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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (28 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—Jacar —susurró el Jato Malaváia.

Alertados por la presencia del grupo congregado ante la casa, en mitad de la calle, uno de los guardias se destacó de la comitiva para lanzarles un grito desabrido, semejante al que los pastores emplean con las bestias. Los pandalumes se revolvieron indignados, entre murmullos.

—¡Pero qué gente estos jacar! ¡Mira que son soberbios! —El mercader, con los ojos pegados a la celosía, meneaba la cabeza—. ¡Son capaces de iniciar una pelea por el derecho de paso! ¡Ah, mirad!

Fuera, tras un agrio cruce de palabras, el jacar había retrocedido y, sin más, los ballesteros se adelantaron, encarándose ya las armas. Hubo una explosión de gritos y movimientos, seguido del chasquear de las cuerdas y un vuelo de saetas entre las sombras. Los pandalumes anteponían sus propios cuerpos a la lai bruja, y los heridos se revolcaban rugiendo, traspasados de pecho a espalda por los virotes.

Los demás se echaron contra los jacar, pero se adelantaron los archeros, blandiendo sus largos hierros. Sin embargo los pandalumes, lejos de acobardarse, volcaron sobre sus atacantes una granizada de armas arrojadizas; acero de formas caprichosas que zumbaban como avispas en la semioscuridad, destellando a veces al roce de las luces, para hundirse en la carne de sus enemigos.

Los archeros jacar, no obstante, pasada la primera confusión, duchos como eran en refriegas urbanas, lograron alinearse a lo largo de la calle y rechazaron a los pandalumes con los hierros tendidos, mientras los ballesteros recargaban sus armas, unos pasos más atrás. Arriba, en la casa, el Jato Malaváia se tironeaba de la barba sin poder evitar un ramalazo de simpatía por aquellos de su misma raza que momentos antes amenazaban su vida y que ahora combatían con denuedo, pese a tenerlo casi todo en contra: el número, la posición, el armamento.

Las brujas abrían el combate. Brincaban enardecidas ante las moharras que se agitaban, volteando sus propias espadas con chillidos tan agudos que aguaban la sangre, y los jacar a duras penas podían contenerlas al extremo de sus archas. Las cuchillas chocaban una y otra vez con las espadas, resonando como gongos entre torbellinos de chispas.

Los ballesteros llevaron a cabo una segunda descarga contra los pandalumes, y más de éstos cayeron gritando, atravesados de parte a parte. Los archeros ya se adelantaban pisoteándolos, empujando a los supervivientes, cuando, sin previo aviso, varias figuras armadas surgieron a sus espaldas, saliendo de la oscuridad de una bocacalle. Más brujas pandalumes que acudían ululando, con las ropas negras al viento y los aceros rebrillando entre las manos.

Los mozos, que aguardaban junto a la litera, tiraron sus antorchas para defenderse; pero las brujas se les echaron encima como exhalaciones, y les dieron muerte antes de que pudieran siquiera desenvainar las espadas. Los archeros titubearon entonces, puesto que su instinto era el de proteger a toda costa el palanquín, y, en ese parpadeo de duda, un par de pandalumes logró colarse entre las varas. La línea se rompió y los dos bandos se trabaron en un cuerpo a cuerpo, en la mayor de las confusiones.

—Esas brujas eran las que vigilaban la parte de atrás. El ruido las ha hecho acudir. —Cosal se enderezó—. Es nuestra oportunidad de salir de aquí.

—Sí… —Malaváia agitaba la cabeza pero no hacía amago de moverse, como hechizado por el tumultuoso combate que se libraba en torno al buey y su litera. Pero, despabilándose por fin, sopló la mecha que sostenía entre los dedos, hasta avivar la llama—. Vámonos, amigos.

Les condujo por un pasillo a oscuras y luego por una escalera, hasta salir a un patio sin luz. Allí se demoraron un momento, apenas lo necesario para cerciorarse de que no les estaban esperando. Los cobertizos parecían tranquilos, nada se movía en los corrales y tan sólo se escuchaba el susurro de una higuera, mecida por el viento. Cosal desenvainó sus espadas. El maestro olisqueó el aire libre, contento de abandonar la atmósfera enrarecida de aquella casa. Pero luego, cuando quiso echar a andar, tropezó entre las sombras y no se fue al suelo porque entre los otros dos lo sujetaron.

—Pero ¿qué es esto? —Cosal se agachó para palpar a ciegas y, al tacto, pudo reconocer un gran cuerpo de pelaje tupido—. Pero ¡si han matado hasta a los animales!

—Vamos, vamos —urgía Malaváia.

Fueron hasta la tapia zaguera y, tras desatrancar el portillo, el pandalume se asomó con precaución. Cosal, aceros en puño, salió con cautela. Hubo una pausa llena de tensión mientras examinaban el callejón, tratando de taladrar con los ojos la negrura. Pero no había sino silencio en aquel pasaje angosto.

—Vamos —repitió el mercader.

Lejos, se oía el rumor de la refriega desatada ante la puerta principal. El maestro Te-Cui se volvió por un momento y los chispazos del pabilo arrancaron destellos a la hoja de su espada sureña.

—¿Quién irá venciendo?

—Allá se las compongan. —El hombre-halcón se encogió hosco de hombros—. A mí tanto me dan unos como otros.

—Estaba igualada la cosa. Pero, si tengo que elegir, casi prefiero a la lai y los suyos. —Malaváia hizo una pausa, antes de soltar una risa sombría—. Aunque, por si eso llegase a suceder, lo mejor es que aligeremos. —Señaló callejón adelante con la brasa de la mecha—. Por aquí.

15

La ciudad de Gaiola se alza en la ribera norte del río Morega, que a partir de ese punto cambia su nombre por el de Moregúa. La parte vieja está rodeada por una gran muralla de ladrillo y su interior, relleno de tierra, se levanta unos cinco metros por encima de los terrenos circundantes, lo que la protege de crecidas y le da una defensa adicional. Un foso cubre la parte que no está en contacto con el río, de forma que la ciudad vieja es algo así como una isla artificial. Algo de lo más conveniente en una urbe enclavada en territorios salvajes.

Pero Gaiola ha crecido con el paso del tiempo y, hoy en día, hay barrios más allá del foso, protegidos por una segunda muralla, e incluso un arrabal extramuros. Existe también un barrio comercial al otro lado del río, que no es más que un conjunto de almacenes, muelles y albergues, defendidos por fosos y empalizadas.

Los armas de Gaiola viven en el Barrio Gorgota, que es un distrito grande y antiguo, sito en la Ciudad Vieja. Este barrio cuenta a su vez con muralla propia y puertas que pueden cerrarse en caso de alarma y, al igual que otras colonias armas en ciudades extranjeras, tiene estatutos propios y está administrado por un consejo de ancianos y una máscara mayor.

Hay máscaras así en los barrios armas de Tres Cortes, Confluga o la propia Gaiola. Imparten justicia, dirigen a la gente de guerra y presiden las ceremonias públicas. En el caso de Gaiola, la máscara es la Sapor Roja, sibilina y hedonista, diplomática a la par que guerrera, como corresponde a una ciudad rica y turbulenta, que en los últimos veinte años ha conocido dos grandes asedios, varios ataques de los nómadas contra los almacenes de la orilla sur y no pocas revueltas urbanas.

La Sapor Roja, cuyo portador es casi siempre un hombre-león arma, reside en un alcázar hexagonal de altos muros de piedra, en el corazón del barrio. Fue allí, en los jardines, donde organizó un banquete nocturno a cielo abierto, aprovechando los últimos coletazos del verano. No fue un acto lúdico, sino la excusa para reunir a una serie de personajes. Porque no en vano la Sapor Roja representa los intereses armas en Gaiola, y el Ras y el Alto Juez hablan por su boca.

Habían montado una gran mesa con forma de media luna, y los comensales se sentaban en la parte convexa. Soplaba una brisa suave que agitaba entre susurros las copas de los árboles. Docenas de lámparas de cristal colgaban de las ramas, entre el follaje, y la luz oscilaba a cada ráfaga. Sirvientes con máscaras de tela iban y venían, cargados de bandejas y ánforas. Olía a asados, a especias y al incienso que se quemaba entre las sombras del jardín, en pebeteros de bronce.

Corrían la comida y la bebida, y el maestro Te-Cui, perdido entre los concelebrantes, se entretenía tratando de averiguar las pautas que habían llevado a los maestros de ceremonia a situar a cada comensal en su sitio.

El asiento central, claro, correspondía al portador de la Sapor Roja, que no la ceñía esa noche. Su nombre era Mascor Masade y era un hombre-león fuerte, rubio, de abundante barba y aspecto felino, al que la buena mesa había dado corpulencia sin restarle vigor. A su derecha e izquierda se sentaban sus dos lugartenientes: el portaespadas y el escriba.

A media distancia entre él y el extremo izquierdo de la mesa, se arrellanaba Trapaieiro Porcaián, el montañés, con sus sencillas ropas negras y la rutilante máscara híbrida de jabalí. Justo igual pero a la derecha, estaba el rey-brujo gargal conocido como el Rey Rojo, ataviado de escarlata y con una máscara de toro dorada.

Y, a partir de aquel triángulo fijo, los maestros de ceremonias habían ido tejiendo toda una telaraña de correspondencias. Allí, entre los comensales, estaba la Bibruela, una máscara mayor serpiente, pequeña y mortífera, con el cuerpo lustroso de aceite, el cambuj ofidio centelleando a cada destello de las lámparas, y con las muñecas y tobillos relucientes de ajorcas doradas.

Del otro lado del anfitrión, los maestros de ceremonia habían colocado a un santón ambulante de Ejaune, el tutelar de los muertos, para compensar la presencia de la Bibruela. Porque Uíso Caruvé, alto y fuerte, con la cabeza afeitada y el cuerpo untado de blanco y negro, a semejanza de un esqueleto, cubierto de un manto negro, voceaba y reía sin descanso, y cada dos por tres enarbolaba su hacha de hoja curva y muy larga, con un diseño que evocaba el perfil de una guadaña.

Los demás asientos habían sido asignados también según un sin fin de criterios cruzados que Te-Cui apenas llegaba a entender. Y eso que había pasado la mañana entera en compañía de los tres maestros de ceremonia, sorbiendo infusiones y escuchándolos mientras ponderaban minuciosamente cada aspecto del ritual. Pero lo oscuro de muchos conceptos, así como algunos giros dialectales, habían hecho de esa jornada algo bastante infructuoso.

Bastantes comensales eran guerreros de oficio, dados a la efusión de sangre, y muchos de ellos montañeses, hombres-jabalí y hombres-cabra sobre todo: fieros, de grandes barbas, desnudos casi todos a excepción de los hierros, las joyas y la piel de su animal epónimo echada sobre hombros y cabeza. Pero también había allí más gentes; todo un repertorio abigarrado que no podía por menos que despertar la insaciable curiosidad del maestro, que no sabía ya dónde poner los ojos.

Estaba aquel hombre-cuervo con una charretera de plumas negras sobre el hombro izquierdo, que compartía una pipa de cáñamo con su consorte, una risueña mujer-urraca de nuca y sienes afeitadas, con la mata cardada en altos mechones de puntas blancas. Y aquel hombre-comadreja pequeño y nervioso, con el rostro surcado por un trazo ceniciento a la altura de los ojos. Un dao con una máscara blanca y azul. Dos caralocas taciturnos, con largas plumas en el cabello y el cuerpo lleno de pinturas. Un hombre-cabra de aire sombrío, brujo y guerrero, desnudo y con una máscara hecha de cráneo de chivo y metales pulidos.

Había también gente-serpiente a la mesa; enemigos del Cufa Sabut. El doctor los miraba buscando afinidades y diferencias. Unos eran mediarmas, gentes culebra y víbora, de atuendos recargados. Otros armas. Además de la Bibruela, estaban Viboraz, un manamaraga desnudo y fibroso, con el pelo recogido en una coleta lateral; y Palo Vento, flaco, de cabeza afeitada y temperamento entre cínico y flemático.

A la izquierda del maestro se hallaba aquel personaje apuesto y de hombros amplios, Cosal. La brisa nocturna que soplaba en el jardín, alborotaba sus charreteras de plumas amarillas y rojas, y los metales de su máscara de halcón rielaban al resplandor de las lámparas. Hablaba por los codos, sonreía y bromeaba. Pero a veces, en la penumbra, el maestro llegaba a ver unos ojos como guijarros tras las rendijas del cambuj, y había muy poca alegría en ellos. Te-Cui se animó a preguntarle por qué se había unido a la persecución de la Máscara Real.

—Poco misterio hay. —El hombre-halcón se había llevado la copa a los labios—. Sirvo al Ras arma; estoy en esto mitad por lealtad y mitad por interés propio. Soy un hombre ambicioso y quiero llegar a ser alguien. Y la forma más rápida de hacer méritos en el Ras es este tipo de asuntos: demostrar que uno tiene no sólo valor, sino también cabeza.

El maestro asintió, puesto que su interlocutor lucía el amarillo y el rojo, tanto en las ropas, como en los adornos y en la máscara, y ya sabía lo suficiente de las proporciones entre ambos como para haber colegido que debía de ocupar algún cargo menor al servicio del Ras: el gran consejo de los armas; una especie de asamblea de ferales que era el contrapeso al poder aristocrático de la gente-león.

—La más rápida y también la más peligrosa.

—Claro. Precisamente por ser la más peligrosa, es la más rápida. —Sonrió bajo el borde de la máscara, y Te-Cui no insistió, intuyendo que el otro daba por zanjada la conversación.

En el otro brazo de la mesa en curva, Palo Vento los había visto conversar sin llegar a entender de qué hablaban. Pero no tardó en apartar su atención de ellos para centrarla en las dos altacopas que se sentaban muy cerca de él: Ocalid y Peitorcal. Dos lanzáis morenas y de talle esbelto, con los ojos azul oscuro y tan parecidas entre ellas que bien podrían haber sido hijas de una misma madre. Como de pasada, les preguntó él a su vez qué motivos las habían llevado a aquella mesa.

—No es decisión nuestra, sino de nuestras lais. —Ocalid apoyó el mentón entre los dedos entrelazados para dedicarle una sonrisa deslumbrante—. Son ellas las que nos han enviado aquí.

El hombre-serpiente, acariciando la vaina lacada de su acero, que llevaba terciado sobre el regazo, esbozó a su vez una sonrisa pensativa, al tiempo que volvía a contemplarlas.

Lucían campanillas en el pelo, como las bailarinas; llevaban el cuerpo untado de aceites aromáticos y las muñecas repletas de ajorcas. La de mayor rango, Ocalid, tenía el cabello recogido, con un penacho de plumas rojas en la sien izquierda, y vestía un manto envuelto a capricho en torno al cuerpo, dejando el costado derecho al aire, y un coselete de cobre. Peitorcal iba desnuda a excepción de gran número de joyas de cobre, bronce y oro, entre las que destacaba un gran collar de monedas engarzadas. Al reparar en aquella pieza, la mirada del hombre-serpiente no había podido evitar remolonear sobre aquellos pechos altos y lustrosos por el aceite, entrevistos a través del centelleo de las monedas.

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