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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (24 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Fue entonces cuando, entre nubes de polvo, surgieron barritando los elefantes: monstruos de pelaje marrón, enormes, cubiertos de telas azules y doradas, con pesados caparazones de púas y cuchillas curvas al extremo de los dos pares de colmillos. Tras ellos, entrevistos en la polvareda, llegaban puces con máscaras y pinturas de guerra. Entraron en liza por la izquierda, tratando de apartarnos de las charcas, y en un instante los tuvimos encima, pisoteando con furia a los hombres, trompeteando y sacudiendo las orejas. Desde las torres de vaqueta y mimbre, tiradores goro y pandalumes disparaban sus dardos y, por los huecos, los puces entraban al combate entre resonar de bramaderas.

Aquellas bestias parecían incontenibles, aplastando todo a su paso. Los piqueros se agolpaban ante ellas, enfrentándolas con los hierros tendidos y un gran griterío. Caían bajo las patas y los colmillos, y los golpes de trompa los mandaban por los aires. Las varas se rompían contra los caparazones, los cuadros comenzaban a ceder, abrumados por la lluvia de proyectiles, y los hombres del Urante blandían sus dardos entre cánticos de victoria. Pero ya los montañeses que rodeaban a don Tavarusa estaban agitando sus estandartes de señales, las catapultas corregían el tiro y, por entre toda aquella confusión, vimos aparecer a gentes de las Tierras Altas.

Se lanzaron hacia delante sin miedo. Las mujeres-araña arrancaban a sus víctimas de lo alto mediante redes emplomadas; los hombres-escorpión volteaban cuchillas al extremo de correas, infligiendo heridas atroces; y enjambres de gente-avispa, pintarrajeados a manchas amarillas sobre negro, acudían disparando saetas emponzoñadas. Los conductores de los elefantes los aguijaban contra ellos, y los tiradores asían nuevos dardos, observando desconcertados cómo hormigueaban alrededor. Manamaragas de máscaras antiguas y terribles zigzagueaban entre los remolinos de polvo, agitando lanzas en llamas, blandiendo armas como guadañas o tumbándose de espaldas para calzarse el arco y arrojar flechas humeantes con fuerza terrible.

Los tiros de catapulta silbaban entre el vuelo de las saetas, esparciendo humo y fuego. Un elefante, herido por uno de aquellos largos hierros, cayó entre berridos de dolor, aplastando a los que luchaban a su vera; y, cuando un bolaño acertó de lleno en una torre, hombres, maderas y armamento saltaron por los aires como dulces de piñata. Los monstruos trompeteaban, exacerbados por los flechazos, y se revolvían, bamboleándose de un lado a otro como montañas, oscureciendo con sus moles el sol.

Aún recuerdo cómo corría yo en medio de todo aquel caos, con la rodela en alto para protegerme de los dardos que caían silbando. Los proyectiles zumbaban rabiosos, el polvo se arremolinaba a bocanadas, sofocando, y los escaramuceros acudían en tropel, con toda clase de armas, para trabarse como furias a los mismos pies de los elefantes. Entonces, de entre toda esa barahúnda, me salió al paso un mestizo con máscara de matar; un juramentado que llevaba el sello de Tuga Tursa en el escudo. Me hizo un aspaviento de desafío, entrechocando escudo y maza. Y yo, ante el gesto, le tiré uno de mis dos venablos y le herí en el vientre.

Pero luego, antes de que pudiera asestarle el golpe de gracia, nuevos llegados me hicieron olvidarle allí herido, revolcándose entre los muertos. Personajes con máscaras de ofidio surgían como fantasmas diurnos de entre las densas polvaredas. Silbaban y siseaban al disparar sus arcos, y con ellos iba un hombre desnudo y pintado que calaba esa máscara antigua que es conocida con el nombre de Cufa Sabut.

Llevaban con ellos el estandarte de la Máscara Real: un círculo con un ojo dentro, del que irradian seis dedos como los rayos de una estrella. Multitud de gentes-serpiente se agitaban en torno al portador del Cufa Sabut —muy alto y huesudo, con un espada en cada mano— cubriéndole con escudos que lucían sellos y culebras entrelazadas. Cuando la vi así, tras las adargas, aquella máscara me resultó tan hermosa, tan enigmática como su leyenda decía. Brillaba, sonreía, cautivaba aun en medio de la vorágine, obligándome a desviar la vista, deslumbrado. Pero apenas tuve un instante para admirarla, antes de que los vaivenes de la lucha la apartasen de mis ojos, y ya no pude verla más.

Los nómadas comenzaban a ceder ante el bosque de picas, abrumados por tantas pérdidas, y nuestra caballería, en falsa fuga, tras revolverse contra sus perseguidores, regresaba ahora a la carga, contribuyendo al desastre. Los reyes de la llanura soplaban sus turullos y los brujos sacudían sonajeros, entonaban largos gritos de guerra, hacían ondear las banderas orladas con los curiosos alfabetos de los llanos, tratando de mantener el ánimo de los suyos. Pero éstos retrocedían y los nuestros pasaban ya a la ofensiva, desplegándose y empujándoles a golpes de hierro, y enseguida los llaneros se vieron ante un largo muro de moharras tendidas.

Eran horas de mucho calor, próximo ya el mediodía, y el viento ardiente soplaba a ráfagas, rasgando las polvaredas. El sudor corría a mares, los brazos pesaban de blandir las armas y el mismo aire parecía quemar en la garganta reseca. Había sed, y olía a multitud y a muerte. Nuestros cuadros presionaban al ronco son de los tambores, agitando hierros, con los aliados pandalumes y los escaramuceros cubriendo el flanco izquierdo, y la caballería por el derecho, galopando a rienda suelta entre alaridos. Los reyes del llano hacían frente al muro de picas con denuedo, gritando sin entenderse y conduciendo cargas tumultuosas. Algunos jinetes dispersos habían logrado rebasar nuestras líneas por la derecha e intentaban alcanzar el cerro donde se hallaba Tavarusa; trataban de abrirse paso a galope tendido, entre voltear de sables, tan temerarios como juramentados, pero los montañeses los derribaban de lejos, a tiros de fusil y flechazos.

Al pie de las charcas, los escaramuceros combatían en confusión, entre las moles muertas de los elefantes abatidos. Varios de aquellos monstruos, cegados por las flechas envenenadas, barritaban enloquecidos. Terribles, los veíamos surgir de improviso entre las nubes de polvo, y pasar con gran estruendo, las torres en llamas, aplastando cuanto encontraban en su camino. El clamor, el bochorno, el polvo, lo cubrían todo. Las banderas, las crines de los caballos y las ropas holgadas de los llaneros ondeaban entre hierros arremolinados. La sangre salpicaba en el revuelo de armas, enrojeciendo las hojas; relucía al resbalar por los filos y burbujeaba en charcos oscuros sobre la tierra parda y seca.

De nuevo ondearon las banderas de señales desde el otero ocupado por el rey-brujo Mutel y la caballería pesada de los necas, hasta ese momento en reserva, se abrió paso por entre aquel maremágnum. Los que combatían en alto pudieron verlos aparecer al galope por el llano, haciendo retemblar el suelo con un estruendo sordo, como una tormenta de otoño. Cabalgaban cubiertos de piezas de armadura, sobre grandes monturas cubiertas de láminas y cotas metálicas, y enristrando lanzas con vistosas banderolas. Otros jinetes, interpuestos, les estorbaban, de forma que los caballos chocaban aparatosamente. Andanadas de flechas castigaban sus filas, y el polvo enturbiaba la vista. Pero aquellos falises, una rama semicivilizada de ese pueblo nómada, cargaban en formaciones cerradas, unas tras otras, como largas olas, y nada pudo impedir que llegasen a embestir con ímpetu irresistible contra el centro de nuestro ejército.

Las bestias al galope se ensartaban en el muro de picas y, agonizantes, seguían llevadas de su empuje; daban vuelcos, rompían astas y arrollaban a los hombres. Los jinetes salían lanzados por los aires e iban a caer sobre los piqueros, desbaratando las líneas. Más de un cuadro sucumbió bajo aquella avalancha de caballería blindada, y los hombres fueron entonces barridos por el vendaval de cascos, lanzas y sables. Los restantes hubieron de resistir apiñados, erizando hierros y con los ballesteros entre las varas.

Nuestras reservas acudieron a cerrar brechas, mientras los jinetes enemigos se agolpaban allí como aguas en las represas. La infantería puce arrostraba nuestras largas picas, los jinetes nómadas volvían en desorden al ataque y los elefantes supervivientes se estaban reuniendo para una nueva carga. Los combatientes se amontonaban unos contra otros y la línea de batalla se agitaba en toda su gran extensión: hervía de lanzas agitadas, de estandartes, de espadas y hachas, y de escudos pintados que subían y bajaban sin cesar.

Un gran griterío, muy distinto, comenzó a correr entre los llaneros. Los vimos apartarse y refluir, mientras sus reyes volvían indecisos los ojos a la espalda, aupándose sobre los estribos. Y nosotros miramos también más allá.

Dos lares sensi, los Mettorutane y los Ococogunne, se habían vuelto contra sus aliados y, mientras todos luchaban, se habían lanzado al ataque contra el cerro ocupado por Carará Mutel. Aquel que arriesgaba alguna que otra mirada por entre el choque de armas, podía ver cómo los sensi espoleaban sus monturas por las laderas, apoyados por esclavos con arcos. Los puces y los necas de la guardia de Mutel se defendían con rabia, indignados por esa traición, y hombres y caballos rodaban cuesta abajo, entre regatos de guijarros y arena. Otros nómadas picaban ya espuelas en socorro del rey-brujo, pero los atacantes eran muchos para los defensores, las saetas arreciaban y, pese a todo su valor, los defensores fueron desalojados de la cima del cerro.

Y, con eso, aquella coalición heterogénea quedó sin cabeza. Nadie sabía ya muy bien qué pasaba y la confusión cundió como un incendio. Cabecillas y hechiceros titubeaban, cada uno dudando de los demás, y en un parpadeo, unos por otros, comenzaron a retirarse.

La gran horda se resquebrajó como muro de barro. La infantería tiraba sus armas para huir, y los jinetes volvían grupas. Corrían o galopaban hacia los carros o hacia campo abierto. Los nómadas, inclinados sobre el cuello de sus monturas, las fustigaban con furia, y los elefantes se abrían paso a través de la desbandada, atropellando a los fugitivos.

Vimos cómo escapaban en lontananza, desperdigándose cada vez más. Los cuadros avanzaban en línea, la caballería cargaba por el flanco y las lanzáis copa habían salido con caballos frescos a perseguir a los enemigos en fuga, desplegadas en abanico. Enarbolando lanzas y sables, les daban alcance y los derribaban. Hombres y caballos caían entre revolcones, en confusión.

Enseguida todos estuvieron lejos. Soplaba una brisa polvorienta, enturbiando la luz del sol. Los heridos se retorcían entre los muertos. El aleteo de cuervos oscurecía el aire; hurgaban en las carroñas, rebuscando desafiantes; y nubes de moscardones acudían zumbando a la sangre. Las brujas de guerra se congregaban en torno a los enemigos rezagados. Éstos les hacían frente con sus hierros mientras ellas brincaban alrededor, como demonios pintarrajeados, agitando picas recogidas de entre los cadáveres. Los hostigaban a puyazos, abriéndoles las carnes antes de ensartarlos e irse en busca de nuevas presas. Algunos se agrupaban para defenderse, pero ellas los apedreaban y, una vez caídos, les abrían el costado para arrancar el corazón aún tembloroso. Allá lejos, sobre el cerro que ocupara el rey-brujo, los toldos rojos de su carpa ardían con una humareda alta y negra, como proclamando a los cuatro vientos el desenlace de la batalla.

Hubo aún, sin embargo, choques armados durante toda la tarde. Los jinetes libraban escaramuzas rápidas a lanza tendida, los nómadas se defendían junto a sus grandes carros y los campamentos estaban en llamas.

En las lagunas, personajes con máscaras se escabullían como culebras por las cañas, dándose caza unos a otros. Pintarrajeados y sigilosos, se les entreveía en la espesura: surgían por un instante y al siguiente ya no estaban. Las aves alzaban ruidosamente el vuelo, en bandadas inmensas, y la brisa acariciaba las copas de los árboles, estremeciendo la penumbra del bosque. Ecos de gritos distantes resonaban sobre las charcas y, a veces, flechas sueltas volaban como pájaros entre dos orillas.

El sol comenzaba ya a declinar, dorando el centelleo de las aguas, cuando Tuga Tursa apareció por fin ante mis ojos, abriéndose paso entre los juncos. Vadeaba con cautela, espadas en mano, mientras yo, oculto en la maleza, espiaba sus movimientos. Lucía una media armadura de cuero lacado y metal bruñido sobre el cuerpo pintado de colores vivos, máscara de cobre pulido y llevaba la cabellera suelta y teñida de añil. Su ajuar —espadas, arnés, cambuj; las alhajas que brillaban sobre la piel untada de amarillos y azules— estaba formado por trabajos de calidad; piezas magníficas tal como corresponde a la concubina de un grande.

Se detuvo de golpe, recelosa, a escudriñar cada resquicio de la espesura circundante. La vegetación abarrotaba las orillas, sepultándolas bajo un estallido de verdes y castaños. Las copas de los árboles se mecían susurrando sobre su cabeza y el resplandor de la tarde se filtraba por el enramado, cubriendo el suelo de arabescos luminosos.

Hasta que no volvió la cabeza no me descubrió allí cerca, camuflado en los contraluces de la chopera. Nos miramos durante un instante muy largo. Luego me acerqué sopesando despacio el venablo. Comenzamos a girar entre los árboles, uno en torno al otro; lenta, muy lentamente, igual que duelistas en el ruedo. Yo agitaba el hierro con parsimonia deliberada, tanteando, y ella fintaba interponiendo aceros, algo inclinada hacia delante. Los labios llenos, pintados de turquí y amarillo, aleteaban entreabiertos, y los ojos, tras las ranuras cobrizas de la máscara, despedían fuego azul.

Amagué algunos tiros y, en cada ocasión, ella esguinzó con rapidez para hurtarse a un posible golpe. Pero advertí que había cambiado de mano las espadas —la larga a la zurda, la daga a la diestra— y, atento a sus gestos, pude constatar que a duras penas podía valerse del brazo derecho, quizá dañado por un golpe de maza o un encontronazo. Las placas de su coraza tintineaban a cada inspiración, como si le faltase el aliento, y la sangre caía sobre las plantas, las gotas reluciendo como gemas sobre el verde oscuro de las hojas.

Estuvimos así largo rato, girando. Yo blandía el venablo y ella esquivaba, escabulléndose tras los troncos. Fui azuzándola sin descanso con amagos del hierro, rehusando sus intentos de trabarse y empujándola sin cesar por la chopera. A cada paso que daba atrás, el sol le correteaba por el cuerpo, moteándolo al trasluz del enramado; los aceros chispeaban y sus ojos azules ardían con sentimientos que pasaban por ellos como relámpagos: furia, dolor, fatiga, desamparo.

Agité otra vez el venablo, ella se removió de nuevo, volvimos a cruzar miradas. Reculó una vez más, se detuvo y después, de repente, enderezó la espalda y volteó aceros, para luego abrirse lentamente de brazos, con las hojas de las espadas pegadas a los codos, adoptando esa postura ritual de brazos en cruz que ningún gorgota puede dejar de reconocer.

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