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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (18 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Al frente, el fulgor de las llamas se colaba a través de la espesura, delatando el lugar en el que se celebraba el festival en honor del dios-jabalí Gochora. En esa negrura, los troncos de los pinos se recortaban como columnas negras contra el resplandor movedizo del fuego, creando un laberinto de noche y llamas por el que merodeaban sombras fabulosas.

Había pocos sonidos en la oscuridad, aparte del susurro del ramaje mecido por la brisa nocturna. Sólo a veces un roce, un crujido, algún débil retintín de aceros, delataban la presencia de gente armada en la fronda. Sombras escabulléndose entre sombras, en silencio casi total. Algunas estrellas brillaban por los resquicios del enramado, la brisa acariciaba las ropas y, en una ocasión, el rugido de una pantera reverberó entre los pinos. Aquel maullido salvaje sonó casi a mi espalda y me hizo volver con precipitación, venablo en mano. Pero no vi nada, ni oí más, y todo debió de ser una jugarreta de la noche y el viento.

Alguien chistó en las sombras y otros pasaron la voz, advirtiendo de que estábamos ya cerca del claro que alberga el altar del Gochora, en el corazón mismo del pinar. Me deslicé tras una roca áspera y manchada de líquenes, empuñando el venablo, mientras los manamaragas se desplegaban entre los pinos y las zarzas.

Atisbé con cautela por encima del pedrusco. En el claro, las hogueras flameaban a los embates del aire nocturno, entre retumbar de tambores y repique de cencerros. El resplandor de los fuegos silueteaba rocas y matojos, y grandes bocanadas de chispas revoloteaban en la noche, arropando a los danzarines desnudos que giraban ante el gran ídolo de bronce.

Puse los ojos en el dios-jabalí. Y tuve que admirar aquel antiguo trabajo de los artífices de las Tierras Altas. Inmenso, contrahecho, bestial; un dios de sangre entronizado entre los fuegos, que acechaba el baile de sus devotos. Cada superficie, cada curva del ídolo recién bruñido, refulgía al ritmo de las llamas, luces y sombras correteaban sin cesar por su jeta metálica, y las calaveras brillaban en sus manos como grandes joyas de marfil.

Tal como había predicho Trapaieiro Porcaián, medio centenar personas ocupaban ese calvero. Algunos batían tambores y el resto bailaba formando dos círculos que rotaban lentamente en sentidos opuestos. Dos ruedas rituales de hombres y mujeres que giraban, haciendo chocar espadas y agitando ristras de cencerros. Por fuera del segundo círculo, daban vueltas cuatro hechiceros con máscaras de jabalí, que marcaban el paso con largas lanzas empenachadas.

Asomado al borde de la luz, traté de encontrar a Tuga Tursa entre toda esa gente. Fui escudriñando con avidez esa reunión de bailarines desnudos y pintados, muchos de los cuales ocultaban el rostro tras máscaras rituales. Y, de entre todos, no pude por menos que reparar en un ogro tripudo y deforme, un gigante peludo con cabeza de jabalí, que sobresalía por encima de todos sus concelebrantes, tambaleándose mientras enarbolaba un hacha de dos hojas.

A cada instante, algunos partícipes cambiaban de sitio, pasando de un círculo a otro según las pautas del ceremonial. Y, en el centro de las dos ruedas, danzaba un hombre de brillante máscara dorada y con el cuerpo lleno de pinturas vistosas. Aquél era la víctima escogida del Gochora, el eje sobre el que giraban los bailarines.

El festejo iba a durar horas, casi toda la noche. Enardecidos por pócimas, danzarían sin descanso hasta altas horas, girando y girando en honor del dios-jabalí. Luego, antes del alba, los cuatro maestros de ceremonia —esos brujos que marcaban desde fuera el compás del baile— mutilarían ritualmente al hombre de la máscara de oro, antes de arrancarle el corazón y las entrañas, y arrojar sus restos al regazo del ídolo.

Alguien me puso la mano en el hombro y, al volver la mirada, entreví a Trapaieiro Porcaián agazapado a mi diestra, con la vaina de la espada en la mano. Entre las sombras, señaló el ruedo de las hogueras.

—Tuga Tursa —murmuró—. Ahí, ahí.

Siguiendo su índice, alcancé a distinguir a una mujer esbelta entre toda aquella gente. Una bruja desnuda, embadurnada de amarillo y azul, y con el cabello teñido de los mismos colores, con un rutilante cambuj de cobre pulido y marfil sobre el rostro. Se cimbreaba lentamente, al son de los grandes tambores, empuñando dos espadas, y sus ojos azules relumbraban a la luz de las hogueras.

—Ahí la tienes, tal como acordamos —volvió a susurrar a mi oído el montañés—. Yo he cumplido ya mi parte.

—Así es —musité, sintiendo un regusto áspero al pronunciar esas palabras y sin poder despegar la mirada de aquella bruja mestiza que danzaba entre los fuegos, con el pelo suelto y espadas en las manos.

Traté de distinguir más detalles desde aquel borde del claro, porque hay vínculos perversos entre los cazadores de cabezas y sus víctimas. Se me antojó joven, vital, alocada, y al menos de cuerpo era tan hermosa como me habían dicho. Tan sólo unos pasos nos separaban en esos momentos y, mientras la veía bailar, acaricié la filuda hoja de mi venablo.

A ambos lados míos, podía entrever a los juramentados de Lobo Feroz, parapetados en las sombras y la maleza. Manamaragas medio desnudos, armados hasta los dientes. Casi la mitad eran hombres-lobo —unos de mi feral y el resto daos, mediarmas, gargales—, muchos con una piel de lobo sobre cabeza y espalda, y unas cuantas defensas de cuero y metal repartidas a capricho por el cuerpo.

En esa penumbra, distinguí a Arastacasta agachado tras unas matas, desnudo y pintarrajeado como un esqueleto, con una rodilla en tierra y su hacha en la mano. Aunque no le vi, pude imaginarme a Lobo Feroz en esas tinieblas, tarareando entre dientes los largos estribillos que sirven en estos casos para medir el tiempo, y dando así margen a las dos brujas de guerra para que pudiesen flanquear y situarse en algún lugar adecuado desde el que disparar sus arcos.

Observé de nuevo hacia el redondel de hogueras. El plan de mi pariente era simple: veinte contra cincuenta, atacaríamos en tromba, fiando en la sorpresa y la confusión para desbandar al enemigo, y apoyados por las brujas, que lanzarían sus flechas desde los lados, sin temor a herir a los nuestros.

Si no lográbamos empujar a los enemigos a las cuestas que respaldaban el altar, si nos plantaban cara, lo íbamos a pasar mal. Pero en la vida hay que correr riesgos y, ocurriera lo que ocurriese, Tuga Tursa moriría esa noche. Qum Moga y yo habíamos cerrado un pacto de muerte y, en caso de que yo cayera, ella asaetearía a la bruja mestiza. De esta forma, nunca volvería a presumir de haber causado la muerte de más cazacabezas, ni de más hombres-lobo. No volvería a mermar el prestigio de los Cien, ni a humillar a mi feral, ni serviría más a los designios de los enemigos de los armas.

A cambio, si todo iba bien y yo sobrevivía, yo quedaría en deuda con Qum Moga.

En ese momento, el ogro se apartó bruscamente del baile, haciéndome volver a lo inmediato. Los tamborileros perdieron el compás, haciendo zozobrar la danza, mientras los maestros de ceremonia observaban perplejos cómo el gigante de cabeza bestial se plantaba al borde del ruedo de hogueras. Algún indicio, o un sentido inhumano, le habían alertado sobre nuestra presencia y ahora sus ojillos rojizos se removían inquietos, escudriñando recelosos la negrura circundante.

El tiempo fue pasando muy despacio, con el ogro parado junto a los fuegos y nosotros agazapados en la oscuridad. Por último, Trapaieiro Porcaián se incorporó con un suspiro y abandonó la espesura para mostrarse a los claroscuros vacilantes de las llamas. Todos le vimos acercarse al ruedo, casi con indolencia, la funda lacada del acero en la mano. Del otro lado de la hoguera, el ogro asió su hacha con ambas manos.

Trapaieiro Porcaián esgrimió su propia hoja, tirando a un lado la vaina, y los contendientes se encontraron al pie mismo del redondel, entre dos fogatas. Sólo entonces advertí de verdad cuán enorme era aquel ogro; porque si el montañés, que era hombre de gran estatura, me sacaba a mí, que soy bastante alto, dos buenas cabezas, aquel monstruo le rebasaba a él otro tanto.

Entre las nubes de chispas que se arremolinaban al viento, el ogro descargó un hachazo serpenteante contra su enemigo. El montañés hurtó la cabeza a la parte alta del golpe, bloqueando abajo con su espada. Y sin pausa, mientras el ogro alzaba de nuevo su arma, Trapaieiro Porcaián le tiró una estocada de abajo arriba; un golpe que abrió en canal la barriga del gigante peludo, de pubis a esternón.

El montañés se apartó mientras el hacha resbalaba de los dedos de su enemigo. El coloso semihumano cayó de rodillas, con las manos sobre el vientre, como queriendo impedir que las entrañas se le escapasen por aquella herida mortal, y lanzó un berrido que retumbó por el claro; un chillido tan atroz como el de un cerdo en la matanza. Luego se desplomó de bruces entre las hogueras.

Por unos instantes, todo quedó como congelado. Las hogueras crepitaban en la noche, Trapaieiro Porcaián observaba al ogro muerto y los celebrantes asistían atónitos a la escena, sin poder creer que aquel hombrón de ropas negras y máscara bruñida de jabalí hubiera podido abatir al ogro en un solo quite.

Estalló un fogonazo a mi izquierda. El disparo de Lobo Feroz volteó a uno de los maestros de ceremonia y, antes de que los últimos ecos del estampido se hubiesen dispersado a lo largo del pinar, los manamaragas atacaron entre aullidos y al son de las bramaderas, volcando un chaparrón de proyectiles sobre sus aturdidos enemigos.

Yo por mi parte eché a correr, sorteando el núcleo del combate. Tuga Tursa estaba a un lado del altar, espadas en mano y tan confusa como sus compañeros. Sólo cuando rebasé el anillo de hogueras reparó en mí y supo de inmediato quién era. Se revolvió blandiendo aceros y, bajo el cambuj de metal y marfil, sus labios jugosos se fruncieron para enseñar los dientes.

Rugiendo, le lancé mi venablo. Un hombre interpuso su propio cuerpo para proteger a la bruja, y recibió el tiro en pleno pecho. Cayó hacia atrás, chocó contra Tuga Tursa y se fue al suelo sin que ésta le dedicase una sola mirada.

Yo ya había empuñado rodela y espada, pero no llegué a cruzar hierros con ella, porque me dio la espalda para escabullirse entre la confusión del combate. La lucha se decantaba con rapidez y los adoradores del Gochora, aturdidos por las pócimas y la sorpresa, cedían ya ante el empuje de los atacantes. Pero yo, indiferente a todo eso, me abrí paso entre unos y otros, y la bruja mestiza volvió a plantar cara al otro lado del redondel de hogueras. Durante un latido, fijé mis ojos en aquellos otros azules, que parecían echar humo. Luego, me arrojé contra ella.

Fue entonces cuando las hogueras más cercanas parecieron explotar, derramando una ola de fuego que se interpuso entre ambos. Y yo hube de recular ante esa riada ardiente, fruto de la magia de la mestiza. Cuando las llamas menguaron, ella ya escapaba brincando con agilidad por entre las rocas diseminadas por la pendiente.

Salí en pos de ella, azuzado por la sed de sangre. Bajé por la cuesta, mezclado con los devotos en fuga, sin molestarles ni ser molestado. Uno de los brujos, empero, quiso detenerme al pie de los primeros pinos, al fondo de la cuesta. Surgió de repente de las sombras y apenas logré agacharme, hurtándome a un lanzazo que pasó rozando mi hombrera izquierda. Antes de que pudiera intentar un segundo golpe, le apuñalé desde abajo y él, herido, abandono su lanza para huir, sujetándose el costado.

Pero, entretanto, Tuga Tursa había ya desaparecido. Al incorporarme, aún pude vislumbrar alguna última figura desnuda y pintarrajeada que corría entre los troncos, buscando la protección de las sombras. Estuve dudando al pie de la espesura, rabioso y tentado de seguir persiguiendo a la bruja en la oscuridad. No obstante, al cabo, tuve que aceptar que se había esfumado en la noche y que no podría a dar con ella en aquellas tinieblas.

Remonté los taludes cubiertos de maleza, al tiempo que me sacudía con desgana la tierra de las ropas. Los manamaragas bailaban ya entre los muertos, celebrando la victoria con cabriolas, griterío y batir de aceros. Una docena de cadáveres yacían en el ruedo, casi todos traspasados por armas arrojadizas, y los vencedores brincaban entre las llamas, enarbolando las cabezas recién cortadas.

Tenían aún viva a la víctima del festival, maniatada. Era muy joven, apenas salido de la pubertad, y aguardaba su destino embotado por el bebedizo y lo ocurrido esa noche. Trapaieiro Porcaián se aproximó, espada aún en mano.

—Eres un hombre muy fuerte, un gran luchador. —Admirado, Arastacasta señaló con su hacha al ogro caído. Después, con otro gesto del arma, le mostró la estatua de bronce—. ¿Quieres que derribemos la estatua de tu pariente?

—No, no —descartó con la cabeza el montañés, antes de volverse hacia las dos brujas pintadas de rojo y amarillo, que discutían sobre cuál de ellas había alcanzado a más enemigos con sus flechas. Les mostró al muchacho atado de manos—. Sacadle del ruedo y matadle.

Ellas hicieron una rápida reverencia, antes de apoderarse de él riendo. Apenas se debatió cuando le arrastraron a las sombras para degollarle. Pude entreverlas en la penumbra, daga en mano, agachadas junto al cadáver como carroñeros sobre una res muerta, y no me sorprendió ver que volvían relamiéndose los labios.

Me quité la máscara, recobré el venablo del cuerpo del juramentado de Tuga Tursa y fui hasta una hoguera. El calor resultaba agradable; la madera crepitaba, y olía a pinar y a leña quemada, y también un poco a muerte. Qum Moga, la bruja, merodeaba insegura a mi alrededor, con esa misma timidez que ya mostrase en nuestro primer encuentro. Y yo, sabiendo muy bien qué quería, le hice señal de acercarse.

Contemplamos juntos el fuego, sin intercambiar palabra durante un rato. Sus cabellos teñidos de escarlata y amarillo se alborotaban a cada ráfaga de viento nocturno, las ajorcas centelleaban a la luz de las llamas y sus ojos oscuros relucían cada vez que me lanzaba una mirada de soslayo.

—¿No tienes frío? —le pregunté.

Porque la temperatura era baja y ella iba casi desnuda, como todos sus compañeros, cubierta apenas con un puñado de defensas de bronce bruñido y cuero lacado en rojo, y un manto colorado en el que se envolvía ahora a capricho.

—No. —Ladeó la cabeza, algo desconcertada—. Aquí refresca siempre de noche y nosotros estamos hechos al clima. Las pinturas y el aceite dan calor, sirven tanto como vuestras ropas.

Asentí, con los ojos puestos en los torbellinos de pavesas rojizas que volaban hacia la oscuridad.

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