Más grandes que el amor (3 page)

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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Más grandes que el amor
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El camino hacia ese sueño se había abierto para él doce años antes con la llegada de un huésped inesperado al hogar familiar. «Se trataba de un gato —relata Michael Gottlieb—, un soberbio morrongo de tejado llamado
Tabis
. Mi madre lo había recogido en la calle de la pequeña ciudad del estado de New Jersey donde mi padre era profesor de educación física. En cuanto
Tabis
comenzó a campar por sus respetos en casa y a ronronear bajo nuestro techo, mi cabeza se hinchó como una calabaza. Comencé a llorar, a sonarme, a estornudar. No cabía duda: yo era alérgico a
Tabis
. Mi madre, consternada, quiso echar a la calle al animal, pero yo se lo impedí. En mi gran cabeza de calabaza acababa de germinar un interrogante. ¿Se podía dominar una alergia, dejar de sufrir sus daños sin suprimir la causa? ¿En mi caso, sin separarnos del gato
Tabis

Michael Gottlieb tuvo que soportar tres meses de sufrimientos, de senos nasales bloqueados, de crisis de estornudos, de órbitas hinchadas y de erupciones cutáneas para saber a qué atenerse. La respuesta era afirmativa. «Al contrario que en la mayor parte de las alergias, que se agravan en presencia de la fuente del mal, mi organismo acabó por desensibilizarse al contacto de nuestro gato —explica el joven médico—. Dicho en otros términos: mi cuerpo se había autoinmunizado, o mejor aún, autovacunado».

Aquél fue el primer encuentro del futuro investigador con la inmunología. «Un encuentro que iba a decidir mi carrera —dice—. ¿Por qué había sido yo el único de mi familia que sufrió con la presencia de nuestro gato? ¿Por qué yo y no los demás?» Preguntas tan intrigantes condujeron al joven Michael a los bancos de la facultad de medicina de Rochester.

A falta de respuesta, descubrió el amor en el marco poco romántico de los frascos y de las probetas de un laboratorio. Con sus pecas, su nariz respingona y su aire travieso, la rubia Cynthia se parecía un poco a la actriz Katharine Hepburn. Preparaba un diploma de hematología con la intención de especializarse en el campo de las transfusiones sanguíneas.

Aunque su pasión común los había reunido con toda naturalidad alrededor de sus microscopios, no era por las mismas razones. El interés de Cynthia se circunscribía a los vectores de la vida, esos millones de corpúsculos esféricos, los glóbulos rojos, que aportan a los tejidos el oxígeno que han recogido en los pulmones. «Desde que el patólogo Karl Landsteiner ganó en 1920 el premio Nobel por su descubrimiento de los grupos sanguíneos, se sabía ya casi todo sobre los glóbulos rojos. Ésta era la razón de que tales células me pareciesen tan interesantes —dice Cynthia—. Con ellas me sentía la dueña del juego. No corría el riesgo de que me traicionasen, de que me jugasen malas pasadas, de que fallasen mis conocimientos. Los glóbulos rojos eran buenos compañeros, ni demasiado inquietos ni demasiado complicados».

Por el contrario, la fascinación de Michael Gottlieb era producida por el otro componente de la sangre, por los glóbulos blancos, esas prodigiosas fábricas químicas, esos guardianes del organismo cuyos fallos son responsables de tantos desórdenes mortales. Trató de convencer a Cynthia de que le siguiese y le ayudase en sus trabajos. «Es ahí donde debe movilizarse la investigación —le decía yo—. El estudio de los linfocitos es el tema prioritario, el envite de todos los futuros premios Nobel. Pero fracasaron todos mis intentos para decidir a Cynthia a que abandonase sus glóbulos rojos en favor de mis glóbulos blancos».

Los dos ayudantes de laboratorio lograron, sin embargo, un terreno de entendimiento. Cynthia, convertida en la señora Michael Gottlieb, obtuvo su diploma y encontró un empleo en un banco de sangre. La campeona de los glóbulos rojos brindaba así al campeón de los glóbulos blancos la posibilidad de proseguir sus estudios, de llegar a ser doctor en medicina, de elegir al fin una especialidad. En contra de todo lo que se esperaba, su elección recayó en la cirugía cardíaca, barriendo todo cuanto parecía haber querido siempre: la investigación.

«De repente me había vuelto alérgico a la abstracción glacial de los laboratorios, a su inhumanidad, a sus probetas, a sus tubos de ensayo, a sus centrifugadoras, a sus ordenadores, a su material que parecía salir de las películas de ciencia ficción —relata Michael Gottlieb—. Ciertamente, es en los laboratorios donde se elabora el conocimiento, pero yo tenía ganas de escuchar a los enfermos, de aliviar sufrimientos, de curar, de salvar vidas. Yo quería ser médico». Esta ambición conducirá al estudiante a los bloques operatorios de cirugía cardíaca del hospital de su universidad. «Era embriagador: establecía vínculos de simpatía con un paciente y, bruscamente, con la punta de mi escalpelo descubría su corazón, que había que conectar con una máquina para permitir que lo reparase el cirujano jefe. La cirugía fue para mí una escuela de excelencia, de perfección técnica que alejaba cada día más las fronteras de lo imposible. ¿Qué rama de la medicina puede jactarse de salvar tantas vidas?»

Dos años después, una beca de investigación en la universidad californiana de Stanford, en el servicio del profesor Henry Kaplan, uno de los especialistas mundiales del tratamiento de las leucemias, permitiría al joven cirujano volver a sus primeros amores y encontrar de nuevo a sus cómplices de antaño: los glóbulos blancos. Fue allí donde sufrió su primer fracaso científico con la muerte de una joven campesina leucémica de Iowa, en la cual había practicado un injerto de médula ósea ya probado en sus ratones. «Fue una impresión terrible —recuerda Michael Gottlieb—, pero sobre todo una severa advertencia contra la tentación de aplicar terapéuticas insuficientemente comprobadas. Y, sin embargo, a pesar de mi frustración y de mi tristeza, continué experimentando una especie de orgullo. El orgullo de trabajar en el punto extremo de la biología humana, en la charnela de todos los grandes problemas: los cánceres, las leucemias, los desórdenes celulares inexplicados. Esta conciencia de formar parte de los pioneros me ayudó a superar mi desánimo. Tenía que ponerlo todo de nuevo sobre la mesa y volver a partir de cero. ¡Me quedaba tanto que aprender!»

Precisamente para aprender todavía más, Michael Gottlieb solicitó, en junio de 1980, una plaza de investigador y de clínico en la UCLA (la Universidad de California, en Los Ángeles), donde trabajaba uno de los especialistas en injertos de médula ósea, el joven profesor Robert Gale, el hombre que acudiría a ayudar a los soviéticos para intentar salvar a los irradiados del desastre nuclear de Chernobyl. En aquel otoño de 1980, los trabajos de los investigadores de la UCLA constituían un prestigioso polo de atracción. Sólo en el curso 1980-1981, unos seiscientos científicos compartieron allí un chorro de ciento treinta millones de dólares, mirífica subvención concedida para los trabajos referentes al cerebro, a los ojos, a las enfermedades cardiovasculares y a las enfermedades infantiles; para las investigaciones sobre los misterios del cáncer y de los desórdenes inmunológicos; para el perfeccionamiento de las técnicas de diagnóstico; pero también para toda una serie de trabajos que permiten a la química, a la informática y a la ciencia nuclear movilizarse con vistas a nuevos tratamientos revolucionarios. En aquel mismo otoño, dos investigadores de la UCLA habían intentado ya la primera experiencia de terapia genética en el hombre inyectando genes humanos a unos enfermos que padecían una anemia mortal. Y aquel mismo otoño, también, el equipo de Robert Gale anunció que sus trabajos sobre los injertos de médula ósea permitían una esperanza de vida que podía llegar hasta el sesenta por ciento en las leucemias hasta ayer fatales en casi la totalidad de las víctimas adultas.

Aquella mañana, después de haber distribuido en las jaulas sus rodajas de patata, Michael Gottlieb se disponía a someter a un lote de sus ratones a un nuevo episodio del programa de experiencias establecido por el profesor Gale, programa que preveía su sacrificio en una prueba de irradiación masiva después de practicarles la ablación del bazo. Interrogado sobre las sevicias que hacía sufrir a sus ratones, Gottlieb respondió: «La convicción de que estos sufrimientos servirán algún día al hombre, me ahorra estados de ánimo dolorosos».

Un golpe que sonó en la puerta iba a conceder a sus ratones una prórroga inesperada. Michael Gottlieb vio el rostro alegre de su colega Howard M. Schanker enmarcado en la puerta del minúsculo laboratorio. Howard Schanker, veintiséis años, interno en medicina, era también oriundo de la costa Este. Había obtenido una beca para asistir en la UCLA a un cursillo sobre el tratamiento de las alergias. Este cursillo, dirigido por Michael Gottlieb, incluía unos trabajos prácticos en los diferentes servicios del hospital de la Universidad, donde se trataba a algunos enfermos que padecían trastornos inmunitarios. No había otro como aquel neoyorquino para husmear por los seis pisos del enorme edificio con la esperanza de descubrir un mal que se saliese de lo común.

—¡Escucha, Mike! —gritó con la convicción de quien quiere captar realmente la atención de su interlocutor—. Creo que acabo de descubrir en la planta quinta un caso interesante. Los colegas del servicio parecen bastante despistados. Tienen entre las manos a un tipo de unos treinta años. Le han encontrado una erupción de hongos en el esófago. Ya casi no tiene glóbulos blancos. Al parecer ha perdido todas sus defensas inmunitarias. Creo que, realmente, es un caso para ti. Deberías ir a verlo. Habitación 516.

Michael Gottlieb se puso su bata blanca. Eran alrededor de las nueve de la mañana del lunes 6 de octubre de 1980. Acababa de comenzar la aventura médica más espectacular de los tiempos modernos.

3

Latroun, Israel — Otoño de 1980
La dolorosa metamorfosis del guerrillero

Como cada noche, la campana de la abadía de los Siete Dolores de Latroun, en la carretera de Tel-Aviv a Jerusalén, llamaba a oración a la comunidad. Desde el 31 de octubre de 1890, fecha en la cual dieciocho religiosos franceses llegaron al valle bíblico de Ayalon para fundar allí un monasterio, el sueño de los trapenses era interrumpido regularmente por aquella repicante invitación nocturna. Saliendo del dormitorio vestidos con su hábito blanco y la cabeza afeitada cubierta con un capuchón negro, los monjes descendían cantando hacia el coro de la iglesia que sus antecesores habían edificado con las manos. Sus voces repetían en el silencio de la noche: «Henos aquí, Señor, los que venimos a glorificarte».

Parecida alabanza se elevaba cada noche en los monasterios y carmelos dispersos por los cuatro puntos cardinales de la tierra, en todas aquellas partes en que unos hombres y unas mujeres habían renunciado a los tumultos del mundo para entregarse, en la soledad, a la adoración de Dios. Pero la búsqueda de una perfección personal y la salvación de su alma, no era lo único que inspiraba la vocación de esos cristianos de elección. También resonaba en ellos la llamada de Cristo a los apóstoles: «Rogad por la salvación de la humanidad, mi Padre os satisfará».

Pocas comunidades religiosas se encontraban situadas en un lugar tan amenazado como aquel en donde se erigió la abadía de los Siete Dolores de Latroun. En menos de treinta años, los apacibles campos de trigo y los viñedos que la ceñían con una corona de prosperidad habían visto caer, en el transcurso de las tres guerras que habían enfrentado al joven Estado de Israel con sus vecinos, a millares de combatientes judíos y árabes. Esta tradición de sangre y fuego se remontaba a la más lejana antigüedad bíblica. Fue allí, en aquel valle que rodeaba los muros de la abadía, donde, tres mil años antes, Josué detuvo el sol para completar su victoria sobre los cananeos. Fue allí donde Sansón incendió las cosechas de los filisteos y donde los soldados de Herodes el Grande derrotaron a los enemigos del Imperio. Fue allí donde, más adelante, abriéndose paso hacia Jerusalén, perecerían los cruzados de Ricardo Corazón de León, los fanáticos de Saladino, los jenízaros del sultán de Constantinopla, y los gurkas y los escoceses del general Allenby.

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