

—¿Cree usted? —dijo Rosales.

—Estoy seguro… No podría decirle por qué, pero siento que es así. Además, usted no es capaz de hacer eso…

—Soy capaz, señor Grant. Para mí, para usted, esta creación espectral es superior a cualquier engendro vivo por la sola fuerza rutinaria del subsistir. Nuestra compañera es obra de una conciencia, ¿oye usted, señor Grant? Responde a una finalidad casi divina, y si la frustro, ella será mi condenación ante las tumultuosas divinidades donde no cabe ningún dios pagano. ¿Vendrá usted de vez en cuando durante mi ausencia? El servicio de mesa se pone al caer la noche, ya lo sabe usted, y desde ese momento todos abandonan la casa, salvo el portero. ¿Vendrá usted?

—Vendré —repuse.

—Es más de lo que podría esperar —concluyó Rosales inclinándose.

Fui. Si alguna noche estuve allí a la hora de cenar, las más de las veces llegaba tarde, pero siempre a la misma hora, con la puntualidad de un hombre que va de visita a casa de su novia.

La joven y yo, en la mesa, solíamos hablar animadamente, sobre temas variados; pero en el salón apenas cambiábamos una que otra palabra y callábamos enseguida, ganados por el estupor que fluía de las cornisas luminosas, que hallando las puertas abiertas o filtrándose por los ojos de llave, impregnaba el palacete de un moroso mutismo.

Con el transcurso de las noches, nuestras breves frases llegaron a concretarse en observaciones monótonas y siempre sobre el mismo tema, que hacíamos de improviso:

—Ya debe estar en Guayaquil —decía yo con voz distraída.

O bien ella, muchas noches después:

—Ha salido ya de San Diego —decía al romper el alba.

Una noche, mientras yo con el cigarro pendiente de la mano hacía esfuerzos para arrancar mi mirada del vacío, y ella vagaba muda con la mejilla en la mano, se detuvo de pronto y dijo:

—Está en Santa Mónica…

Vagó un instante aún, y siempre con la cara apoyada en la mano subió las gradas y se tendió en el diván. Yo la sentí sin mover los ojos, pues los muros del salón cedían llevándose adherida mi vista, huían con extrema velocidad en líneas que convergían sin juntarse nunca.

Una interminable avenida de cicas surgió en la remota perspectiva.

—¿Santa Mónica? —pensé atónito.

Qué tiempo pasó luego, no puedo recordarlo. Súbitamente ella alzó su voz desde el diván:

—Está en casa —dijo.

Con el último esfuerzo de volición que quedaba en mí arranqué mi mirada de la avenida de cicas. Bajo los plafonniers en rombo incrustados en el cielo-raso de la alcoba, la joven yacía inmóvil, como una muerta. Frente a mí, en la remota perspectiva transoceánica, la avenida de cicas se destacaba diminuta con una dureza de líneas que hacía daño.

Cerré los ojos y vi entonces, en una visión brusca como una llamarada, un hombre que levantaba un puñal sobre una mujer dormida.

—¡Rosales! —murmuré aterrado; con un nuevo fulgor de centella el puñal asesino se hundió.

No sé más. Alcancé a oír un horrible grito —posiblemente mío—, y perdí el sentido.

Cuando volví en mí me hallé en mi casa, en el lecho. Había pasado tres días sin conocimiento, presa de una fiebre cerebral que persistió más de un mes. Fui poco a poco recobrando las fuerzas. Se me había dicho que un hombre me había llevado a casa a altas horas de la noche, desmayado.

Yo nada recordaba, ni deseaba recordar. Sentía una laxitud extrema para pensar en lo que fuere. Se me permitió más tarde dar breves paseos por casa, que yo recorría con mirada atónita. Fui al fin autorizado a salir a la calle, donde di algunos pasos sin conciencia de lo que hacía, sin recuerdos, sin objeto… Y cuando en un salón silencioso vi venir hacia mí a un hombre cuyo rostro me era conocido, la memoria y la conciencia perdida calentaron bruscamente mi sangre.

—Por fin le veo a usted, señor Grant —me dijo Rosales, estrechándome efusivamente la mano—. He seguido con gran preocupación el curso de su enfermedad desde mi regreso y ni un momento dudé de que triunfaría usted.

Rosales había adelgazado. Hablaba en voz baja, como si temiera ser oído. Por encima de su hombro vi la alcoba iluminada y el diván bien conocido, rodeado, como un féretro, de altos cojines.

—¿Está ella allí? —pregunté.

Rosales siguió mi mirada y volvió luego a mí sus ojos con sosiego.

—Sí —me respondió. Y tras una breve pausa—: Venga usted —me dijo.

Subimos las gradas y me incliné sobre los cojines. Sólo había allí un esqueleto.

Sentí la mano de Rosales estrechándome firmemente el brazo. Y con su misma voz queda:

—¡Es ella, señor Grant! No siento sobre la conciencia peso alguno, ni creo haber cometido error. Cuando volví de mi viaje, no estaba más ella… Señor Grant. ¿Recuerda usted haberla visto en el instante mismo de perder usted el sentido?

—No recuerdo… —murmuré.

—Es lo que pensé… Al hacer lo que hice la noche de su desmayo, ella desapareció de aquí… Al regresar yo, torturé mi imaginación para recogerla de nuevo del más allá… ¡Y he aquí lo que he obtenido! Mientras ella perteneció a este mundo, pude corporizar su vida espectral en una dulce criatura. Arranqué la vida a la otra para animar su fantasma y ella, por toda substanciación, pone en mis manos su esqueleto…

Rosales se detuvo. De nuevo había yo sorprendido su expresión ausente mientras hablaba.

—Rosales… —comencé.

—¡Pst! —me interrumpió, bajando aún más el tono—. Le ruego no levante la voz… Ella está allí.

—¿Ella…?

—Allí, en el comedor… ¡Oh, no la he visto…! Pero desde que regresé vaga de un lado para otro… Y siento el roce de su vestido. Preste usted atención un momento… ¿Oye usted?

En el mudo palacete, a través de la atmósfera y las luces inmóviles, nada oí. Pasamos un rato en el más completo silencio.

—Es ella —murmuró Rosales satisfecho—. Oiga usted ahora: esquiva las sillas mientras camina…

Por el espacio de un mes entero, todas las noches Rosales y yo hemos velado el espectro en huesos y blanca cal de la que fue un día nuestra invitada señorial. Tras el espeso cortinado que se abre al comedor, las luces están encendidas. Sabemos que ella vaga por allí, atónita e invisible, dolorosa e incierta. Cuando en las altas horas Rosales y yo vamos a tomar café, acaso ella está ya ocupando su asiento desde horas atrás, fija en nosotros su mirada invisible.

Las noches se suceden unas a otras, todas iguales. Bajo la atmósfera de estupor en que se halla el recinto, el tiempo mismo parece haberse suspendido como ante una eternidad.

Siempre ha habido y habrá allí un esqueleto bajo los plafonniers, dos amigos en smoking en el salón, y una alucinación confinada entre las sillas del comedor.

Una noche hallé el ambiente cambiado. La excitación de mi amigo era visible.

—He hallado por fin lo que buscaba, señor Grant —me dijo—. Ya observé a usted una vez que estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Lo recuerda usted? Pues bien: sé ahora que lo he cometido. Usted alabó mi imaginación, no más aguda que la suya, y mi voluntad, que le es en cambio muy superior. Con esas dos fuerzas creé una criatura visible, que hemos perdido, y un espectro de huesos, que persistirá hasta que… ¿Sabe usted, señor Grant, qué ha faltado a mi obra?

—Una finalidad —murmuré—, que usted creyó divina…

—Usted lo ha dicho. Yo partí del entusiasmo de una sala a oscuras por una alucinación en movimiento. Yo vi algo más que un engaño en el hondo latido de pasión que agita a los hombres ante una amplia y helada fotografía. El varón no se equivoca hasta ese punto, advertí a usted. Debe de haber allí más vida que la que simulan un haz de luces y una cortina metalizada. Que la había, ya lo ha visto usted. Pero yo creé estérilmente, y éste es el error que cometí. Lo que hubiera hecho la felicidad del más pesado espectador, no ha hallado bastante calor en mis manos frías, y se ha desvanecido… El amor no hace falta en la vida; pero es indispensable para golpear ante las puertas de la muerte. Si por amor yo hubiera matado, mi criatura palpitaría hoy de vida en el diván. Maté para crear, sin amor; y obtuve la vida en su raíz brutal: un esqueleto. Señor Grant: ¿Quiere usted abandonarme por tres días y volver el próximo martes a cenar con nosotros?

—¿Con ella…?

—Sí; usted, ella y yo… No dude usted… El próximo martes.

Al abrir yo mismo la puerta, volví a verla, en efecto, vestida con su magnificencia habitual, y confieso que me fue muy grato el advertir que ella también confiaba en verme. Me tendió la mano, con la abierta sonrisa con que se vuelve a ver a un fiel amigo al regresar de un largo viaje.

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