Hubo que esperar a 1970 para que el intermediario fuese descubierto.
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Se trata de una enzima que fue llamada «transcriptosa inversa» porque permite realizar a los retrovirus una operación inversa al mecanismo habitual de reproducción vírica, convirtiendo su único ácido ARN en ácido ADN, sin el cual no podrían multiplicarse. Esta enzima es la «firma» de la presencia de un retrovirus en un organismo. Su descubrimiento proporcionó un instrumento de investigación incomparable. La simple detección de su presencia basta para proporcionar la prueba de que hay que vérselas, no con un virus ordinario, sino con un retrovirus.
Robert Gallo vio en esa «firma» biológica la herramienta que necesitaba para confortar su intuición y para lanzarse hacia un nuevo objetivo: demostrar que los retrovirus existen, no solamente en los animales, sino que también atacan al género humano. Este enfoque iba a suscitar un escepticismo general en el
campus
de Bethesda, donde nadie creía en la existencia de retrovirus humanos. Una de las razones invocadas por sus incrédulos colegas parecía irrefutable: los más potentes microscopios electrónicos no habían descubierto nunca su rastro en las células humanas enfermas. Comprobación tanto más turbadora porque si se manifestaba en el animal, proliferaba sobreabundantemente. De ahí el dogma oficial: si los retrovirus atacasen también al hombre, hace tiempo que se habría detectado su existencia.
La genialidad de Robert Gallo fue considerar la hipótesis inversa. ¿Por qué no imaginar unos retrovirus tan solapados y tan discretos que ningún microscopio había podido descubrirlos todavía? Insensible a las burlas, el ardoroso investigador se puso en campaña. Comenzó estudiando todos los informes, artículos y documentos en los que veterinarios y virólogos conocidos o desconocidos daban cuenta de enfermedades inexplicadas y, en primer lugar, de las leucemias sobrevenidas en gatos, monos, vacas, ardillas e incluso en canguros. Esta búsqueda le convenció de que existía en el mundo animal una gran cantidad de otros retrovirus que nunca habían sido catalogados. Su actividad resultaba a menudo tan secreta que era virtualmente imposible descubrirlos. Hasta la «firma» de su transcriptasa inversa resultaba ilegible.
Se redoblaron los sarcasmos y las burlas con respecto a Robert Gallo, aquel «pescador del mar Muerto». Sus colegas no daban su brazo a torcer: no existían otros retrovirus que aquellos cuya existencia había podido ser científicamente demostrada en el pollo, en el ratón y en el gato. «Si algún día me conceden el premio Nobel —dirá más adelante el investigador recordando esas peripecias—, será por todos los golpes recibidos. No conozco ninguna reunión, ningún coloquio, ninguna conferencia científica en la que yo no haya sido puesto en la picota ferozmente».
Uno de los mayores obstáculos con que tropezaba para demostrar la existencia de retrovirus humanos residía en su reiterada impotencia para descubrir su «firma» en las células cancerosas. Aunque cultivó esas células, las mimó y las rodeó de todos los cuidados posibles, ellas se negaban a dividirse y a reproducirse en número suficiente para desvelar una presencia vírica en su núcleo.
Robert Gallo, desanimado, estaba a punto de renunciar cuando vino la suerte en su ayuda en forma de un artículo científico de apariencia anodina. Un laboratorio de la Universidad de Pennsylvania acababa de extraer de una planta una proteína, la fitohemaglutinina, que obraba de manera sorprendente sobre algunos glóbulos blancos. A su contacto, los linfocitos crecían bruscamente, se mostraban increíblemente activos y se dividían. Gallo comprobó que aquella proteína vegetal estimulaba en particular los linfocitos T, los glóbulos blancos encargados de movilizar las defensas del organismo contra las agresiones exteriores. Advirtió sobre todo que, en presencia de aquella proteína, esta categoría particular de glóbulos blancos comenzaba a segregar una especie de alimento celular especialmente dinámico. Denominó interleukina-2 a ese factor de crecimiento específico de los linfocitos T. ¿Era el abono milagroso que él necesitaba para obligar a las células humanas cancerosas a reproducirse masivamente y hacerlas revelar, a la vez, la eventual «firma» de la presencia de un retrovirus?
En 1980, cinco años después de que el resto de la comunidad científica de Bethesda abandonara toda investigación sobre la posibilidad del origen vírico de algunos cánceres, el hermano de la pequeña Judith anunciaba que dos investigadores de su laboratorio, Bernard Poiesz y Frank Ruscetti, acababan de poner en evidencia el primer retrovirus humano. Las células que habían permitido este prodigioso resultado procedían de un grupo de enfermos afectados por una variedad poco común de leucemia que engendraba una proliferación anárquica de sus linfocitos T. El primero de aquellos enfermos, un ex jugador de baloncesto negro, vivía en una granja de Alabama; el segundo, una neoyorquina también negra, era oriunda del Caribe; el tercero, un marino irlandés, vivía retirado en Boston. Robert Gallo supo que aquel marino había navegado en buena parte de su vida por el mar del Japón y frecuentaba las casas de lenocinio de Kyushu. La información le pareció tanto más excitante cuanto que un científico japonés llamado Kiyoshi Takatsuki había revelado al mundo científico, en 1977, varios casos de una leucemia idéntica en las islas meridionales del Japón. Según el investigador nipón, esa leucemia se transmitía por la sangre, por el sexo y, congénitamente, de la madre al hijo. Esa triple transmisión implicaba la presencia de un agente infeccioso. La misma leucemia no tardaría mucho en manifestarse también en África. Era evidente que aquel agente infectaba ya un cierto número de individuos en el mundo.
Robert Gallo le inventó un nombre: el HTLV (H por humano, T por linfocito T, L por leucemia y V por virus).
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La aparición de esta sigla de cuatro iniciales marcaba el comienzo de una nueva era en la comprensión del mecanismo del desarrollo de algunos cánceres humanos y de otras enfermedades inexplicadas que diezmaban la humanidad. El «pescador del mar Muerto» podía levantar la cabeza y saborear «el alud de premios científicos que no tardó en caer sobre mi equipo y sobre mí, en lugar de todas las patadas en el culo recibidas hasta entonces». El 19 de noviembre de 1982 recibió el Lasker Award, el más prestigioso premio médico de los Estados Unidos. Esta recompensa lleva el nombre de un rey de la publicidad de los años 20 que promocionó los cigarrillos Lucky Strike y convenció a toda la nación para que los fumase. En el crepúsculo de su vida, el millonario Albert Lasker abandonó los cigarrillos y la publicidad para consagrarse a una lucha apasionada contra el cáncer.
Algunos años después, los trabajos de Robert Gallo le proporcionarían a este sabio excepcional el insigne honor de ser el primero en recibir por segunda vez el Lasker Award.
Bethesda, USA — Invierno-primavera de 1982
«¡Por el amor del cielo, no se duerma en los laureles!»
¿Era un sombrío presagio? Una capa de frío siberiano se había adueñado del
campus
de Bethesda, cubierto por un manto de nieve. Sin embargo, el infatigable doctor Jim Curran había arrostrado los hielos del Ártico para ir a tomar la palabra, aquel día de febrero de 1982, ante el comité del Instituto Nacional del Cáncer que se encargaba de orientar los créditos destinados a la investigación. Esperaba, claro está, seducir a los proveedores de fondos, pero, sobre todo a aquel personaje aureolado de gloria, Robert Gallo, invitado también a dirigirse a los asistentes para exponer su descubrimiento revolucionario del primer retrovirus humano.
El
dossier
del jefe de los médicos-detectives de Atlanta se había engrosado dramáticamente desde su último intento de unir a su cruzada a los investigadores de Bethesda. Los registros del CDC enumeraban ahora a doscientas dos víctimas oficialmente registradas. Los líderes de la prensa médica, con
New England Journal of Medicine
de Boston y
Lancet
de Londres en cabeza, habían roto al fin su silencio. Cinco artículos firmados por cinco grupos de investigadores acababan de revelar que existían analogías entre las diferentes manifestaciones de la epidemia. Las conclusiones adelantadas eran terribles: en algunos meses, la tasa de mortalidad había llegado al cuarenta por ciento.
El primer enfermo identificado en octubre de 1980 en Los Ángeles por el doctor Gottlieb, el que fue llamado «el enigma de la habitación 516», había muerto en el mes de mayo siguiente. Los otros cuatro casos que fueron objeto del primer balance aparecido en el informe semanal del CDC también habían fallecido a consecuencia del hundimiento de su sistema inmunitario. El joven actor de Broadway no pudo ocultar mucho tiempo bajo su maquillaje los estragos del cáncer cutáneo que finalmente se lo llevó. Incluso en Bethesda había muerto un hombre, en la primavera de 1981, en el servicio del doctor Samuel Broder, el bigotudo joven jefe del programa de oncología clínica del Instituto Nacional del Cáncer. En esta unidad de punta sólo son admitidos los casos excepcionales susceptibles de servir a la investigación médica. Sam Broder conservaba con horror el recuerdo de «aquel muerto-vivo de treinta y un años afectado por unas infecciones que nunca habíamos visto». Después de su fallecimiento, sus ayudantes y él mismo desearon simplemente «no tener que vivir de nuevo una tragedia como aquélla». Después de ocho meses de agonía, el ayudante de vuelo de Air France atendido en el hospital Claude-Bernard de París pereció también, en una última agresión vírica, esta vez en el cerebro. «En cuanto llegábamos al final de una infección —declara su médico Willy Rozenbaum—, aparecía otra más grave todavía para ponerlo todo en tela de juicio». Aquel joven facultativo hacía cada día la misma comprobación. «Decididamente, existía un profundo hiato entre nuestra práctica habitual y aquella situación totalmente nueva».
Al cabo de doce meses de acoso, a Jim Curran ya no le cabía la menor duda: sólo un virus podía ser el responsable de esa «situación nueva». Era la tesis que iba a defender aquel día ante los consejeros del Instituto del Cáncer. Había hecho el viaje con la esperanza de obligarles a iniciar urgentemente un programa de investigación nacional. Para apoyar su demostración, sólo contaba con un documento: el cuadro estadístico que mostraba una diapositiva realizada en Atlanta y que era más elocuente que todos los discursos. Revelaba que la principal diferencia entre los homosexuales enfermos y los homosexuales sanos interrogados por sus colegas del CDC, era el número de compañeros sexuales de los unos y los otros durante un período idéntico. Entre los enfermos, el número era diez o doce veces más elevado. Para Jim Curran y su equipo, ésta era la mejor prueba de que había transmisión de un agente infeccioso, probablemente un misterioso retrovirus que sus supermicroscopios no habían podido descubrir. «Yo sabía la hostilidad que iba a traer sobre mí al lanzar la hipótesis vírica —reconocería más adelante Jim Curran—. Porque, para los investigadores y los médicos, no hay aventura más difícil que la de enfrentarse con un virus».
La acogida de las personalidades de Bethesda le pareció tan fría como el manto de nieve que cubría aquel día los campos de Maryland. Hasta el proverbial entusiasmo mediterráneo de Robert Gallo quedó inmovilizado en una congelación total. Volviéndose fogosamente hacia el prestigioso científico, Jim Curran, a pesar de todo, trató de hacerle desfruncir el ceño. «Por el amor del cielo, no se duerma en sus laureles —le conminó levantando la mano hacia un punto imaginario, más allá de las paredes de la sala—. Le juro que hay allí un virus mortal que se pasea libremente».
«Aquel asunto era extraño, ciertamente. Pero ¿acaso la investigación no está hecha de cosas extrañas? —dirá más adelante Robert Gallo, para justificarse de haber permanecido sordo a las súplicas del enviado del CDC—. En realidad, lo que no me convencía de aquella aventura era su aspecto sensacionalista, con todo lo que ello comportaba de turbio y un poco repugnante. El CDC había hecho una soberbia encuesta policial, pero para un laboratorio de investigación fundamental como el mío, ya empeñado en múltiples tareas de gran aliento, era inimaginable detenerlo todo para lanzarse a una peripecia de homosexuales con compañeros múltiples».
Los médicos-detectives de Atlanta descubrirían pronto que aquel punto de vista era compartido por la mayor parte de los grandes centros de investigación. A esta actitud de principio se añadían consideraciones de orden práctico. Robert Gallo y la mayoría de sus colegas tenían la certeza de estar frente a un asunto tan complejo que existían pocas posibilidades de aportarle una ayuda útil. «Los enfermos parecían afectados por tantas infecciones diferentes que parecía imposible poder hallar la causa precisa de su mal —dice Gallo—. Entonces, ¿para qué agotarse en un rompecabezas insoluble?» Esta inhibición de los investigadores en los primeros meses de epidemia se apoyaba finalmente en un tercer motivo, tal vez más imperioso que los otros: el miedo. El miedo a introducir un misterioso agente de muerte bajo las campanas de trabajo de sus salas de experimentación. El premio Nobel David Baltimore, codescubridor de la enzima transcriptasa inversa que había permitido a Robert Gallo identificar el primer retrovirus humano, anunció que se negaba a recibir en su laboratorio del Massachusetts Institut of Technology de Boston, la más mínima muestra de tejido o de sangre procedente de un enfermo de sida. Hasta hoy, no ha modificado su decisión.