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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (25 page)

BOOK: Máscaras de matar
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La observé con mezcla de recelo y respeto mientras ella aguardaba así, quieta. Estaba malherida, cierto; pero yo hubiera esperado quizás algo muy distinto de ella: puede que una resistencia desesperada con uñas y dientes o que, al verse indefensa, optase por degollarse a sí misma, como es costumbre entre algunos pueblos momgargas. Desde luego, nunca pensé que llegaría a entregarse, y me moví a un lado y luego al otro, desconfiado; porque Tuga Tursa era una bruja marrullera, capaz de cualquier treta. Sin embargo, máscara obliga y un cazador de cabezas no puede negar a nadie la buena muerte. Así que, aunque con suspicacia, acepté la rendición que me brindaba, abatiendo algo el hierro y cabeceando.

Entonces depositó con cuidado las armas en el suelo, y se alejó unos pasos de ellas, antes de dejarse caer de rodillas sobre la hojarasca. Todo eso con pasos tan sueltos como los de una bailarina en el tablado, acompasados y medidos, de forma que no hizo sino avivar mis recelos. No obstante ahora, años después, comprendo que ella era de esos que están fascinados por la idea del fin propio; de esa gente que se regodea tanto en la idea del fracaso como en la del triunfo.

Se desprendió del cambuj de cobre, luego de la gola; acto seguido se introdujo los dedos en la cabellera teñida de añil y comenzó a reunirla en un moño alto, para descubrir la nuca. Remoloneé un instante a su lado, contemplando por vez última aquel rostro hermoso y pintado, antes de ir a situarme detrás de ella. Y allí, con gesto quedo, fui desenvainando la espada.

Sus dedos largos, enfundados en bronce, anudaban con parsimonia los mechones añil. Por lo bajo, entonaba una melodía lenta y cadenciosa; uno de esos antiguos cantos de muerte pandalumes, tranquilos y suaves, sedantes como nanas. Yo aguardaba el momento propicio a su espalda, escuchando cautivado el canturreo, acero en puño y dejándome acariciar por los suaves compases de la tonada.

La cantinela fue desvaneciéndose despacio, se convirtió en un sordo tarareo. Cesó. Sobrevino una pausa. El aire de la tarde susurraba entre las ramas, las hojas se estremecían, la luz temblaba. Tuga Tursa, entrelazando los dedos a la espalda, me ofreció el cuello desnudo. Entonces pasé con rapidez a su izquierda y, de un solo golpe a dos manos, la decapité.

El cuerpo se desplomó laxo, desangrándose a chorros sobre la tierra negra, y la cabeza fue dando tumbos por la hojarasca. Me precipité a recogerla. Luego tomé asiento sobre un tronco muerto y, haciendo a un lado la espada, le di vueltas entre las manos, despreocupado de la sangre que me goteaba sobre el calzón y las polainas.

Estudié con detenimiento aquel rostro armonioso, embadurnado de colores luminosos. Así la cabeza por el cogote y me entretuve en limpiarla de motas de tierra y briznas de hierba. Los ojos, vueltos por la muerte, mostraban el blanco y la afeaban, así que le cerré los párpados con cuidado. Porque nosotros los Cien, como cualquier otro cazador, somos bien poca cosa sin las presas y gustamos de pensar que las que hemos cobrado son las mejores, las más hermosas.

Me demoré así largo rato, jugueteando con la cabeza de la bruja. El tacto untuoso de las mejillas pintadas, el olor a sangre vertida, agitaba viejos recuerdos adheridos a la máscara de matar, conjurando imágenes que no me pertenecían a mí, sino a hombres ya muertos.

Acariciando aquellos labios plenos, entornaba los párpados y los veía vagabundear por caminos, riberas, bosques; todos calando una máscara de madera negra y bronce bruñido; un semblante antiguo y alobado, de gesto entre pensativo y cruel. Cobluga, frío y distante, con una extraña manera de pensar. Taltalcú, el más cruel de todos. Col Mogüe, cazacabezas por accidente. Ellos y muchos más: todos cuantos algún día contemplaran el mundo a través de las rendijas del cambuj se insinuaban ahora en los bordes de mi propia memoria. Asomaban, desaparecían.

Luego todo aquello pasó y yo, con cierto esfuerzo, volví los ojos. La luz menguaba y enrojecía, y el sol estaba ya muy bajo. Nubes de insectos revoloteaban golosos en torno al cadáver, cubriendo las heridas, y grandes moscardones negros zumbaban como locos en torno a mi espada veteada de sangre. Durante un rato me esforcé en espantarlos a manotazos, en vano.

Cuando abandoné los humedales, el sol acababa de ponerse en ese mar de hierbas que son los llanos. Las nubes blancas se arrebolaban con bordes teñidos de un rojo intenso, mientras el azul del cielo iba pasando lentamente al violeta y, más al este, al azul muy oscuro. Las sombras se espesaban entre los árboles y grandes hogueras llameaban al raso. Santones de Ejaune, pintados como esqueletos, giraban en torno a los fuegos con sus hachas aguadañadas en alto, bailando viejas danzas en honor de los muertos en la batalla.

A campo traviesa, vi llegar a Trapaieiro Porcaián, en compañía de un nutrido grupo de hombres-jabalí: montañeses hirsutos de frondosas barbas, con pieles de jabalí sobre cabeza y espalda, armados con pesadas hachas dobles, arcos de guerra y lanzas. Redujo el paso para observarme interesado. Nos saludamos, me uní a ellos y anduvimos cierto trecho en silencio.

—Así que por fin la has encontrado —comentó al cabo.

Asentí. Llevaba yo la máscara de matar alzada sobre la frente y los despojos de la bruja —arnés, aceros, joyas— a cuestas sobre el hombro izquierdo, sujetos con una mano. La cabeza cortada pendulaba entre el botín, colgada por el cabello azul.

El montañés ladeó la cabeza para examinarla en la penumbra del crepúsculo.

—Era tan guapa como decían, tengo que reconocerlo —afirmó, admirando aquellos rasgos pintarrajeados.

—Era una bruja loca —rezongué.

—¿Seguro?

—No. Pero, en todo caso, ya está muerta.

Volvió a mirarme de soslayo y lleno de curiosidad; pero se abstuvo de comentar nada. Se reacomodó las vainas de las espadas sobre los hombros, con un gesto que le era muy propio, al tiempo que lanzaba una mirada displicente alrededor.

—Bien, cazador, ¿y ahora qué?

—Ahora a Yunquera. —Agité la cabeza. Iría a la ciudadela de la gente-león, en el corazón del Carauce: ellos dispondrían de la cabeza de aquella bruja rompevedas—. Después, puede que me acerque hasta Boca Chica.

—Boca Chica, ¿eh? ¿Y qué tienes tú que ver con la Reina Bruja, si puede saberse?

—Con ella nada. Pero sí con una de sus brujas: Qum Moga; supongo que la recuerdas. Allá en Jabalaneté cerramos un pacto que acabó siendo bastante desventajoso para mí, y ahora estoy obligado con ella y debo cazarle una cabeza.

—Ya, ya. —Reía por lo bajo—. Ya conozco ese tipo de acuerdos.

—¿…? —Ahora fui yo el que volvió la cabeza, intrigado.

—Vamos. —Bajo la máscara semihumana de jabalí, se insinuaba una sonrisa—. Tarde o temprano, la caza humana se os mete en la sangre y, cuando eso ocurre, cualquier excusa es buena para volver a ella. Al final os pasa a todos, y es lógico. Pero ten cuidado. Recuerda que en este juego uno es cazador y presa a un tiempo.

—De sobra lo sé. —Hice una pausa, caviloso—. Puede que tengas razón, al menos en parte. No se me había ocurrido pensarlo, pero eso no quita para que pueda ser verdad. Uno cree conocerse y luego, muchas veces, cuando se detiene a mirarse, sólo ve a un extraño. De todas formas, no sé siquiera si iré ahora a Boca Chica —añadí, recordando el encargo de Aorcabuéis—. Puede que antes tenga que ocuparme de otros asuntos.

Me miró de nuevo y cabeceó.

—Así que los Cien vuelven de nuevo a la guerra…

Nada respondí a eso, ni cambié de gesto, ni le pregunté cómo había sabido o qué le había hecho adivinar que los Cuatro habían decidido que saliésemos a luchar contra los seguidores de la Máscara Real. Él tampoco añadió nada a ese comentario, y seguimos caminando un rato en silencio, a la luz del ocaso.

Un puñado de jinetes pasó al trote. Extranjeros de cabezas calvas, con ropas amplias y negras sobre cuerpos untados de escarlata. Racimos de manos disecadas adornaban sus lanzas y los cascabeles de sus caballos tintineaban al cabalgar. Al cruzarnos, nos dirigieron largas miradas curiosas, de soslayo. Sin duda, debíamos de resultarles tan exóticos como ellos a nosotros. Tenían aspecto de caníbales y, de pasada, me pregunté cuál sería su pueblo y lugar origen.

Bandas de aventureros errantes, algunas originarias de lugares muy remotos, habían participado en la gran coalición de Mutel y, aunque nos habían combatido encarnizadamente hacía sólo unas pocas horas, ahora estaban de nuestro lado. Astiri, uno de los lugartenientes del ogro Tavarusa, había salido a campo abierto apenas concluir el combate, acompañado de intérpretes y rodeado de montañeses que ondeaban los estandartes amarillos con sellos rojos de la tregua. Y muchos de aquellos vagabundos habían acudido a su reclamo, tratando de congraciarse con los vencedores.

—¿Y por qué no? —Trapaieiro Porcaián se encogió de hombros cuando le señalé a aquellos nómadas que ahora dedicaban reverencias y zalemas al brujo montañés—. Es mejor tenerles de nuestro lado que a la espalda, hostigando. Son bandas demasiado pequeñas como para temer de ellas una traición y, además, son un buen refuerzo. No sé si te das cuenta de lo cerca que hemos estado hoy de la derrota y el desastre. Y seguimos en mitad del Chan Menor, a mil kilómetros de Los Seis Dedos, y la guerra aún no ha acabado.

Asentí.

Al borde del campo de batalla, los mediarmas habían improvisado altares de piedra y, olvidando heridas y cansancio, bailaban en honor de sus ídolos. Rugían llamas enormes, retumbaban los grandes tambores y un sinnúmero de hierros desnudos subían y bajaban sin cesar, reflejando la luz de los fuegos. Brujos enmascarados danzaban ante las aras, hileras de prisioneros aguardaban maniatados, y la sangre desbordaba las piedras para arroyar por la tierra parda en regatos calientes y oscuros.

Colgaba sobre todo aquel llano el olor inconfundible de la muerte que acompaña a las batallas, ese que amortaja los campos cubiertos de gran número de muertos. Al otro lado, ardían estacadas, carretas, tiendas, lanzando al aire del ocaso oleadas de pavesas incandescentes. La lucha no había acabado sin embargo, ya que algunos jefes decididos habían guiado a los suyos hasta el borde mismo de los humedales, para formar allí un gran círculo defensivo de carros. El montañés me los había señalado con el dedo.

—Esas pandillas nos vendrán bien mañana o pasado: ese ruedo de carros va a ser tan difícil de conquistar como una fortaleza.

Cuadrillas de nómadas asediaban el anillo al galope, entre agitar de arcos; nuestra infantería también tanteaba aquí y allá, formando tortuga con los escudos, y las flechas incendiarias rasgaban la penumbra con largas trayectorias llameantes, como meteoros. Los sitiados respondían, parapetados tras aquellos enormes carros de ruedas macizas, y los jinetes rodaban atravesados por largas saetas.

Contemplamos la refriega de lejos, durante un rato. Allá dentro se hacinaban hombres, mujeres, niños, ancianos. Lares enteros aguardaban su suerte al amparo de los carros. Cuando, antes o después, los nuestros entrasen a sangre y fuego en aquel ruedo, casi todos morirían en la lucha o después, por su propia mano o pasados a cuchillo. Los supervivientes se convertirían en esclavos de los mediarmas o serían vendidos a los traficantes. Algunas niñas serían elegidas por las lais altacopas para ser educadas en Escarpa Umea, y puede que algún jefe, llevado de su propio capricho, adoptase o liberase a alguien. Y, sin duda, no pocos lograrían escapar.

Pero, como grupo, estaban condenados. Al finalizar el asalto, los lares allí refugiados —cada uno con su peculiar sentido colectivo, sus dioses familiares, su pequeña historia— serían aniquilados y morirían para siempre.

—En fin —dejé de lado aquellos pensamientos—, ¿y cuáles son tus planes, montañés?

—Dicen que Carará Mutel ha muerto —volvió a recolocar sus espadas sobre el hombro—; pero aún quedan sus hermanos, la Máscara Real anda suelta y la guerra sigue… Si te soy sincero, no tengo planes. Estoy a expensas de los acontecimientos.

El terreno estaba sembrado de bultos inmóviles. En la creciente oscuridad, hienas de pelaje gris y negro se escabullían riendo entre los cadáveres y a veces nos llegaba un lamento en idiomas extraños, de labios de enemigos malheridos a los que las brujas —siguiendo sus misteriosos designios, o quizá por simple capricho— habían dejado con vida.

Trapaieiro Porcaián ladeó la cabeza, escuchando. Alguien volvió a gritar en la casi oscuridad, en una lengua desconocida y, como a coro, estalló un escándalo formidable entre las hienas. El montañés acarició las mejillas de bronce de su máscara, luego el pomo de su espada, forjado como la cabeza de un jabalí. Hubo un intervalo de silencio.

—¿Es un agüero? —le pregunté.

—Supongo que sí.

V
ieron el humo desde muy lejos, ya que durante días había estado soplando un viento frío del norte y el día era claro, con un cielo azul salpicado de nubecillas blancas. La humareda se elevaba en oleadas de un gris sucio por encima de las grandes rocas, cuesta arriba. El olor a quemado y esa peste inconfundible a carne chamuscada le asaltaron más tarde, mientras subía a la carrera por la senda. Luego pudo oír los gritos, y los lamentos, y enseguida llegó al escenario de la catástrofe.

El santuario había ardido por los cuatro costados y ya no era más que un montón de piedras ennegrecidas y maderos que aún humeaban. La torre del rayo se había derrumbado y al desastre había contribuido esa forma de construir, típica de la zona, que engranaba madera y piedra en un todo. Los supervivientes del fuego atendían a los heridos, algunos de los cuales tenían quemaduras atroces. Sus ojos no la encontraron, ni pudo dar con ella buscando entre los quemados.

Pogar llegó justo a tiempo de verle lanzarse a las ruinas humeantes. El rey-brujo venía fusil en mano, seguido de sus dos mujeres, porque no había querido dejarlas solas en mitad de aquellos despoblados altos e infestados de bandidos. Pero él no se dio cuenta de su presencia; rebuscaba como un loco entre los tizones y las brasas, y no tardó en hacerse con un palo para remover las cenizas ardientes. Pogar le llamó y, como no le hacía caso, entró también en el santuario incendiado. El calor era terrible, como de horno, y cuando Pogar quiso sacarle él se resistió. Tuvieron que acudir un par de hombres fuertes y entre los tres lograron llevárselo. Tosían por culpa del humo y él no dejaba de forcejear, como si creyese que podía encontrar a alguien vivo en aquel infierno.

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