Más grandes que el amor (18 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Más grandes que el amor
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La primera parte del cuestionario tenía como objetivo el situar al interesado sobre un plano económico y social. ¿Era blanco, negro, hispano, indio americano, nativo de Alaska, indígena de una isla del Pacífico o de cualquier otro origen? ¿Ganaba, antes de los impuestos, menos de diez mil o más de treinta mil dólares al año? ¿Era soltero o estaba casado? ¿Se había casado una o varias veces? ¿Cuántos años había ido a la escuela, al instituto, a la universidad? ¿Qué empleos había tenido en los diez últimos años? Durante sus ocupaciones profesionales o durante sus ocios, ¿había estado expuesto a productos químicos industriales, agrícolas, radiactivos o defoliantes? ¿Dónde había residido durante los diez últimos años? ¿Por qué países había viajado? ¿Había tenido animales domésticos? ¿Cuáles? ¿En qué período? ¿Habían padecido estos animales enfermedades inhabituales? ¿Habían muerto de ellas? ¿Tenía el entrevistado la costumbre de consumir bebidas alcohólicas? ¿Ocasionalmente o habitualmente? ¿Cerveza, vino, cócteles? ¿Qué cantidad por día, desde hacía cuántos años? ¿Fumaba? ¿Cuántos cigarrillos por día, desde hacía cuántos años? ¿Tenía antecedentes cancerosos en su familia? ¿En sus abuelos, padres, hermanos, hermanas? ¿Qué tipo de cáncer? ¿Cuándo? En el mismo orden de preocupaciones, ¿había cohabitado durante los tres años precedentes con una persona, hombre o mujer, compañero sexual o no, que hubiese padecido un cáncer, o que hubiese sido hospitalizado por una infección, o por haber sufrido una pérdida de peso inexplicable, asociado o no con fiebre?

El interrogatorio se complicaba con la reconstrucción minuciosa de los accidentes médicos del entrevistado, anteriores al comienzo propiamente dicho de su enfermedad actual. ¿Había tenido el paciente una sífilis, una blenorragia, una uretritis no venérea, un herpes o unas verrugas genitales? ¿Cuántas veces? ¿A qué fecha se remontaba la última infección? ¿Cuál era el emplazamiento de esas lesiones? ¿En la verga, en la salida o en el interior del recto? El cuestionario insistía también sobre todas las patologías antiguas de origen intestinal —salmonelas, amibiasis, hepatitis, etc.—, sobre las erupciones cutáneas, las inflamaciones ganglionares, las neumonías que exigieran una hospitalización y los tumores infecciosos. La naturaleza de los medicamentos absorbidos durante los diez últimos años era objeto de preguntas detalladas. ¿Se trataba de penicilina, administrada en inyecciones o en cápsulas; de ampicilina en píldoras; de tetraciclina en comprimidos; de productos específicos de la amibiasis, como el Flagyl, los oxiquinoleíanas y el Humatín; de cortisona, de Ascabiol contra los piojos y la sarna; o de cualquier otra medicación de la que el entrevistado debía acordarse y proporcionar las fechas y la frecuencia del empleo?

Informado de que su enfermedad actual podía estar relacionada con el consumo de estupefacientes, el paciente era invitado seguidamente a revelar si había hecho uso de tales sustancias y, si era así, en qué fecha y de qué manera: ¿inyecciones, cigarrillos, inhalaciones o sellos consumidos por vía oral? Seguía la enumeración de los principales vehículos hacia los paraísos artificiales: marihuana, cocaína, heroína, anfetaminas, barbitúricos, LSD, Quaalude (metaqualona), «polvo de ángel», etc. Los
poppers
, tan apreciados por los
gays
por sus virtudes «sexualmente estimulantes», eran objeto, naturalmente, de una investigación particular, sobre todo en lo que se refería a la frecuencia y al lugar de su empleo: saunas, discotecas, bares, librerías, cines especializados, lavabos, jardines públicos, etc., así como el origen de su fabricación. ¿Se trataba de ampollas o de frascos? ¿De los frascos de Bolt, de Bullet, de Disco Roma, de Hardware, de Head, de Highball, de Hit, de Kriptonite, de Locker Room, de Pig Poppers, de Quicksilver o de Rush? A no ser que el interesado tuviera debilidad por otra marca que no figuraba todavía en los ordenadores de Atlanta; y en tal caso, ¿cómo se llamaba este
popper
?

Pero nobleza obliga; los médicos-detectives del CDC pusieron su mayor atención en las rúbricas relativas al comportamiento sexual. La parte de la encuesta que trataba de este tema informaba de entrada a los individuos interrogados de que parecía muy probable que su enfermedad se debiese a la naturaleza específica de sus relaciones sexuales. El cuestionario entendía por
relaciones sexuales
«la introducción de su verga en la boca, en el ano o en la vagina de su pareja; o bien la introducción de una verga en su boca o en su ano». Una vez sentados estos principios, todo el catálogo de prácticas homosexuales por una parte, y heterosexuales por otra, era revisado hasta los detalles más íntimos. Algunas preguntas eran tan crudas, que los investigadores dudaban al hacerlas. La doctora Martha Rogers, aquella muchacha que había traído de Florida las primeras muestras de órganos y tejidos tomadas de un enfermo muerto de cáncer de Kaposi, confesó su repugnancia a preguntar a sus interlocutores si preferían introducir su verga o su lengua en el recto de sus parejas, y en qué porcentaje efectuaban la una o la otra de esas prácticas.

Los responsables del CDC no habían dejado nada al azar. Para prevenir eventuales fallos de sus investigadores, les habían sometido a un entrenamiento de «desensibilización previa». Éste consistía en ensayar el interrogatorio con un especialista en enfermedades sexualmente transmisibles, uno de aquellos perros viejos acostumbrados a describir todas las fantasías de la libido homosexual. Así fue como Martha Rogers tuvo la sorpresa de verse enfrentada con el mismísimo director de la Task Force, Jim Curran, que interpretaba el papel de un
gay
superactivo. «Estaba tan turbada por tener que formular preguntas íntimas a mi jefe, que necesité varios minutos antes de poder articular una palabra. Él, para liberarme, inventaba las respuestas más escabrosas que tendría que oír».

La aventura de la primera gran encuesta organizada para rastrear las causas de la plaga desconocida que azotaba a los homosexuales norteamericanos comenzó el 1 de octubre de 1981. Unos cincuenta enfermos —algunos ya
in articulo mortis—
y alrededor de doscientos homosexuales sanos, pero con un comportamiento de gran riesgo, participaron en la operación «Protococolo 577». Todos ellos voluntarios, habían sido puestos en contacto con el CDC por facultativos privados y por los servicios de enfermedades venéreas de diversos hospitales. La investigación estaba circunscrita a cuatro ciudades —Los Ángeles, San Francisco, Nueva York y Miami—, allí donde el mal había aparecido primero. Se añadió Atlanta a causa del descubrimiento inesperado, en un pueblo de Georgia, de un sarcoma de Kaposi, esta vez en un muchacho que sólo tenía trece años. «Un caso incomprensible —declaró después Jim Curran—. Tan extraño, que tal vez podría proporcionarnos la clave de todo el enigma. Con el cáncer de aquel adolescente, nos sentíamos como unos policías en busca de un asesino que habría matado a diez prostitutas sirviéndose siempre de una media de seda y que, súbitamente, hubiese decidido matar a la undécima con un cuchillo de cocina. Aquella pista inesperada nos orientaba hacia un nuevo aspecto de la enfermedad que intentábamos identificar».

Durante lustros, las seiscientas cincuenta y cinco habitaciones del viejo hotel del Upper East Side habían sido la irreductible muralla de la virtud de las jóvenes americanas de buena familia que pasaban una temporada en Nueva York. El Barbizon Hotel for Women no admitía clientes masculinos. La presencia en el edificio de cualquier representante del sexo fuerte quedaba limitada exclusivamente al salón de la planta baja. Pero, al igual que en otros lugares, la revolución sexual y la evolución de las costumbres acabaron quebrantando aquel bastión de la respetabilidad neoyorquina. Desde el día de San Valentín de aquel año de 1981, recibía una clientela de ambos sexos.

Jim Curran consideró que sus habitaciones, en las que aún flotaba un discreto perfume de virtud, proporcionarían un decorado perfecto para las investigaciones médico-sexuales de la operación «Protocolo 577». Dividiendo el país en dos partes, Curran había confiado la encuesta de la costa Oeste al doctor Harold Jaffe, y se atribuyó él mismo la supervisión del trozo más grande: Nueva York. Entre sus tropas se encontraba la muchacha que él había sometido a un entrenamiento personal especialmente osado. La doctora Martha Rogers no olvidará nunca su aventura neoyorquina. «Cada noche, cuando ya había extraído la última secreción anal de mi último visitante
gay
de la jornada, me precipitaba al teléfono para llamar a mi madre —cuenta la doctora—. Se lo contaba todo. La pobre mujer, que vivía en un pequeño pueblecito del centro de Georgia, sentía a la vez el orgullo de ver que su hija pertenecía a una institución tan prestigiosa como el CDC y el horror de las extrañas cosas que ésta tenía que hacer allí».

Por la mañana, durante el desayuno, mientras degustaba sus huevos revueltos con bacon, el infatigable jefe de Martha Rogers releía cuidadosamente los cuestionarios que se habían llenado la víspera. Aquellas verificaciones daban lugar algunas veces a reprimendas.

—Escuche, Martha, debería haberle preguntado a ese tipo con cuántos compañeros había hecho el amor la semana pasada. La división por 52 del número total de sus parejas durante todo el año transcurrido no nos da forzosamente la cifra exacta de sus encuentros durante la última semana. No olvide, Martha, que el más mínimo detalle puede tener una importancia vital.

Como sus asignaciones de funcionario no le permitían frecuentar los
palaces
de la hostelería californiana, fue en el Best Western, un motel más bien modesto del otro lado de Market Srreet, donde el doctor Harold Jaffe y su equipo se instalaron en San Francisco. Mary Gynan, una joven especialista de la división de enfermedades víricas del CDC, formaba parte de su grupo. El incesante ir y venir de los visitantes, todos ellos jóvenes y manifiestamente
gays
, acabó despertando las sospechas del propietario del establecimiento. ¿A qué manejos se dedicaban en sus habitaciones aquellos clientes, aparentemente BCBG, que pretendían ser médicos del gobierno? Aunque la Sodoma californiana procuraba cerrar los ojos ante todas las perversiones, había, sin embargo, límites. Una tarde, el propietario tomó la llave maestra e irrumpió en la habitación de Mary Gynan. Cuál no sería su estupefacción al encontrar a la muchacha «inclinada sobre el trasero de un guapo muchacho rubio, ocupada en recoger con un algodón las secreciones de su culo».

La ausencia total de precauciones tomadas con ocasión de aquellas intervenciones asustaría más adelante a los miembros de la operación «Protocolo 577». «Éramos inconscientes del peligro —reconoce Harold Jaffe—. No llevábamos ni guantes ni máscaras, y utilizábamos nuestras propias habitaciones como sala de examen». Mary Gynan seguirá traumatizada durante mucho tiempo por el recuerdo de la sangre que cayó sobre ella cuando uno de los individuos sanos al que realizaba una toma de sangre se desvaneció de repente.

La prontitud al responder a las preguntas, incluso las más íntimas y comprometedoras, como las concernientes al uso de estupefacientes, sorprendió a los investigadores. «Era como si las personas que interrogábamos presintiesen la pesadilla que iba a venir después, como si quisieran ayudarnos a detenerla», comenta Harold Jaffe. Éste iba a tener otras sorpresas. Un día en que interrogaba a un fornido barbudo vestido de cuero negro y cubierto de insignias, cuando le preguntó dónde acostumbrada a entregarse a sus retozos sexuales, escuchó el nombre de grandes hoteles de la ciudad. Divertido ante la expresión de asombro del médico, el barbudo precisó: «¿Qué quiere usted? Sólo esos establecimientos disponen de habitaciones lo bastante espaciosas para permitirme instalar todo mi material». El hombre no se hizo de rogar para explicar que era uno de los papas del sadomasoquismo en San Francisco. En sus retozos, sus compañeros y él se servían de toda una colección de uniformes militares y de instrumentos cuya utilización exigía, en efecto, mucho espacio.

Cuando la enfermedad tenía encamados a los individuos que debían ser interrogados, los investigadores se dirigían a su domicilio o al hospital. Martha Rogers recuerda haber tenido que salir una noche, muy tarde, «para ir a ver en el corazón de Manhattan a un pobre diablo cubierto de tumores de Kaposi. Parecía un payaso de martes de Carnaval». Regresó a casa a pie, por las calles desiertas, apretando en el fondo de su bolsillo «como si fuera el tesoro del Arca perdida, la cajita que contenía las piezas de convicción del mal que lo mataba». En Los Ángeles, Harold Jaffe efectuó varios interrogatorios en espléndidas residencias hollywoodenses. «Era un tanto incómodo llegar a su casa y hacerles todas aquellas preguntas indiscretas al borde de su piscina —confiesa el médico—. Cierto día, uno de aquellos anfitriones, especialmente interesado por la encuesta, se quitó el pantalón y comenzó a masturbarse delante de mí para entregarme una muestra de su esperma».

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