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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (10 page)

BOOK: Máscaras de matar
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En un esfuerzo sobrehumano, el Cufa Menor lanzó sus armas contra la Bibruela. Pero ésta las desvió sin mayor dificultad, interponiendo sus propias hojas. Las espadas del poseso trazaron un arco y la niebla y la noche se las tragaron. Y entonces, mientras aún se oía un retintín de aceros que rebotaban sobre los adoquines, la máscara de arcilla estalló. Aquel rostro agraciado que representaba al Cufa Sabut reventó en mil pedazos con un sonido alto y cristalino, como el que hace una vasija que cae y se estrella contra el suelo. Los fragmentos saltaron en todas direcciones al tiempo que su portador salía lanzado hacia atrás, como si le hubieran empujado.

El cadáver rodó por el empedrado, dando lentos tumbos, y acabó tendido bocarriba. Los tres nos acercamos despacio y yo me fui hasta la Bibruela. Había recibido un corte en el hombro derecho, cerca del cuello, durante el lance final, y la sangre trazaba regueros perezosos entre sus pechos aceitados.

—¿Quieres su cabeza? —le pregunté, porque yo aún calaba la máscara de matar y todavía tenía las espadas en las manos.

—Esta serpiente no come serpientes.

El timbre de su voz era muy joven, casi infantil. Pero tras los ojos rasgados de la máscara de bronce acechaba una mirada tan fija y fría como la de un reptil, y no pude evitar un escalofrío. Ella arrancó un puñado de hiedra para limpiar con calma sus espadas ensangrentadas. Cosal se había acuclillado junto al muerto.

—Podría ser un gargal —aventuró—. A la mezquina luz de las lámparas, sus dedos toparon con un pedazo de arcilla, un resto del Cufa Menor—. La máscara está destruida.

—El Cufa Sabut hará otra si así lo desea, y portadores no le faltarán. —La Bibruela se encaró con él—. No me importa si era gargal o no. Era un hombre-serpiente, uno de los nuestros, así que ocúpate de que descanse con los de nuestra sangre.

Mientras él asentía, ella recogió las vainas lacadas de sus armas. Giró su rostro de bronce una vez más, primero hacia el cadáver y luego hacia nosotros. Las luces de las esquinas rielaron débilmente sobre aquel semblante mitad ofidio mitad femenino, bello y repulsivo a un tiempo. Nos dio la espalda y un instante después había desaparecido en la niebla que cubría las calles del Orói Marfil.

5

Hay una escalinata ancha y muy concurrida cerca del canal del Bais Oude, un poco más arriba del puente que lleva a Parautapedra, el barrio pandalume de Minacota. Es un lugar agradable, frecuentado por ociosos, con gradas que llegan hasta el mismo borde del agua, flanqueadas por corpulentos plátanos de sombra y estatuas de piedra. Fue allí donde, unos quince días antes de la fiesta del Alto Ogueral, me reuní con Togtatau del lar Eitir Ogúa, ya que los armas evitamos, mientras nos sea posible, pisar el barrio pandalume donde, gracias a viejos distingos, rigen las leyes de ese pueblo y no las nuestras. Además, Togtatau prefería que no la viesen en mi compañía dentro de aquel recinto.

Como otra mucha gente, habíamos ido a sentarnos en las gradas bajo uno de los grandes plátanos, huyendo del sol de media mañana. La temperatura era aún suave y la brisa hacía temblar los claroscuros del follaje. Se oían pocos ruidos, aparte del murmullo de la corriente y un rumor de conversaciones. Las aguas del Bais Oude, ancho y calmoso, centelleaban al sol, reflejando los muros de piedra, las cúpulas de cobre y los estandartes blancos y azules de Parautapedra, al otro lado del canal. Yo cargaba meticulosamente mi pipa de tabaco —una pieza de artesanía arma, de dos palmos de longitud y algo curva, con la madera llena de tallas—, y ella contemplaba distraída el correr del agua, haciendo resonar sus ajorcas de bronce.

De repente, a no más de un tiro de lanza, la superficie del agua estalló estruendosamente, al tiempo que la espuma saltaba en todas direcciones. Al volver la cabeza alarmados, pudimos contemplar como el lomo rugoso de un gran reptil surgía desde las profundidades, levantando surtidores enormes. Entre sorprendida y asustada, Togtatau se puso en pie de un salto y señaló al monstruo que retozaba en mitad del canal, como si yo no lo hubiera visto.

—¡Mira, mira! ¡Un dragón! —Había pasmo y miedo en su voz.

Yo me había incorporado atónito, pipa en mano. La gran bestia se hundía para reaparecer a los pocos instantes, atronando, y su cola erizada de nudos óseos aporreaba con furia el agua, alzando cortinas de espuma. Calculé que aquel monstruo, a ojo de buen cubero, debía de medir sus buenos diez o doce pasos de longitud.

—Un dragón, sí, y de los grandes…

La gente se acercaba gritando a lo alto de las escalinatas y los que habían estado a pie de agua subían atemorizados las gradas. En el canal, una barcaza cargada de hortalizas viraba con dificultad, intentando huir del monstruo que chapoteaba a escasas brazas. Los boteros se afanaban sobre remos y timón, sudando, chillándose entre el estruendo y los rociones provocados por los coletazos del reptil. Los espectadores gritaban, y yo recuerdo haber blasfemado al ver la pereza con la que evolucionaba aquella chalana.

—¡Los va a atacar!

—¡Están perdidos! —Me pasé las manos por los cabellos—. Ese dragón es enorme. Va a embestir la barcaza por debajo y la echará a pique. Eso si no los hace volcar.

Sin embargo, de forma increíble, la bestia ignoraba al lanchón. Seguía revolviéndose en mitad del canal, desplazando grandes masas de agua, y la barcaza fue alejándose poco a poco de allí, jaleada por los espectadores. La vimos acercarse penosamente a la orilla, temerosos de que en cualquier momento el monstruo fijase su atención en aquel pesado transporte de hortalizas y se sumergiese para atacarlo.

La tripulación lanzó un par de cabos a tierra y no faltaron quienes bajaran a agarrarlos y halar. Entre unos y otros llevaron la embarcación con tanta fuerza contra el margen de piedra que el costado chocó sonoramente y un par de remos saltaron en pedazos. Los atemorizados boteros saltaron a tierra y todos huyeron escalinatas arriba.

Pero el monstruo se hundió una vez más y ya no volvió a aparecer. La barcaza, abandonada a su suerte, comenzó a derivar alejándose de la orilla. Muchos estuvimos un buen rato allí de pie, expectantes, escudriñando el canal sin descubrir señal alguna de aquel reptil gigantesco. Las aguas revueltas fueron aquietándose poco a poco y la gente comenzó a apartarse de la ribera y de los pretiles del puente.

Nosotros dos nos volvimos a la sombra y yo, con un ojo aún en el canal, seguí llenando la cazoleta.

—Sí que es raro —comenté—. Los dragones no suelen entrar en los canales ni comportarse de esta forma. ¿Será un agüero?

Togtatau se acomodó otra vez con las piernas cruzadas sobre la grada.

—Dicen que están a acecho en el agua, esperando a que pase alguien cerca. Y que entonces le arrastran al fondo y se lo comen.

—Sí —acerqué lumbre al tabaco—, es uno de sus trucos favoritos.

—¿Crees que se quedará en los canales?

—Espero que no. Si lo hace habrá que salir a pescarlo, y ya has visto lo grande que es.

Ella jugó distraída con el puño de bronce de mi espada, que descansaba envainada sobre mi regazo.

—Si apareciera de repente para comernos, ¿podrías matarle con tu espada?

Sonreí sin poder evitarlo, aún tratando de encender la pipa. Aquellos comentarios, mitad inocentes mitad halago calculado a mi vanidad, eran muy típicos de ella.

—¿Te ríes? —Se le escapó un mohín, malinterpretando mi sonrisa—. ¿Tú no tienes miedo a la muerte?

Volví a sonreír, sin dejar de tratar de que la pipa tirarse. Aunque entretanto pensé su pregunta.

—No —repuse por fin, al tiempo que lanzaba la primera bocanada de humo—. Al menos no me lo da la idea en sí. La muerte es inevitable, todos hemos de morir algún día y eso es algo que hemos de aceptar. Otra cosa es cómo reacciona uno al verse en las fauces de la muerte.

—A mí me da miedo —admitió con una de sus sonrisas ambiguas—. No me gusta pensar en la muerte. No quiero. Sólo de pensarlo me tiemblan las piernas.

No había respuesta alguna a eso y por tanto nada dije. Me limité a dar un par de caladas, mirándola de soslayo. En aquel entonces era una mujer muy guapa: una pandalume pequeña y alegre, de cabello alborotado y sonrisa brillante. Al menos así la conocí y así quise recordarla siempre. Hubo un tiempo en que fuimos amantes y llegué a creer que habría algo más sólido entre nosotros dos, pero ella no lo consideró conveniente, nos fuimos distanciando y llegó un tiempo en que ya no nos vimos más.

Me arrebató la pipa, ya que le gustaba fumar tanto o más que a mí, y las fundas de bronce que cubrían la punta de sus dedos resonaron sobre la madera de la caña.

—Dicen que has vuelto a la guerrilla —apuntó como de pasada, envuelta en volutas de humo.

Resoplé. Hay momgargas que, cuando les conviene, ignoran las sutilezas culturales de los gorgotas, e incurren en errores que son mezcla de desconocimiento real y ofensa encubiertas. Y es muy propio de un pandalume confundir caza de cabezas y guerrilla, aun sabiendo perfectamente que no son lo mismo.

—No es verdad: te han engañado.

—Entonces ¿por qué llevas de nuevo tu máscara de matar? —se emperró—. Dicen que la gente-león te ha encargado matar a Tursa Tumbalobos…

—¡No te atrevas a mencionar ese nombre! —exploté, de repente indignado. Siempre habrá fanfarrones dispuestos a usar apodos tales como Tumbalobos, Mataojos, Zampagrullas y demás. Y ninguno llega jamás a viejo, que de eso se encargan tarde o temprano los hierros del feral ofendido.

—Lo siento, no me grites —se excusó, incómoda. Pero eso no la hizo cambiar de tema—. Tuga Tursa es una bruja mestiza y dicen que es muy poderosa…, ¿serás capaz de matarla?

—Más me vale —respondí aún malhumorado—. ¿Quieres que te traiga algún regalo? ¿Una o dos cabezas?

—Disfrutas cazando cabezas, ¿eh? Pero algún día puede que alguien te corte la tuya para variar, y eso no te hará ya tanta gracia —rezongó, molesta ahora ella.

—Y cuando eso ocurra, ¿tú serás de los que se alegren o de los que me lloren?

—No dices más que tonterías —bufó.

Y ya no habló más; agachó la cabeza y se dedicó a chupetear mohína la boquilla de la pipa.

Estuvimos en silencio un buen rato. La barcaza abandonada derivaba a favor de la corriente, ahora por el centro del canal, dando lentas bordadas, y las aves comenzaban a posarse sobre las pilas de hortalizas. Por fin, con un suspiro, me volví hacia Togtatau y estudié el trazo de pintura azul que bajaba por su frente para bifurcarse, sobre el puente de la nariz, en dos trazos que surcaban las mejillas.

—Vamos, mujer —me decidí a contemporizar—, ya me conoces; no te enfades.

Ella dio un par de caladas, aún mohína, antes de devolverme la pipa y lanzarme una mirada de soslayo.

—Tursa… Tuga Tursa es mala enemiga. Ha matado ya a tres cazacabezas armas.

—Dos —le corregí.

—Sean dos o tres, es una bruja terrible.

—¿Qué puedes contarme de ella?

Me miró sin sorpresa, porque ya debía de haber imaginado que, tras tanto tiempo, le había pedido vernos para tratar aquel asunto. Por tanto, mi informador de la máscara de barro no mentía al decir que algo —fuese alianza o enemistad— había entre la bruja y el lar Eitir Ogúa.

—Ha conseguido reunir de nuevo a unos cuantos partidarios y anda errante por las Tierras Altas.

Hablaba con total convencimiento, y eso me alarmó, porque era muy probable que las lais de su lar la hubiesen aleccionado sobre lo que tenía que contarme; y esa gente nunca hace nada que no sea en beneficio propio. Le hice un gesto para que siguiese hablando.

—Se ha ligado mediante juramentos a alguien muy poderoso.

—¿Quién?

—Una máscara antigua de los gorgotas. El Cufa Sabut, que ha vuelto una vez más para hacer la guerra.

—Mucho sabes tú —susurré.

Ella se lo tomó como un halago, aunque no lo era, y sonrió.

—¿Qué más? —le insistí.

—Poca cosa. —Ladeó la cabeza—. Ah, sí. Por si te sirve de algo, podría ser que una bruja arma, una tal Sagalea, de las Tierras Altas, pudiera llevarte hasta ella.

No le contesté. La observaba entre el humo, y ella sostenía mi mirada sin pestañear, con ojos inocentes; señales que, en su época, había aprendido a temer en ella.

—Sagalea. —Lancé una bocanada.

—Eso es.

—Togtatau, con la caza de cabezas no se juega.

Entonces sí cambió de expresión.

—¿Qué quieres decir?

—Ni se te ocurra tratar de manejar la información que das a un cazador de cabezas.

—Eres tú quien me ha pedido vernos. —Me miró con ojos ofendidos.

—Sé que hay algo entre tu lar y Tuga Tursa, Togtatau.

Esa afirmación la pilló por sorpresa y sus ojos, de repente, evitaron los míos. La miré con el ceño fruncido.

—Me voy a las Tierras Altas —le dije.

Y, al ver su expresión desdichada, sentí como mi irritación se esfumaba, dejando en cambio un poso de tristeza.

Fui a cogerle la barbilla entre los dedos, en un antiguo gesto, pero ella rechazó mi mano y se puso en pie, rehuyendo en todo momento mis ojos.

—Te deseo buena caza, lobo, de corazón. Pero, por si te fuera adversa, mejor te digo ahora adiós. —Y no añadió más, despidiéndose así de mí, como si fuéramos dos desconocidos.

La miré abrumado y ella se volvió para marcharse. Luego la rabia me cegó y busqué sin pensar el puño de la espada. A punto estuve de desenvainar y separarle la cabeza de los hombros. Faltó un pelo. Pero ella ni siquiera llegó a darse cuenta, porque me daba ya la espalda. Me contuve y contemplé desalentado cómo se iba, subiendo las gradas. Puede que su paso vacilase, puede. Pero en todo caso, ni se detuvo ni se volvió, y acabó marchándose sin mirar atrás.

Yo también me fui, pero no hacia el puente de Parautapedra, como ella, sino cuesta arriba, hacia la colina. Subí por las calles del Tal Estaú a grandes zancadas, sintiendo cómo ardía de cólera, y crucé así todo el barrio del Estaú, desde el canal a la parte alta, donde la trama urbana se deshace en casas dispersas, agarradas a la ladera, y las calles se resuelven en senderos que recorren el flanco de la colina y llevan al Barrio Viejo y la Ciudadela.

Me dirigí hacia esta última y, al rato, me desvié por la escalera que sube hasta el antiguo santuario de Ejaune, el tutelar de los muertos. Un sol cegador colgaba del cielo azul y sin nubes, el calor iba ya apretando y las aves sobrevolaban majestuosas las aguas centelleantes del río. Fui ascendiendo por aquellos escalones tan antiguos como la ciudad, ya por la parte pétrea de la colina y, a media ladera, en un rellano, me topé con dos mujeres-urraca, que montaban allí guardia con arcos y espadas. Al asomarse a la escalera, me vieron trepar agobiado por los golpes de aire ardiente, y comenzaron a llenarme de burlas.

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