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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (37 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Allí no había sólo matioteé, sino caralocas de una docena de tribus, y también gorgotas del norte, e incluso cierto número de enanos patacones, con sus arcos y sus cabezas de barro cocido. Las flechas se clavaban ya, chasqueando, en las maderas de la empalizada, y aún seguían saliendo guerreros del bosque. Cosal comprendió que no había forma de parar esa marea humana y, durante un segundo, sintió cierta comezón al pensar que los raúnes iban a perecer en masa por su culpa. Pero aquellos guerreros sagrados no parecían afligidos, sino más bien felices, hasta el punto de que algunos cantaban como extasiados. Los raúnes, lo mismo que el santón rojo que habían encontrado en el bosque, vivían por y para la guerra, y aquélla era la gran batalla para la que siempre se habían preparado, en contraste con toda una vida de patrullar caminos y librar escaramuzas contra bandidos.

La gran campana de bronce seguía tañendo, y los defensores golpeaban con las conteras de sus armas contra la empalizada de madera, haciendo resonar la estructura como un gigantesco tambor de tronco hueco. Se oyó un chasquido de cuerdas sueltas, el golpetazo de madera contra unos topes, y un gran proyectil llameante surgió humeando de las puertas. Un bolaño de piedra, envuelto en paja encendida, que hubiera hecho más daño si el suelo hubiera estado más duro y permitido más rebotes. Aun así dio de lleno contra una de las tortugas de hombres y paveses, y la deshizo. Los ballesteros dispararon una descarga cerrada y los hombres cayeron gritando, con las saetas vibrando en la carne.

A ese tiro de catapulta le siguió otro, y luego otro, y enseguida el aire estuvo lleno de bolas llameantes y de flechas. Pero eso no hizo titubear a los atacantes, que subían por todos lados y cerraban filas en el camino. Vistas desde la empalizada, sus formaciones eran como grandes manchas de color sobre las laderas verdes. Sus arqueros disparaban oleadas de flechas, el griterío era ensordecedor y los jefes agitaban sus lanzas emplumadas, animando a los hombres a proseguir.

Llovían tantas flechas que los defensores tuvieron que desalojar las almenas pero, desde las troneras de la galería inferior, descargaban sus ballestas contra la multitud de asaltantes. Los heridos caían dando tumbos por las cuestas, pero eran gotas en un mar. Ni zanjas ni terraplenes pudieron contener aquella marea humana y, a pesar de las bajas, los matioteé y sus aliados llegaron al pie de la gran empalizada. Eran como olas en la pleamar; se estrellaban contra los troncos y unos golpeaban con sus hachas, haciendo saltar astillas, mientras otros apoyaban escalas por todos lados; tantas, que los defensores no daban abasto a derribarlas.

La campana del santuario repicaba enloquecida y el gran maestre raún iba de un lado a otro de la terraza superior, con todo el recinto ante sus ojos, mientras sus ayudantes trasmitían órdenes agitando banderolas. Algunos raúnes escogidos, cubiertos con armaduras pesadas, hacían caer mediante horcas las escalas cargadas de hombres. Pero no había nada que hacer contra ese asalto: subían por todos lados y los caralocas y gorgotas pintarrajeados no tardaron en irrumpir por las almenas.

Pero las defensas de Rau Branca no se limitaban a su gran muralla de troncos. En las empalizadas radiales que dividían el recinto en sectores, allí donde se unían a la primera, había compuertas que permitían aislar los tramos invadidos. Los atacantes, que ya cantaban victoria, se vieron así atrapados y, desde los parapetos del santuario, que estaban a mayor altura, grupos de ballesteros comenzaron a lanzar descargas cerradas de saetas. Los proyectiles llegaban zumbando y los hombres alcanzados salían despedidos hacia atrás por la fuerza de los impactos. No pocos volteaban e iban a caer aullando desde lo alto, sumiendo en la confusión a las masas de asaltantes que se apiñaban abajo.

Pero seguían irrumpiendo y algunos se las arreglaron para bajar al otro lado, con idea de asaltar el santuario. El estruendo de las armas y los gritos era ensordecedor, y el impacto de los arietes hacía retumbar las puertas como tambores. Aquel recinto no había sido diseñado, ni contaba con suficientes defensores, contra un ataque a esa escala. Algunos caralocas lograron romper las compuertas que llevaban a las empalizadas radiales y las invadieron con ímpetu. Pero allí les salieron al paso los raúnes, con sus grandes espadas y sus armaduras, e hicieron una matanza en las pasarelas estrechas. La situación era tan grave que el propio gran maestre abandonó la terraza superior del santuario para acudir, espada en mano, a las puertas.

Tampoco Trapaieiro Porcaián y sus compañeros tardaron en sumarse a la lucha, ya que un grupo de gorgotas norteños logró llegar hasta la terraza inferior, a pesar de lo empinado de la cuesta y la lluvia de proyectiles que les lanzaban desde arriba. Subieron a fuerza de coraje, alzando los escudos y en total desorden. La lucha se generalizó en la terraza y allí, entre el tumulto de hierros, fue donde el maestro Te-Cui, que se defendía con su hermosa espada sureña y un broquel, vio por primera y última vez al Cufa Sabut.

Había abatido a un hombre-avispa y volvía ya los ojos en busca de más enemigos, cuando vio cómo, por la rampa, llegaba un hombre alto, con un manto negro que flameaba al viento y un cambuj de oro puro. Uno tan hermoso y aterrador como le habían descrito. Observó, hechizado, los reflejos del sol de otoño sobre ese semblante de metal bruñido y, si alguien le hubiese acometido en ese instante, le hubiera dado muerte sin defensa, ya que, durante unos segundos, sólo tuvo ojos para la máscara.

El Cufa Sabut empuñaba espada y daga gorgotas con esa soltura de los hombres de armas. Sin embargo, no fue el maestro el primero en enfrentarse a esa máscara legendaria, a pesar de estar a sólo unos pasos. Se le adelantó Viboraz, que acudió como un torbellino, cubierto con su máscara de matar, de mosaico verde y negro. Cruzaron varias estocadas muy rápidas, entre resonar de aceros, y, aunque el manamaraga logró tocar al Cufa Sabut en el hombro, e hizo saltar la sangre, éste a su vez le hirió en el vientre.

Viboraz cayó, pero el vencedor no llegó a rematarle, ya que algo desvió antes su atención. Miraba más allá del maestro a su espalda y éste, al volver a su vez la mirada, descubrió estupefacto que su antiguo alumno acababa de salir de las entrañas del santuario. Él mismo lo había dejado en una de las cámaras subterráneas, justo antes de la batalla, hundido en una inacción vegetal. Pero, de alguna forma, se había espabilado y encontrado por su propia cuenta el camino para salir a la terraza inferior. Pasó como un sonámbulo entre las columnas que sujetaban la terraza intermedia, cubierto con una túnica blanca, orlada de azul. El maestro tendió una mano hacia él y lo llamó en su idioma natal, pero el otro ni siquiera debió de percatarse de su presencia.

Te-Cui lo vio pasar a su lado y se llenó de desesperación. No podía soñar con sujetarle y, al mismo tiempo, batirse con el Cufa Sabut. La máscara mayor estaba a sólo unos pasos, con la espada tinta en sangre y el manto negro flameando a cada golpe de viento. Sin pensar siquiera, el maestro lanzó un revés con la espada y la cabeza de su antiguo discípulo, aquél por el que había hecho un viaje tan largo y azaroso, saltó de sus hombros y cayó dando botes sobre las losas de la terraza. El cuerpo decapitado aún pareció querer proseguir su camino, pero acabó por derrumbarse a los tres o cuatro pasos.

El Cufa Sabut se volvió hacia él, con el oro bruñido lleno de destellos y, en aquel reflejo del último sol de la tarde, el maestro vio su propia muerte. Con la boca de repente seca y algo de flojera en las piernas, se puso en guardia. Pero una nueva aparición distrajo de nuevo la atención de aquella máscara antigua. El Rey Rojo bajaba con lentitud las escalinatas de piedra que llevaban a la terraza intermedia. Traía los aceros en las manos, su manto rojo aleteaba y el brillo de su máscara de toro competía con el del Cufa Sabut.

El sol comenzaba a ponerse entre nubes oscuras y lo pintaba todo con esos tonos, tan hermosos como melancólicos, que anuncian el fin del día. Un golpe de viento hizo alborotarse las banderas del santuario. Todos en la terraza intermedia habían dejado de combatir, ante el duelo inminente entre dos máscaras mayores. Abajo, en la empalizada, se luchaba fragorosamente, pero allí arriba reinaba un silencio mortal, y el clamor y entrechocar de armas les llegaba como desde una gran distancia.

No hubo preámbulos ni demoras. Se encontraron entre los cuerpos sembrados por la terraza inferior. La máscara de toro hacía más alto al Rey Rojo, y le daban una apariencia de gran fortaleza física, pero, desde el primer cruce de hierros, quedó patente que la esgrima del Cufa Sabut era superior. Cambiaron tiros y paradas, a dos manos, y el Cufa Sabut tocó por dos veces, de estocada, a su oponente, en brazo y costado, sin que la herida que a él mismo le había causado Viboraz pareciera restarle un ápice de rapidez y fuerza.

Se separaron, observándose a través de las ranuras de las máscaras. El Rey Rojo estaba, obviamente, herido de gravedad. Cuando volvieron a encontrarse, el Cufa Sabut se adelantó con brío y, tras batir hierros, encontró un hueco en la guardia de su enemigo y se tiró a fondo. El maestro, que observaba a seis pasos, se mordió los labios incluso antes de que la punta encontrase el cuerpo. La espada de serpiente atravesó al Rey Rojo. De hecho, éste no hizo nada para evitarla y aun se echó hacia delante, de forma que le salieron por la espalda sus buenos dos palmos de hoja, al tiempo que dejaba caer su daga para agarrar, con la fuerza de unas tenazas, la muñeca de su contrario.

Había sido una treta, un ardid del Rey Rojo que, sabiéndose inferior en esgrima y consciente de que no podía vencer, optó por morir acabando con su enemigo. Era más fuerte que el Cufa Sabut y, mientras éste trataba de librar su muñeca, empuñó su propia espada como si de un gigantesco puñal se tratase y la hundió en el cuerpo del portador de la máscara de serpiente con un golpe de arriba abajo que el otro no pudo esquivar ni detener con la daga.

Cayeron los dos juntos, uno encima del otro y, durante unos instantes, reinó un completo silencio en la terraza. Los supervivientes de uno y otro bando observaban, unos atónitos, otros llenos de respeto, a las dos máscaras mayores que acababan de caer. Luego, varios hombres-serpiente del norte se adelantaron, dispuestos a recuperar la máscara del Cufa Sabut, pero la Bibruela y otros les cerraron el paso. No cruzaron hierros, empero, ya que entre ambos se interpuso una figura alta, vestida de negro y cubierta con una máscara híbrida de jabalí.

Trapaieiro Porcaián tendió una mano a los suyos, para contenerles, y con la otra hizo gesto a los norteños de que se retirasen. Éstos titubearon unos instantes, hasta que un hombre cubierto con un cambuj de culebra, hecho de madera pulida —sin duda una máscara menor del norte— se inclinó ante el montañés, con las espadas en las manos, a manera de homenaje. Luego se marchó por la rampa, seguido por la demás gente-serpiente y el resto de invasores, y nadie les estorbó.

Entretanto, el combate en las empalizadas había cambiado de signo. Se luchaba con la misma furia, pero ahora los asaltantes estaban retrocediendo y desalojaban los tramos conquistados, mientras sus jefes y los más arrojados de entre los guerreros cubrían el repliegue. No era un abandono organizado y los hombres se apiñaban como hormigas en las escalas. El movimiento de retroceso parecía haberse originado en los alrededores de las puertas del recinto y, después, sabrían que allí, durante el combate en las brechas abiertas por los arietes, el gran maestre raún había dado muerte, en combate singular, al jefe de guerra de los matioteé. Eso, unido a las bajas sufridas, la resistencia encarnizada de los defensores, y al rumor de que el Cufa Sabut había caído, hizo que los sitiadores aflojasen y se retiraran, la mayor parte de ellos en desorden.

El maestro se apartó del parapeto. La terraza estaba sembrada de cuerpos caídos. Silbaba el viento agitando las banderas azules del santuario. Se quedó contemplando a los muertos, y luego se envolvió en sus ropas, estremecido porque ya sentía, tras la lucha, el mordisco del frío. Se acercó al cadáver decapitado del que un día fuera su discípulo. Yacía boca abajo y la túnica blanca, ahora salpicada de rojo, se agitaba en torno a sus muslos, a golpes del viento. La sangre corría lentamente por entre las losas. Buscó con la mirada algo para cubrir esos restos, pero no encontró nada.

El viento, al cobrar fuerza, aullaba, y las banderas chasqueaban en los mástiles. El sol, ya muy bajo, se había escondido detrás de grandes nubes negras, y la tarde se había vuelto oscura y triste. Arrojó a un lado el broquel, destrozado por los golpes enemigos, y el metal del borde resonó contra las losas de piedra. Limpió con sumo cuidado la hoja de su espada, antes de envainarla, con la cabeza puesta en otra cosa.

El Rey Rojo y el Cufa Sabut yacían juntos allí donde habían caído, aunque les habían retirado a ambos las máscaras. Viboraz, el manamaraga, estaba un poco más allá. Aún le quedaba un soplo de vida, que se le iba rápido por la estocada del vientre. Le habían hecho una almohada con una capa, respiraba con dificultad y le habían descubierto el rostro. Tenía los ojos cerrados y, a cada inspiración, la sangre le burbujeaba en los labios entreabiertos.

La Bibruela, con su cambuj de bronce, ropajes color azafrán y negro, y una media armadura de escamas cobrizas, se arrodillaba a su lado. Palo Vento estaba también presente, observando muy quieto, la espada como olvidada entre los dedos, los filos aún manchados de sangre. Las ajorcas de la mujer-serpiente tintinearon al acomodar la cabeza del herido y a Peitorcal, que iba de un lado a otro atendiendo a los heridos, le bastó una ojeada.

—Dejadle estar. Se muere.

El maestro se volvió. Trapaieiro Porcaián se acercaba sorteando muertos; alto y grande, con las ropas negras, la máscara híbrida sobre el rostro y la espada, ya envainada, en la zurda. Cruzaron miradas, sin palabras. El maestro volvió a poner los ojos en el Rey Rojo, y contempló por primera vez su rostro, pintado de rojo y blanco, como una continuación de la barba teñida.

—Ha muerto un grande —dijo Trapaieiro Porcaián.

—Era un hombre noble, doy fe —asintió el maestro—. No sé si por su propia naturaleza o por la de la máscara.

—Por ambas. —El montañés paseó la mirada entre los muertos—. Seguirá vivo, en cierta forma, en la máscara. La llevó con honor y eso la hace a ella aún más grande.

—Pero a él, portarla le ha conducido a la muerte aquí, en este lugar tan lejano.

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