Cruzó las manos a la espalda, en un viejo gesto, antes de echar un vistazo a las nubes negras que ocultaban el sol, al oeste. Lejos, más allá de la empalizada, los sitiadores huían por los prados; se retiraban por el camino y a través de los bosques, y estaba claro que no iban a volver. Se quedó observando cómo las copas de los árboles se ondulaban, un mar alborotado de hojas amarillas, rojas y ocres.
Viboraz había muerto. La Bibruela se apartó del cuerpo, recogió la máscara de matar, de mosaico verde y negro, y se la ofreció a Palo Vento. Pero éste la rechazó con gesto brusco y se marchó.
—Cargar con una máscara es, con frecuencia, de lo más gravoso —dijo con suavidad Trapaieiro Porcaián, que se había percatado del incidente—. La máscara protege, pero también obliga. Una máscara no es sólo su esencia, sino también la suma de lo que sus sucesivos portadores hacen con ella…, y eso puede acabar siendo una obligación muy pesada para su portador.
—¿Es ése el caso de la Real? —El maestro volvió de nuevo los ojos al cadáver decapitado, sintiendo cierta comezón por lo poco que, en el fondo, le pesaba esa muerte.
Se preguntó dónde habría ido a parar la cabeza.
—No. La Real es completamente distinta: su naturaleza es inmutable y eso hace que acabe por devorar a sus portadores. —El montañés se había dado cuenta de que estaba observando el cuerpo.
—Tuve que matarle —se explicó el maestro, sin que el otro le preguntase nada—. Salió como poseído; iba hacia el Cufa Sabut, y yo no podía agarrarle y luchar al mismo tiempo. Hubiera vuelto a calar la Real y, de todas formas, se hubiera perdido para siempre… Es como dices, esa máscara le había ido comiendo su personalidad.
—Sí. Supongo que ya quedaba poco de él.
—Yo tenía la esperanza de que se recuperaría con tiempo —suspiro—. En fin, me gustaría darle un funeral decente, uno según los ritos de mi gente, en la medida de lo posible.
—Hay muchos muertos a los que atender. —El montañés ladeó la cabeza, cubierto por la máscara de jabalí—. Veré qué puedo hacer para cumplir tu deseo. Uno es también, en parte, la atención que presta a los que ya no están.
L
a mañana en la que cruzó el río, algún capricho del clima hizo que la orilla sur estuviese cubierta de niebla, en tanto que la norte se veía libre y soleada. Allí, el Riorrío tiene sus buenos cuatro kilómetros de anchura, por lo que, desde el batel, la orilla septentrional no era más que una línea difusa a sus ojos. Pero más allá de la misma, como el día se presentaba claro, podía divisar las primeras alturas del Carauce, elevándose a algunos kilómetros al norte de la ribera.
Él, sentado en cubierta, cuando se volvió para lanzar esa última mirada atrás, tan típica de los viajeros, no vio otra cosa que bancos de niebla, lechosos y húmedos, que lo ocultaban todo. Puso luego los ojos en la margen norte, en las montañas azules y soleadas, y, sin ser gorgota, no pudo por menos que preguntase si aquello no sería un presagio. Una señal de que la vida que había llevado hasta ese momento quedaba irrevocablemente atrás, para dar paso a otra nueva y muy distinta. Como si, para lo bueno y lo malo, ya no hubiese posibilidad de retorno. O así le apeteció considerarlo en ese momento. Se acomodó en cubierta, se envolvió en el manto, porque era aún muy de mañana y el sol no llegaba todavía a caldear, puso los ojos en el Carauce y dio la espalda para siempre a todo lo que dejaba atrás.
Rodilla en tierra, con una jabalina en la mano, el dao Dobglode vigilaba los movimientos del dragón. La bestia, un reptil enorme de escamas ocres y pardas, cuerpo alargado y cola gruesa, serpenteaba con torpeza por la cuesta abajo, como a un tiro de lanza, arrastrando el vientre por la tierra oscura, al tiempo que balanceaba la gran cabeza de culebra.
Ocalid, la lanzái copa, se apoyó en el hombro del dao para susurrarle por lo bajo:
—Si se revolviese contra nosotros, ¿podrías acertarle en el ojo?
Él evaluó blanco y distancia, sin apartar los ojos del monstruo.
—Puede ser —musitó.
—¿Y tú qué dices? —Ella se dirigía ahora a Palo Vento, que vigilaba al ser con un pie sobre un tronco muerto y una hoja arrojadiza en cada mano.
—Quizás. —Sopesó las hojas de acero con mango de hueso—. Quizás. Aunque estaría por ver que el tiro fuese de muerte.
—Calma. —Espadalombro, el hombre-leopardo, llegando desde atrás, les hizo gestos tranquilizadores—. No es más que un dragón comedor de plantas. Abundan por estos pagos. También se ve alguno, de vez en cuando, en Cabezas Muertas. Son inofensivos, a no ser que se les provoque.
La lanzái copa acarició su arco de guerra y se mordisqueó los labios carnosos, mirando aún con desconfianza al ser. Pero éste seguía inmutable su camino, arrastrándose sobre la panza, la cabeza yendo de un lado a otro y la lengua bífida azotando el aire. Llegó a su altura, los rebasó y fue alejándose con movimientos sinuosos, haciendo crepitar la hojarasca. Los tres intercambiaron entonces una mirada de alivio, antes de retroceder unos pasos.
Entre los robles de más atrás, pasado el sobresalto, cada cual había vuelto a su sitio. Trapaieiro Porcaián estaba sentado sobre un tronco, jugueteando con la espada envainada, con tres hombres-jabalí siempre a su vera, con arcos y hachas dobles en las manos. Algo más allá, el santón rojo afilaba impasible su acero. En un aparte, las dos lanzáis copa, cubiertas con sus vistosas medias armaduras, cuchicheaban muy por lo bajo.
—¿Cuáles son los agüeros? —se interesó el hombre-serpiente, aunque no sabía si fiarse mucho de tales prácticas.
Ellas se miraron. Peitorcal, la de menor rango, echó un vistazo a los signos, antes de darle una respuesta.
—Sangre, muerte. Para todos por igual.
—¿Eso es todo?
Volvieron a consultarse con los ojos. Peitorcal le señaló entonces algo, aunque él no llegó a saber si se trataba de los árboles, de alguna ardilla o de las hojas muertas que revoloteaban entre los troncos.
—Éste es el final del camino —añadió—. Para bien o para mal.
El hombre-serpiente asintió lacónico. Luego fue a reunirse con Cosal, que estaba junto a un tilo, las manos sobre el fusil y los ojos puestos en las frondas. Apoyó a su vez la espalda en la madera, con una hoja arrojadiza en cada mano. A su alrededor, las hojas muertas caían en una lluvia mansa.
—Granlea tarda —dijo por último el hombre-halcón, poniéndose el fusil en la flexura del brazo—. Me pregunto si podemos fiarnos de esa virago.
El otro dejó vagar la mirada por los gruesos troncos, las rocas que afloraban de la turba negra, la maleza, antes de contemplarlo, un poco desconcertado por el comentario.
—Ninguna bruja es muy de fiar. Pero no veo motivos para pensar que pueda traicionarnos.
—No hablo de eso. Me pregunto si tendrá tanto poder mágico como afirma.
El hombre-serpiente se encogió de hombros y le mostró las palmas. Luego cogió un terrón oscuro y se entretuvo desmenuzándolo entre los dedos.
El día antes, él mismo —junto a esa bruja y Guda Nego, el hombre-avispa que afirmaba haber sido hijo del maestro Te-Cui en una vida anterior— había salido a explorar.
El asalto frustrado a Rau Branca había dado un vuelco completo a la situación. El jefe de guerra de los caralocas matioteé, consagrado por los sacerdotes de su pueblo, había caído bajo la espada del gran maestre de los raúnes. El Cufa Sabut había perecido también, y la máscara estaba ahora en poder de Trapaieiro Porcaián. Gran número de guerreros había muerto en el ataque, y no pocos heridos fueron hechos prisioneros por los raúnes que, con buen tino, no los habían matado. El interés y los signos habían llevado a los matioteé a abandonar a su aliado Pogar que, con unos pocos fieles, había salido de Matecoda, al parecer rumbo al sur, hacia la ribera norte del río Morega, donde su causa contaba con amigos.
Trapaieiro Porcaián, tras deliberar con sus juramentados y sopesar pros y contras, había decidido perseguirle, ya que el rey-brujo aún conservaba en su poder la Máscara Real. Por eso se habían internado una vez más en los bosques y por eso estaban allí, esperando la vuelta de los oteadores. Porque la búsqueda los había llevado a un santuario abandonado del ídolo Cició, que era el nombre que el Gochora recibía entre los caralocas, perdido en aquellas inmensidades rocosas.
El día antes, moviéndose con toda clase de precauciones a través de la espesura, la bruja, el hombre-avispa y el hombre-halcón, tras evitar a un hombre-víbora de aspecto temible que montaba guardia en la breña, habían logrado llegar a una cuesta muy suave, a orillas de un río. Las aguas centelleaban tras los árboles y, a través de la espesura, se entreveían dinteles y muros de piedra, columnas esculpidas con forma de figuras superpuestas, estatuas casi tapadas por las enredaderas.
Las zarzas invadían los umbrales, el liquen veteaba de gris el rostro de las efigies y, en ciertas partes, los muros medio desaparecían bajo la maleza. El abandono era patente. Aquel culto, tras un auge breve e intenso, un siglo atrás, ya había casi desaparecido entre los caralocas, que consideraban al Gochora norteño, Cició, una deidad poderosa y maligna, siempre dispuesta a engañar y destruir a los incautos que recurrían a ella.
—Por fin, ahí viene. —El hombre-halcón hizo un gesto.
El hombre-serpiente se volvió a medias. Granlea regresaba de su exploración, andando con parsimonia por la arboleda. Recostado en un tronco, el dao Dobglode la seguía de reojo, fijándose, una vez más, en el desgarbo de aquella mujerona alta y forzuda, de una fealdad que las pinturas verdes y negras acentuaban antes que ocultar.
—Llevo más de diez años con los armas, soy arma —le confió por lo bajo al santón rojo, que también la observaba con párpados entornados, sin dejar de pasar el esmeril por los filos de su espada—. Y nunca deja de sorprenderme…, es verdad que las brujas son extremas.
El otro asintió con la mayor gravedad.
—Cierto. O son muy guapas o son unas viragos como aquélla, cuando no unas pellejas o unas panzonas. Pero la palabra clave es ésa, siempre demasiado. Si sabes lo que te conviene, te mantendrás apartado de todas ellas por igual.
La bruja pasó por su lado como si no existieran, y se fue hasta donde estaba Trapaieiro Porcaián, con la espada entre las manos.
Dobglode, a lo lejos, observó cómo conversaban, atento a los gestos comedidos que uno y otra usaban. Ella le mostró una cabeza y él asintió, complacido. Después el dao se desentendió de aquella charla que no llegaba a oír, para volver los ojos a la espesura circundante. Las nubes ocultaban a intervalos el sol, llenando de sombras el bosque; las aves revoloteaban entre las copas y, cada vez que corría aire, el enramado temblaba con un rumor que hacía pensar a aquel trocalume renegado en el suspiro de almas condenadas.
—Si vamos a entrar, cuanto antes mejor —murmuró.
El santón no dijo nada, pero Espadalombro, que también estaba cerca, parecía compartir sus aprensiones.
—Sí. —Había echado una larga mirada en torno—. Éste es mal sitio. Seguro que, al anochecer, estos bosques se llenan de malos espíritus.
—No os preocupéis, la espera ha acabado —les previno el santón, envainando ya su acero—. Nos vamos.
Se dieron la vuelta. Trapaieiro Porcaián, puesto ahora en pie, pedía a todos, por señas, que se acercasen. Un pie en la roca, la vaina de la espada entre las manos, esperó a que llegara el último de sus juramentados, con los guardaespaldas siempre a su lado, como una sombra triple. Se reunieron en torno a él, mirando expectantes al hombrón de las ropas negras y la máscara bruñida. Él alzó una mano, indicando que iba a hablar.
—Amigos, vamos a entrar —anunció—. Y hay algo que debéis saber sobre ese santuario. Es grande y ocupa mucho terreno. Imaginaos siete círculos incompletos y concéntricos, como siete herraduras, unas dentro de otras. Pues así es el sitio. Hay una fachada principal que mira al río, y que no es más que un pórtico de dos ojos en cada círculo, excepto en el más interior, que es de tres. Aunque en los seis primeros círculos el muro está incompleto, no ocurre lo mismo con el séptimo, el interior; ése no tiene más acceso que la puerta de tres ojos, así es fácil convertirlo en una ratonera para los que están dentro.
Hizo una pausa, miró a su alrededor.
—Pogar está allí, y tiene la máscara llamada Real. No hay mucha gente de armas con él; parte de sus seguidores murieron en el asalto a Rau Branca y la mayoría de los devotos del Cufa Sabut lo han abandonado al caer éste en nuestras manos. Nosotros también hemos perdido a algunos amigos; pero creo que les doblamos en número. Aparte de ellos, ahí dentro no hay más que tres o cuatro sacerdotes de Cició, y son todos viejos, porque el culto agoniza. —Hizo otra pausa—. Eso sí, Granlea me dice que ha visto a algunos pandalumes.
—¿Mandemo? —siseó la Bibruela.
—O lagoáns. ¿Qué más da ya ahora? —Le mostró la palma de la mano, sin incomodarse por la interrupción—. No sé si son negociadores o mensajeros; lo que importa es que no parecen sumar más de media docena. Todos juntos siguen siendo menos que nosotros, y seguro que casi ninguno tiene armadura puesta, ni armas arrojadizas a mano.
—Eso será si logramos llegar sin ser vistos —matizó Ocalid—. ¿Qué pasa con los centinelas?
Entonces, con un gesto, el montañés cedió la palabra a Granlea.
—Había uno por donde vamos a entrar, pero yo misma le corté la cabeza hace un rato. También he neutralizado los maleficios que protegen el santuario contra los incursores —añadió, rebosante de orgullo—, que eran muchos y todos de muerte.
—¿Algo más? —Trapaieiro Porcaián paseó una larga mirada por el grupo, como si se fijase en cada uno en concreto—. ¿No? Entonces vamos allá.
Hubo murmullos, retintín de aceros, miradas encontradas. El maestro Te-Cui, siempre atento a los detalles, constató que sus compañeros se habían acicalado como para una batalla. Se veían toda clase de proyectiles —jabalinas, venablos, dardos, hojas varias—, así como arcos, ballestas y un fusil. Muchos se cubrían con cascos o máscaras, o monteras de formas diversas, y algunos, como dos hombres-gallo de la partida, iban destocados, luciendo peinados airosos. Los metales de joyas y armas brillaban recién pulidos, las ropas se agitaban a cada gesto y las pinturas de guerra desdibujaban los rasgos entre los claroscuros de la fronda.
Se desplegaron en dos oleadas, separados unos pasos. Ahora se movían con precaución entre los árboles, atisbando la espesura, armas en puño y comunicándose por señas. El bosque estaba en calma, el sol de otoño chispeaba entre las ramas, las ardillas corrían por lo alto y, aquí y allá, se oía el canto de las aves.