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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (21 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—Cálmate, hombre —le susurró Palo Vento—. Esto es una audiencia informal, a la que la gente viene a opinar libremente.

—Pero ¿se puede saber qué ha pasado?

—¿No lo sabes?

—No tengo la más mínima idea.

—Ha estallado la guerra en los llanos. Muchos lares nómadas han tomado las armas contra nosotros; sus ancianos nos han declarado la guerra y sus hechiceros nos han maldecido delante de sus dioses. La mano de los Mutel tiene que estar detrás de todo esto.

—¿Y?

—¿Te parece poco, hombre? —Cosal, que estaba sentado cerca, cubierto con una máscara de halcón, cobre rojo y bronce dorado, con una melena de plumas rojas y amarillas, le miró irritado—. En estos momentos, todos nuestros establecimientos importantes de los llanos, Ornija, Vendija, Erruza, Coliga, se hallan sitiados por los nómadas. Algunos puestos menores han sido arrasados o hemos tenido que desalojarlos. Y los trocalumes han atacado una de nuestras caravanas, a unos cien kilómetros al este de Erruza.

—¿Una caravana? ¿Cuál? —se interesó Viboraz, que solía trabajar de guardia caravanero.

—La de la Pequeña Estrella Norte.

—¿Y qué ha ocurrido?

—Ha sido destruida: casi todos sus integrantes han muerto y se ha perdido una fortuna.

—Yo tenía amigos en esa caravana. —El manamaraga cabeceó consternado—. ¿Son fiables esas noticias?

—Me temo que sí. Algunos supervivientes lograron llegar a Erruza y dar la alarma. La guarnición no pudo hacer otra cosa que mandar mensajeros con la noticia a Los Seis Dedos, ya que la propia Erruza fue atacada al día siguiente y está sitiada. Y después de Erruza las demás colonias, de este a oeste, una tras otra. Es como si un incendio se hubiera propagado por las llanuras.

—Aquí hay un ejército. Marchemos al Chan, a liberar nuestras colonias y dar un buen escarmiento a los nómadas…

—No es tan fácil, serpiente —terció de repente un hombre-caballo de nuca y sienes afeitadas, con una gran mata de pelo espeso—. La situación es delicada y no conviene precipitarse. Hay que recordar lo que ocurrió durante la guerra del Oga Pantera.

—Yo estuve allí.

—¿Y no aprendiste nada? Nuestro ejército entró con demasiada alegría en territorio hostil y lo pagamos muy caro. Faltó muy poco para que aniquilasen totalmente a los nuestros, y para que los norteños entraran a sangre y fuego en Cabezas Muertas.

El manamaraga frunció el ceño, pero al tiempo cabeceó, aceptando esas palabras.

—¿Qué pasa si todo es una trampa para hacernos acudir en ayuda de nuestras colonias? —apostilló el hombre-caballo—. Hay que sopesar todas las posibilidades antes de ponernos en movimiento.

—¿Y si mientras tanto caen nuestros establecimientos?

—Dejarnos aniquilar por marchar con alegría a través de los llanos no les ayudará en nada.

—Lo que aquí se discute —le aclaró Cosal— es qué hacer. Este ejército estaba aquí, preparado para entrar en el Chan Menor y meter en cintura a unos cuantos lares. Ahora nos será de gran utilidad, si queremos forzar a los nómadas a levantar el asedio sobre nuestras colonias.

—¿Y cuáles son las posturas?

—Lo dicho. Unos son, como tú, partidarios de ponerse en marcha de inmediato, y otros piden prudencia: enviar espías para conocer la verdadera situación, antes de movernos.

—¿Y qué dice Tavarusa?

—Nada. Escucha, mira y no suelta prenda.

Viboraz puso los ojos en el ogro que, en efecto, prestaba atención a las distintas opiniones, envuelto en sus ropas rojas, entre el runrún de las conversaciones y el repicar de castañuelas. Suspiró.

—Parece que va a ser una guerra larga. Pero a mí tanto me da. Yo busco al Cufa Sabut.

—El Cufa Sabut está en el Chan, con los Mutel —siseó la Bibruela.

—Entonces iré al Chan, a buscarle allá donde esté.

—No te complicas la vida, ¿no? —Palo Vento se acarició la franja que le atravesaba la cabeza calva, en zigzag.

—¿Para qué? Nuestros mayores me han encomendado conseguir la máscara y, si me dicen que está en el Chan Menor, allá me voy yo. ¿Para qué darle más vueltas?

—Supongo que tienes razón. —Le miró algo de soslayo, un poco azarado—. Te deseo suerte en tu búsqueda. De corazón.

12

Mediaba ya ese largo verano cuando, desde lo alto de un cerro, pude divisar al ejército de don Tavarusa, que marchaba hacia Erruza. El sol inundaba las planicies de luz ardiente y el aire vibraba, provocando ese vértigo que acomete al viajero en mitad de los espacios abiertos y los horizontes ilimitados. El calor hacía danzar espejismos y vapores ante mis ojos, golpes de aire abrasador agitaban los matorrales resecos y grandes columnas de polvo se alzaban en el aire y, en la quietud de la tarde, la tierra retemblaba bajo miles de pies, cascos y pezuñas.

Los llanos se abrían en todas direcciones ante mis ojos, hasta perderse de vista, cubiertos de pasturas y algunas arboledas. Sólo al sudoeste llegaba uno a columbrar algo que bien podría tomar por un atisbo lejano de la sierra Culebra, si no fuera porque estaba demasiado lejana. Aunque en aquella atmósfera recalentada se producían extraños efectos ópticos. Algunos cúmulos blancos surcaban lentos el cielo azul de aquella tarde perezosa, las aves planeaban con alas tendidas sobre las corrientes de aire cálido y los insectos chirriaban entre las matas.

Un par de jinetes se aproximó al altozano para estudiarme con recelo, antes de espolear sus monturas y alejarse. Guías mestizos al servicio del ogro Tavarusa. Balbucas de brillantes ojos azules y pinturas de guerra rojas y blancas, con ropas holgadas de grandes listas, arcos en la mano y cuernos de señales colgando del arzón.

Contemplé cómo cabalgaban por entre los matorrales resecos, despacio, con una flecha en el arco, tan alertas como si esperasen una emboscada. Y es que aquél era un terreno peligroso. Aquel ejército, mandado por un montañés y costeado por los armas, acudía en ayuda de Erruza, la colonia más oriental de los armas, en el camino de Tres Cortes, asediada en esos momentos por los nómadas.

Tavarusa había salido de Los Seis Dedos en auxilio de los puestos situados a lo largo de ese camino. Cayó por sorpresa sobre los sitiadores de Ornija e hizo una matanza entre ellos, antes de seguir hacia el este, sumando fuerzas amigas. Derrotó a los que rodeaban Vendija y ahora se dirigía a Erruza, sometida también a cerco y que, al ser el establecimiento más oriental y alejado, era el que en mayor peligro se encontraba. Uno de los tres hermanos Mutel, Carará, le salía al encuentro, con una muchedumbre de jinetes. Estábamos en vísperas de una gran batalla y los exploradores de ambos bandos menudeaban por las llanuras, tendiéndose emboscadas, evitándose o cruzando insultos, y a veces librando refriegas fugaces.

Guiñé los ojos, tratando de evaluar las fuerzas que marchaban por el camino de Tres Cortes, a un tiro de flecha. Bandas de escaramuceros flanqueaban el ejército y, aún más alejados de la columna, galopaban los ojeadores. Había una avanzada de jinetes balbucas y la vanguardia estaba formada por infantería pesada reclutada al sur del Riorrío. Tras ellos marchaban en sucesión la infantería gorgota, los aliados pandalumes y mestizos, agrupados según lares y por último los irregulares, armados de forma ligera. La caballería iba por fuera del camino, a la derecha de la columna, y una enorme polvareda flotaba a retaguardia, señalando el paso de la caravana de bagajes con su escolta de lanzáis copa. Y, entre toda esa muchedumbre en movimiento, la litera del ogro Tavarusa se bamboleaba a lomos de un buey gigantesco, custodiado por hombres-cabra y brujas montañesas que enarbolaban sus enseñas rojas y doradas.

Con la rodela en una mano y los dos venablos en la otra, bajé al encuentro de las fuerzas. El calor danzaba entre los matojos, haciendo temblar la visión, y las culebras se escabullían siseando ante los golpeteos de mis armas contra la maleza. Los ojeadores trotaban sin rumbo fijo y los escaramuceros deambulaban en grupos sueltos. Algunos conocidos me vieron: me saludaban a gritos y yo respondía levantando los hierros.

Fui contorneando a paso calmo las formaciones de infantería que marchaban con el equipo a cuestas. Luego advertí que un jinete llegaba galopando hacia la cabecera. Su máscara —hecha de cráneo de chivo y placas metálicas— lo señalaba como un gran guerrero entre los montañeses, así como un hechicero de rango menor, y, al constatar que cabalgaba hacia mí, cambié un venablo de mano. Se me acercó refrenando poco a poco la montura, de tal forma que llegó hasta mí al paso.

—¿Eres el hombre-lobo Corocota? —Los ojos, tras las rendijas de hueso y bronce, eran oscuros y fieros.

—Sí.

El caballo, tan salvaje como el jinete, piafaba y hacía saltar pellas de tierra y polvo. El hombre-cabra se inclinó sobre la silla para observarme, y entonces fue cuando advirtió la forma en que empuñaba el venablo, listo para lanzar.

—Paz, lobo, paz —protestó.

—Haber empezado por ahí, hombre. —Abatí el hierro—. Paz, chivo.

—¿Vienes del este? ¿Tienes noticias?

—Puede que tenga alguna, sí. Todo depende de lo que ya sepáis.

—Entonces vamos, dáselas tú mismo a don Tavarusa.

—Bueno —me excusé, azarado—, tampoco tengo tantas cosas que contar.

—No importa. Él te escuchará de todas maneras. Vamos —urgió—. Vamos.

Así que tuve que aceptar a regañadientes. Me agarré al pomo de su silla, él azuzó a la montura y salimos al trote, al encuentro de la comitiva del dios-vivo.

Cien montañeses, armados hasta los dientes, guardaban el palanquín durante la marcha. Aquel buey era uno de los más grandes que yo haya visto nunca: muy ancho y con casi dos metros de alzada; engualdrapado en rojo, con campanas al cuello y fundas de bronce en los cuernos. La litera oscilaba lentamente a lomos de aquel gigante animal, brujos enmascarados guiaban a éste de las riendas y montañeses de aire salvaje rondaban todo en torno, velando por su señor.

Habían alzado los velos para que corriese el aire, y el dios-vivo se recostaba bajo el dosel en compañía de dos concubinas, amodorrado por la hora, el bochorno y el pausado bamboleo de la marcha. Había relegado sus ropas rojas de jefe para vestir una larga falda blanca, sujeta con faja dorada; pesadas defensas de bronce le cubrían el hombro y brazo izquierdos, y un collar de cráneos dorados, grandes como puños, se columpiaba sobre su pecho velludo.

Una de sus mujeres, apenas cubierta por tres filigranas de plata, estaba sentada junto a su cabeza, espantando el calor y los insectos con un abanico. La otra —con cambuj de cobre bruñido y un peinado tan barroco como el de una altacopa— leía en voz alta un libro, reposando una mano sobre el texto, para evitar que la brisa pasase las hojas.

Caminando entre montañeses a la par que la litera, en espera de que me llamasen, presté oídos para escuchar. Todos callaban y —aunque las palabras eran difíciles de captar a esa distancia— el tono, el ritmo, las inflexiones de la voz llegaban con claridad en el silencio de la media tarde. Fascinado, me di cuenta de que recitaba versos: viejos poemas en Alto Arma.

Los cascos del buey golpeteaban la tierra, las campanillas tañían débiles y las colgaduras susurraban agitadas por la brisa. Y, sobre todos esos pequeños sonidos, la concubina del ogro iba desgranando cadenciosa las estrofas. Conjurando emociones, hechizando a la concurrencia, arrullando los sentidos con su voz privilegiada.

Por último, la lectura tocó a su fin y la magia cesó. A una señal del dios-vivo, puse mis venablos y rodela en manos de una bruja, y me aupé a los estribos intermedios del buey.

La litera se mecía con suavidad, a lentos bandazos. El paisaje subía y bajaba despacio, muy despacio. El ogro guardaba un mutismo somnoliento entre sedas, oro, mujeres; como la viva estampa de esa molicie bárbara que, entre montañeses, es atributo de la grandeza. Su testa de chivo basculaba adormilada, el collar de cráneos se mecía sobre el torso peludo, las alhajas metálicas de sus concubinas tintineaban a cada vaivén. La chica del abanico aireaba rítmicamente a su amo, mientras la lectora repasaba sus versos.

Estudié intrigado a esta última. El cabello negro, los ojos oscuros, los matices morenos de la piel, delataban su sangre gorgota. Y aquel hermoso cambuj de cobre era de un estilo mimético del de las máscaras altacopas. De nuevo, reparé en ese tocado repleto de broches, peinetas y fundas de marfil y metal.

—¿Te gusta la poesía, cazador? —inquirió distraído el ogro.

—No tengo mucho paladar para los versos, grande.

—Lástima. La poesía es un placer incomparable: una de las artes mayores —murmuró con su acento exótico, lleno de resabios al balido de las cabras—. Y éstos son buenos, viejos versos. —Tendió la mano hacia el volumen encuadernado en cuero—. Eran ya antiguos cuando los armas no existían siquiera.

Con sus garras de bronce alzó el rostro de la lectora, y yo pude apreciar aquella boca agraciada bajo el hermoso semblante de metal pulido.

—¿Sabes? Pagué muchos pesos de oro por ella. Las lais de Escarpa Umea la adiestraron expresamente para mí en las artes de la lectura. Domina el Alto Arma y los tres alfabetos gargales, el goro, el cinca, el falanai y las siete grafías coutou… —Con un gesto desdeñó proseguir—. Hay una máscara así entre vuestras altacopas: una máscara de la que ésta es un remedo, pero supongo que tú no la conoces.

—Las altacopas custodian ciento sesenta y nueve máscaras tradicionales, grande —me excusé—. Son muchas y resulta difícil conocerlas a todas.

—Sobre todo a ésta, que es de las menos populares —concedió—. Hoy en día sobran dedos en las manos para contar a las altacopas capaces de portar una Máscara Lectora. Es una pena. —Agitó la cabeza, como para sacudirse el sopor—. Pero, en fin, dime, ¿cómo ha ido tu caza?

—De momento no muy bien, grande. Aún no he logrado la cabeza de Tuga Tursa.

—Cuéntame qué te ha sucedido.

Colgado del palanquín, me acomodé para relatarle mi larga cacería. Tuga Tursa era astuta y resbaladiza, además de temeraria; ya que su fuerza, que era a la vez su debilidad, estaba en un gusto malsano por tentar de continuo a la suerte. Tras escaparse del pinar de Jabalaneté, había bajado a las llanuras de Biga y se había dirigido hacia el este.

Me ahorré relatar los pormenores de la persecución. Se había unido disfrazada a una caravana y así había recorrido el camino de Tres Cortes, yo había ido en pos de ella y, curiosamente, a los dos nos había sorprendido el estallido nómada contra los armas en Vendija. Tan decidida como siempre, había abandonado la ciudad antes de que los guerreros del llano la cercasen por completo y yo me fui una vez más en pos de ella. De una forma u otra, los dos habíamos logrado llegar a la sombra de la sierra Ongada, donde Carará Mutel preparaba un gran ejército para marchar contra las colonias armas.

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