Máscaras de matar (34 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

BOOK: Máscaras de matar
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Cosal sacó de entre sus ropas un reloj de cuerda para comprobar que el otro grupo había tenido tiempo de llegar a las estancias donde creían que estarían purificando al portador. Consultó luego con los ojos a sus compañeros y éstos le indicaron con pequeños gestos y cabeceos que estaban listos. Entonces, al resplandor de las llamas, se acercaron al portal y, tras cruzar de nuevo miradas, invadieron con sigilo las estancias sacras.

Se encontraron en una gruta alta y espaciosa, techada con una falsa cúpula. Titubearon en la penumbra, empuñando los aceros y mirando a todas partes; pero no había sino quietud en esa cámara abarrotada de tinajas, muebles y alfombras. Aquí y allá algunas velas encendidas y, en los claroscuros, se adivinaba la presencia de las estatuas de deidades ofidias caralocas: Menglol, de cuerpo humano y con dos cabezas de serpiente; Serube, la culebra alada; Caibir, la bicha de cuatro brazos.

Pero, aparte de las efigies, allí no había nadie, y un sentimiento ambiguo, mezcla de alivio y decepción, recorrió el grupo. Se demoraron unos instantes para examinar las efigies, los altares, las banderas sagradas que colgaban de las paredes, en la penumbra. Había otro portal al fondo y, junto a la imagen de Caibir, un agujero circular en el suelo, como un pozo que llevase a niveles aún más bajos.

El hombre-comadreja se acercó a un altar de piedra oscura cubierta por un mantel escarlata, sobre el que descansaba una vajilla de oro labrado que resplandecía con suavidad al fulgor de las velas.

—Pasor —le advirtió el santón Uíso Caruvé—, ni se te ocurra tocar lo que es de los ídolos. No somos ladrones ni hemos venido aquí a robar.

El aludido hizo amago de revolverse, el santón sopesó hosco su hacha. A la luz de las mechas, pensamientos encontrados parecieron cruzar como meteoros por el rostro del primero, surcado por un trazo grisáceo. Pero, por último, dejó pasar el tema con una mueca de desdén.

—Claro, hombre. ¿Quién quiere cargar con una maldición? Pero déjame que le eche un vistazo. Mira, mira cuánto oro. —No pudo contener un suspiro.

Luego dio un brinco de sobresalto, con una exclamación. Tres mujeres se acurrucaban tras el altar, mirándole aterradas. Sacerdotisas o sirvientas sacras, que dormían en la misma gruta y que debían de haberse escondido, quietas y conteniendo la respiración, con la esperanza de pasar inadvertidas. Una era ya anciana, otra joven y la tercera apenas una adolescente. Las tres llevaban el pelo teñido de varios colores y el cuerpo cubierto de pinturas y joyas.

El hombre-comadreja las observó boquiabierto un segundo. Luego, como la alimaña epónima, saltó sobre ellas en silencio, con los aceros destellando. Los dos hombres-jabalí, galvanizados por esa acción, se abalanzaron a su vez con las armas en alto, a pesar de que el santón quiso cerrarles el paso. Las tres mujeres chillaron y se taparon la cabeza con los brazos y, en pleno tumulto, la segunda de ellas logró escabullirse, porque Uíso Caruvé acertó a agarrar por el brazo a uno de los hombres-jabalí, estorbando su golpe. Pero el hombre-comadreja echó a correr detrás de ella, la daga filosa rebrillando a la luz de las velas.

Ella logró llegar al portal del fondo, con su perseguidor tropezando con los muebles entre las sombras, y huyó pidiendo socorro por el túnel. Los pies desnudos golpeteaban sobre el suelo de roca, las alhajas tintineaban al correr y los gritos resonaban a lo largo del subterráneo, levantando cascadas de ecos. A medio túnel, el hombre-comadreja le dio alcance y la apuñaló varias veces en los riñones, haciéndola trastabillar en la carrera. Los pies le fallaron, fue dando tumbos contra las paredes y acabó por caer al suelo. Allí quedó, aún agitándose y tratando en vano de seguir a rastras.

Su asesino no se molestó en rematarla. La agarró en la semioscuridad del túnel y se hizo con el collar de cobre y lapislázuli que llevaba en la garganta. Luego le arrancó de un tirón los pendientes de bronce. Su víctima aún pudo quejarse débilmente.

Pero los subterráneos cobraban vida, alertados por los gritos. Se oían portazos, resonar de aceros, voces, carreras, y el hombre-comadreja abandonó precipitadamente a su víctima.

Los dos hombres-jabalí y el santón discutían acaloradamente, aunque en voz muy baja. Los unos se pasaban los dedos por entre las grandes barbas, disgustados, mientras el otro manoseaba el mango de su hacha. Este último, no bien vio volver al hombre-comadreja, se le encaró colérico; pero él alzó la mano.

—¡No, no! ¡No hay tiempo de discutir! —urgió—. Nos han oído. Han dado la alarma y tendremos aquí, en un momento, a los guardias del santuario.

—¡Idiota! ¡Asesino! —rugió el santón.

—Vámonos —intervino Cosal, que hasta ese momento se había mantenido al margen—. Ya arreglaremos todo esto después.

El santón asintió a disgusto. Hizo amago de retirarse de allí, con una última mirada a las mujeres muertas, y se detuvo a mitad del movimiento. Luego reculó aferrando el hacha. Los demás se volvieron, alarmados por su expresión, a tiempo de ver cómo algo muy grande se elevaba con rapidez entre las sombras. Atónitos, retrocedieron en confusión.

Observaron paralizados al monstruo, mitad mujer, mitad sierpe, que se balanceaba sobre sus cabezas, observándolos a su vez desde lo alto, con ojos inhumanos. En ese fugaz instante en que se mantuvo allí arriba, oscilando entre las sombras, pudieron entrever un rostro terrible, caricatura de mujer, en el que ardían dos ojos amarillos; unas manos erizadas de uñas largas, unos pechos pesados, el vientre escamoso y una cola de serpiente que se retorcía y chasqueaba en la oscuridad. Luego, con un chillido espantoso, la bicha se echó sobre ellos.

El hechizo se rompió y los hombres cayeron como bolos, gritando. Los aceros rodaban tintineando sobre la roca y el primero en recobrarse fue el santón, que se lanzó contra el ser cuando ya se revolvía para atacar de nuevo. El hacha silbó en la penumbra, pero el monstruo bloqueó siseando el golpe. A su vez, el hombretón pintarrajeado como un esqueleto pudo sujetar la garra que ya amenazaba su cuello. Los anillos de serpiente se arrollaron a gran velocidad a su alrededor, envolviéndolo a medias.

Cosal tanteaba a ciegas en busca de su espada, que se le había escapado de los dedos, mientras asistía impotente al forcejeo entre el santón y la bicha. Luego, cuando sus yemas topaban ya por fin con la empuñadura del acero, los vio ir debatiéndose de un lado a otro, con gran estrépito de muebles volcados y vajillas caídas, y desaparecer de golpe de la vista.

Los buscó durante unos momentos, desconcertado y frenético. Pero uno de los hombres-jabalí, que también habían caído en el primer embate, le hizo fijarse en el gran pozo que se abría a ras de suelo. El hombre-halcón inspiró hondo, antes de asentir con la cabeza. La bicha debía de haber salido por esa oquedad y, sin duda, ambos habían ido a caer en su interior.

—Nada podemos hacer —rezongó.

Y sólo entonces se dieron cuenta de que Pasor, el hombre-comadreja, seguía allí donde había caído. Una segunda ojeada bastó para comprobar que estaba muerto, con la cabeza hundida por un golpe formidable. Al otro lado del portal sonaban gritos iracundos y se veía agitar de luces; pero nadie había cruzado de momento el umbral, quizá contenidos por algún tipo de prohibición sagrada.

—Nada podemos hacer por Uíso Caruvé —repitió Cosal—. Vámonos de aquí.

Uno de los hombres-jabalí agarró una antorcha y él hizo lo propio con otra, demorándose por un segundo, lo suficiente como para quitar de entre los dedos del hombre-comadreja aquel collar de lapislázuli y cobre. Salieron huyendo por donde habían llegado. Los túneles pasaban ahora a gran velocidad, y las llamas de las teas, alborotadas por la carrera, agitaban largas sombras sobre las paredes curvas. A veces, alguno de los aceros rozaba la piedra del pasadizo, arrancando ecos metálicos entre lluvias de chispas.

Los hombres-jabalí se desviaron por un ramal, dando gritos de aviso, y Cosal, rezagado unos pasos, torció también, viendo que de frente venían a la carrera hombres desnudos y pintados, con armas y antorchas. Pasaron nuevos túneles, escaleras, ramales completamente a oscuras. Mientras corría, el hombre-halcón trataba de fijarse en las estatuas y los frisos —el tremolar de la antorcha los desvelaba fugazmente, luego se desvanecían a su espalda—, intentando orientarse en función de los planos que había memorizado los días previos a la incursión.

Los montañeses enfilaron por una escalera y él los llamó, convencido de que se habían equivocado; pero no le oyeron o no quisieron hacerle caso. Siguió túnel adelante. A unos cincuenta pasos bostezaba otro portal en la roca, arranque de un nuevo tramo de peldaños, sin ninguna iluminación. Dudó un instante, antes de lanzar un vistazo rápido a su espalda. Sus perseguidores llegaban por el túnel, rugiendo y blandiendo armas, así que se zambulló en el portal y subió corriendo los escalones.

Lo hizo a grandes trancos, la antorcha adelantada para alumbrar el camino, consciente de que, caso de toparse con alguien que bajase, estaría atrapado como una rata. Fue dejando atrás rellanos y nuevos portales, perseguido por la cacofonía de pisadas, gritos y repicar de aceros desenvainados.

La escalera iba a dar a una puerta de madera, llena de tallas. Arrojó la tea, abrió de golpe sin detenerse y salió al aire libre, a una de las terrazas superiores que coronaban el santuario. Durante unos instantes no supo qué hacer. Sonaban tambores en la oscuridad. Se había levantado un viento frío y las llamas de los flameros se agitaban como enloquecidas, sacudidas por las ráfagas. Por todo el edificio, grupos de caralocas corrían de un lado a otro, blandiendo armas y luces.

El hombre-halcón se escabulló por una escalinata. Sus perseguidores salieron en tromba a los pocos instantes, y se dispersaron enarbolando sus antorchas y llamándose a gritos. Él fue deslizándose de sombra en sombra, aprovechándose del desconcierto general. Un par de niveles más abajo se había desatado una barahúnda tremenda. Al asomarse, pudo ver que los dos hombres-jabalí habían salido a una terraza inferior y estaban ahora atrapados. Luchaban espalda contra espalda contra una multitud de sacerdotes y guardianes, y cada vez llegaban más, como moscas a la muerte. No tardaron en caer los dos, abrumados por el número de enemigos.

Alguien dio un grito de alarma y Cosal se volvió para descubrir a un caraloca pintarrajeado, que le amenazaba vociferando con una maza de madera. Pero la verdad es que no parecía muy entusiasmado con la idea de un duelo singular, y se mantenía a unos pasos de distancia, en guardia, sin dejar de llamar a sus correligionarios. El arma le dedicó un mal gesto antes de recular, darse la vuelta y correr hacia el pretil.

Los caralocas acudían de todas partes, atraídos por las voces. Dos de ellos se acercaban a toda velocidad a lo largo del parapeto, las hojas de las lanzas centelleando al resplandor de los flameros y los mantos agitados por los golpes de aire. El hombre-halcón llegó arriba tan sólo un segundo antes que ellos y, sin aflojar la velocidad de la carrera, hizo pie en el mismo borde del muro y se lanzó al vacío.

Fue como un vuelo eterno en la oscuridad, braceando para mantener el equilibrio y sin saber siquiera si iba a estrellarse contra la orilla. Por último, tras una caída que pareció no tener fin, acabó por romper con gran estruendo la superficie del río, entre surtidores de espuma. Emergió como una flecha, tosiendo para arrojar agua y, tras tomar una gran bocanada de aire, volvió a zambullirse.

Salió otra vez a unos cuantos metros. Desde arriba y a ciegas, disparaban toda clase de proyectiles al río; lanzas, dardos, saetas, llegaban silbando a través de la noche y se hundían entre chapuzones. El se sumergió por tercera vez.

De regreso a la superficie, buscó luces con las que orientarse. Desde los parapetos seguían lanzado de todo y alguien arrojó una antorcha. Otros le imitaron y el hombre-halcón las vio caer en largas curvas llameantes, pero todas iban mal dirigidas.

En la fortaleza, así como en los palafitos, estaban tocando también los tambores, y sus ecos retumbaban por toda la cuenca del río. Había un incendio en el puerto, sin duda provocado por algún agente de Trapaieiro Porcaián y, mientras sobrenadaba, el hombre-halcón pudo ver siluetas que corrían de un lado a otro, recortadas contra el fuego y las humaredas. Localizó las luces de las atalayas, en la orilla opuesta, y comenzó a nadar hacia el centro del río.

Las piraguas aguardaban en la enfilación convenida. Sus tripulantes trataban de guiar a los posibles nadadores con ululatos y silbidos, confiados en que esas llamadas pasasen desapercibidas entre el suspiro del viento, los gritos y el resonar de los tambores. Cosal dio un silbo a su vez, luego unas últimas brazadas, entumecido ya por la frialdad de las aguas, y aceptó lleno de gratitud las manos que lo ayudaron a embarcar.

Alguien le alcanzó una manta. Una voz preguntó:

—¿Y los otros? ¿Dónde están los demás?

—Han muerto todos.

El que había hablado suspiró y el hombre-halcón, aunque no llegó a ver más que una sombra en esa negrura, reconoció por su voz a otro montañés, quizá pariente o amigo de los dos que habían caído en el santuario.

—¿Todos? —quiso asegurarse la misma voz, al cabo de un momento.

—Todos. Y no logramos llegar siquiera a la cámara sacra, ni acercarnos a la Máscara Real. Hemos fracasado.

—Habla por ti, halcón —le replicó una voz de mujer en la oscuridad, más a popa de la piragua.

Y sólo entonces se dio cuenta de que la lanzái copa Peitorcal estaba también a bordo, envuelta en otra manta.

—¡Peitorcal! —no pudo por menos que exclamar, aliviado—. ¿Cómo os ha ido a vosotros?

—Mejor que a vosotros. —La lanzái copa hablaba con ligereza, aunque la voz le temblaba debido al frío—. Logramos llegar al lugar señalado y, efectivamente, allí estaban bañando al portador de la máscara.

—¿Y?

—Le tenemos.

—¿Vivo?

—Claro. Eso fue lo acordado.

Cosal suspiró, porque habían dado su palabra al maestro Te-Cui de capturar vivo a su antiguo discípulo, reconvertido en portador de la Máscara Real, y nunca había tenido todas consigo de que pudieran cumplir esa promesa, puesto que, entre dejarle escapar o matarle, gente como la altacopa no iba a titubear en elegir la segunda opción.

—Había tres sacerdotes con él, y le estaban dando un baño ritual en un estanque interior purificado. No había ni guardias ni acompañantes. Fue muy fácil capturarle.

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