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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (36 page)

BOOK: Máscaras de matar
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—¿Quiénes?

—Vosotras; las lanzáis copa. Ropas, armas, máscaras, joyas…

Ella lo contempló un momento, antes de echarse a reír.

—No te preocupes por nosotras. —Al gesticular, sus alhajas tintineaban—. Las lanzáis copa sabemos viajar. Llevamos siglos haciéndolo. Y tú no eres el más indicado para echarnos en cara que llevemos mucho equipaje. —Volvió a reírse—. No creas que no me he dado cuenta, vanidoso, de que viajas con una docena de máscaras a cuestas.

—¡Exagerada! —se rió a su vez—. Pero si sólo son siete.

—Siete son muchas. Entre nosotras, las altacopas, para quienes la interpretación de máscaras es parte de nuestra vida, rara es la que en privado usa más de dos o tres. Tres es para mí el número perfecto.

—En cambio, son pocas para mí. Me gusta ser muchas personas, actuar de forma bien distinta… y me gusta cambiar con frecuencia, de una a otra.

Ella se reclinó a su lado, muy cerca. Con la diestra le acarició la mejilla, dejando correr con suavidad las fundas por el borde del cambuj.

—No te engañes. Tus máscaras te permiten ser otros, es cierto, pero no son más que facetas de ti mismo.

—¿Yo mismo? ¿Y qué es eso sino otra máscara? La vida, el paso del tiempo, los demás, todo, van poco a poco imponiéndonos una imagen de nosotros mismos que acaba pasando por verdadera. Pero no lo es; no es una cara, sino una careta, otra más, que nos constriñe y esclaviza.

Ella lo escudriñó pensativa en la penumbra. Luego paseó sus dedales por el pico acerado.

—¿Así que eres de los que creen eso, eh? Pues ten cuidado. La gente como tú usa las máscaras tanto que, con el tiempo, queda muy poco debajo de ellas.

—Puede ser; pero al menos yo elijo mis máscaras —suspiró—. Tal vez tengas razón porque, después de tantos años, no creo que pudiera pasar sin ellas. Así que quizá lo que usaba en un principio para liberarme, ha acabado por atarme a su vez, y no he hecho más que volver al punto de partida.

—¿Y por qué no buscas debajo de esa careta que dices que te cubre, en vez de taparla a su vez con otra?

—Porque no creo que debajo de ella haya otra cosa más que otra máscara, y luego otra, y otra… y al final, nadie.

—He oído ese argumento otras veces. —Una mirada peculiar se encendió en los ojos azules de la altacopa—. También hay quien opina que, bajo la máscara, se encuentra un extraño; alguien que es uno mismo y, sin embargo, un desconocido.

Él no respondió nada, sino que observó a su vez el rostro de la mujer, oculto por el cambuj rojo.

—¿Sabes? —añadió ella—. Las máscaras, los portadores… siempre me han fascinado. Es también un tema favorito de algunos pensadores. Suelo ir a sus debates en la plaza del Café, en Minacota, y les he oído disertar muchas veces sobre el tema. —Hizo una pausa y, cambiando de humor, le dedicó una sonrisa maliciosa—. Pero nunca te he visto por allí, ni pareces de los que dedican mucha atención a eso…, lleves la máscara que lleves.

Le apoyó una mano en el pecho, para buscarle la boca con los labios. Él la recibió aún recostado contra la pared, tratando de no lastimarla con el pico del cambuj. Cató ese sabor siempre peculiar de la saliva ajena, el jugueteo de la lengua y el olor de su perfume. Ella mantenía el cuerpo a un palmo del suyo, y él le deslizó las yemas de los dedos por el vientre, sintiendo el tacto resbaladizo de la piel aceitada, y la dureza repentina de la joya que le adornaba el ombligo. Luego, al subir, sus dedos toparon con el gran collar.

La altacopa se apartó entonces y él la observó sin asombro ni enfado, porque esos caprichos eran característicos de las máscaras rojas. Bebieron un sorbo de café, amagando un brindis en la penumbra, y Ocalid, risueña, agitó los hombros, haciendo campanillear las piezas de cobre y lapislázuli del collar.

—Es bonito, bonito de verdad. —Cosal admiró con párpados entornados aquella alhaja. Cada vez que ella se remecía, las placas de cobre bruñido destellaban a la media luz—. Me alegro de no haberla perdido al saltar al río.

Su acompañante se acerco a él de nuevo, animándole en silencio a proseguir. Tras las rendijas de la máscara roja, los ojos azules brillaban, y él asintió, sabiendo cuánto les gusta a las lanzáis copa conocer detalles sobre esos trofeos de guerra que reciben en pago ritual a sus servicios.

—Ya sabes que tuve que tirarme desde lo alto de las murallas. No tenía más opción: había guardias por todas partes. Y luego aún tuve que nadar mientras me lanzaban de todo. ¡Cómo silbaban las lanzas! Menos mal que disparaban a ciegas. No sé cómo conservé el collar… perdí hasta la espada —añadió con tristeza.

—¿Tu espada? ¿Era importante para ti? —Ella se removió, el collar aún centelleante entre los dedos, evidentemente halagada por la idea de que él hubiera dejado caer algo de valor en su fuga, salvando en cambio aquella gargantilla.

—¿Importante? Para mí, carecía de precio. —Meneó con lentitud la cabeza—. La tenía desde siempre; era mi espada. Fue el regalo de las máscaras mayores de mi feral por mi nacimiento.

Bebió otro poco de café, saboreando por un instante su gusto fuerte, antes de continuar.

—Era de hoja pandalume, no sé si has usado alguna vez una. ¿No? Bueno, pero ya sabes cómo son: un poco curvas y de filos ondulados. No hay dos iguales, cada una tiene sus peculiaridades y hay que practicar mucho antes de dominarla. Yo me manejaba muy bien con la mía; me sentía a gusto. Pero en fin, ahora está en el fondo del río y ya no tiene remedio. —Hizo un gesto ambiguo—. Desde que salí del santuario, he pensado mucho en ese collar. Fue aquel hombre-comadreja el que asesinó para robarlo. —Cabeceó—. Yo se lo saqué a él de entre los dedos, cuando ya estaba muerto. Me alegra que lo tengas tú ahora. Dicen que las lanzáis copa sois capaces de romper los maleficios de ciertos objetos.

Ella entendió lo que quería decirle, aunque sus palabras no acababan de hilvanar muy bien, puede que por efecto de las inhalaciones de droga.

—Hicisteis mal matando a esas mujeres sagradas —musitó, incómoda.

—Fueron Pasor y los dos montañeses; yo no tuve nada que ver. ¿Será por eso por lo que aún estoy vivo? —Agitó absorto su pocillo, todavía medio lleno—. No, claro, ¡qué tontería! Uíso Caruvé quiso impedirlo y, sin embargo, también está muerto.

—No estuvo bien. Esas cosas nunca traen nada bueno para nadie.

El hombre-halcón la contempló al parpadeo de las luces. Ahora hacía tintinear el collar entre los dedos, algo turbada por la conversación. Ocalid, como cualquier altacopa, era conservadora hasta la médula, educada desde la infancia en las tradiciones de los armas, una de las cuales era el respeto a los personajes consagrados.

—No son esas muertes en sí. —Él sacudió la cabeza, arremolinando el plumaje negro de la máscara—. Una de ellas escapó y Pasor fue detrás de ella. Lo cierto es que se ensañó con ella; la cosió a puñaladas y yo… —Buscó las palabras durante un momento—. La verdad es que todo aquello me resultó de lo más desagradable. No sé, creo que no supe reaccionar…, quizás en ese momento cedí a la debilidad.

—Esa idea, en sí misma, es una muestra de debilidad. —Volviendo a cambiar de humor, la lanzái copa lo miraba ahora con ojos penetrantes—. Nunca me gustó ese hombre-comadreja; las fronteras están llenas de tipejos como él: ruines y crueles. Supongo que eso sirve para sobrevivir tanto como el valor o la inteligencia. —Aquí hizo un mohín de desprecio—. Pero, por si quieres saberlo, me alegro de que esté muerto. Era un mal bicho.

Su acompañante se echó algo hacia atrás, sorprendido por tanta vehemencia. Y, más tarde, al pensar en aquello, no sabría si atribuir tales palabras a la máscara roja o a su portadora, que habría aprovechado el cambuj para expresar algo que, normalmente, debido a su posición, le estaba vedado.

Tendiendo la mano, le hizo tintinear las campanillas del pelo, acaricio su nuca, quiso atraerla hacia sí. Pero ella se le escabulló con elegancia de los dedos. Y él se recostó de nuevo con un suspiro, sin incomodarse, ya que, al fin y al cabo, de entre la docena de máscaras tradicionales disponibles, él mismo había elegido aquélla, de la que era sabido que gustaba de imponer su capricho a sus amantes.

Un sonido vibrante le distrajo. Alguien estaba batiendo con lentitud un gong, y los sones metálicos se esparcían reverberando a lo largo de los túneles de la hospedería. El hombre-halcón medio se incorporó, echando por instinto mano a la espada y las ropas, mientras la altacopa giraba sobre sí misma, para prestar oídos, curiosa.

—La alarma… —murmuró el primero.

—La alarma, sí.

El gong volvió a sonar. Ambos sabían que la rapidez con la que lo tocaban indicaba la gravedad del peligro. En aquel caso, quien quiera que lo hiciese resonar, golpeaba el disco de metal con lentitud deliberada, dejando que el sonido vibrase y vibrase, amortiguándose hasta morir, antes de dejar caer de nuevo el mazo sobre el bronce. Cosal se volvió hacia su acompañante.

—El enemigo está a las puertas. Voy a prepararme.

Ella se puso a su vez en pie, con movimientos que eran a un tiempo ágiles y perezosos, como los de los gatos.

—Y yo. —Comenzó a vestirse—. No creo que ataquen hoy; es ya demasiado tarde. Pero con estos bárbaros nunca se sabe…

Siendo de la misma opinión, Cosal se entretuvo en adecentarse un poco, antes de embutirse en la armadura que le habían prestado los raúnes. Porque, si de algo estaba bien provista la sede de aquella secta de místicos y guerreros, oriunda del Carauce, era de armamentos. No faltaba de nada en la armería, surtida con armas y arneses de los más distintos pueblos, y Cosal había rescatado piezas de origen gorgota, entre las que se encontraba un casco de halcón de primorosa factura.

El albergue se comunica con la fortaleza mediante unas escaleras interiores. El hombre-halcón subió por ellas sin prisa. La puerta estaba abierta y el raún que la guardaba normalmente, espada en mano, se había retirado. Salió a lo alto de la colina, justo a la primera terraza de las tres que tiene el santuario de Rau Branca. Esa cima está rodeada por una gran empalizada de troncos, cubiertos de tallas, y en lo más alto se sitúa el santuario, edificado a la manera gorgota: con piedras ciclópeas y tres niveles superpuestos. En la terraza superior es donde se encuentra la estatua pintada de azul a la que rinden culto los raúnes.

El sistema defensivo del santuario, además de la empalizada circular, consta de otras que unen ésta con el santuario, como los radios de una rueda, de forma que dividen todo el recinto interior en sectores. Por uno de esos radios cruzó Cosal ociosamente, a tiempo de llegar a las almenas y ver cómo se retiraba una pequeña embajada caraloca. Tres hombres, con el rostro pintado, plumas en el cabello y mantos coloridos, se habían acercado a parlamentar a las puertas, el único punto de la muralla construido en piedra. Uno de ellos iba a caballo y los otros dos empuñaban estandartes de tregua.

Palo Vento, que se cubría con una armadura de escamas lacadas en ocre y óxido, le comentó que habían exigido la entrega del portador de la Máscara Real, así como la de los profanadores de su santuario, a lo que el gran maestre de los raúnes se había negado con mucha retórica. Cosal asintió con los labios fruncidos. Dejó su largo fusil apoyado en el parapeto y se inclinó por entre dos almenas, talladas en forma de genios tutelares que contemplaban con gesto hosco las praderas circundantes. Había pasado ya el mediodía y era una de esas tardes de otoño ventosas y limpias, con un cielo muy azul y nubes como montañas blancas.

Observó cómo la pequeña embajada se alejaba con lentitud de las puertas. Un gran contingente de guerreros pintarrajeados bloqueaba el camino, más adelante, y se veía a caralocas dispersos entre los árboles, al borde de los prados. Y todos esos hombres no debían de ser más que la avanzadilla del ejército que sin duda se ocultaba detrás, fuera de la vista.

El hombre-halcón se asomó un poco más a las almenas. El viento de la tarde hacía arremolinar las plumas de su casco y hombreras. Las copas de los árboles —amarillas, rojas, ocres— se mecían a impulsos de ese viento. No se oía nada, pero en ese mismo silencio que cubría el bosque parecía sentirse la presencia del ejército invisible que se ocultaba entre las frondas. Era como intuir a una gran bestia oculta que aguardase una señal para desperezarse y entrar en acción.

Y esa señal la dio el dignatario a caballo. Oteando desde la empalizada, Cosal vio cómo alzaba una mano y daba una voz, aunque ni él ni nadie llegaron a entender sus palabras. Pero la respuesta fue inmediata. Un griterío estalló entre los caralocas que ocupaban el camino, y el clamor se fue extendiendo a ambos lados por el bosque, y también hacia atrás. Los tambores empezaron a retumbar en la hondura y los hombres comenzaron a salir del bosque, en una erupción de pinturas y plumas coloridas.

Surgían de entre los árboles como el agua por los poros de una esponja, y los defensores contuvieron el aliento, porque nadie había esperado que fuesen tantos. Una multitud avanzaban por el camino embarrado, con escudos, arcos y arietes, mientras que oleadas pintarrajeadas inundaban los prados, entre un rumor de armas, voces, ruido de metales, roce de telas y cueros. Los estandartes de guerra chasqueaban agitados por el viento y los hombres gritaban y hacían entrechocar hierros y escudos. En pocos minutos, un mar humano rodeaba por todos lados la fortaleza y se dirigía con resolución al pie de las cuestas, dispuesto al parecer al asalto.

—Esto no es un alarde. Esto va en serio. —Palo Vento se colocó el casco, rematado con una cabeza de culebra. Empuñó su ballesta, antes de estrechar la mano de Cosal—. Suerte, amigo.

Se fue a ocupar su lugar en la gran empalizada de madera, en tanto que el hombre-halcón retrocedía para unirse a Trapaieiro Porcaián que, junto con la mayor parte de su partida, habría de quedar en retén en el propio santuario.

El gran maestre raún debía de haberse tomado aquel despliegue también muy en serio, ya que la gran campana del santuario comenzó a repicar, llamando a las armas. Los culteros corrían por las empalizadas, armados hasta los dientes y haciendo resonar las tablazones bajo sus escarpines metálicos, mientras los enemigos enfilaban ya las cuestas que llevaban al enclave.

Pese al caos aparente, algo de estrategia había en esa horda, que se había dividido en contingentes. Ninguno de éstos se dirigió a la vertiente que daba al río, escarpada y pétrea, en la que estaban las cuevas del albergue, y cuya entrada había sido sellada con grandes piedras. Pero por todas las demás caras de la colina llegaban en masa, unos al asalto y otros para impedir, con su simple presencia, que los defensores retirasen hombres para reforzar las zonas más expuestas. El camino subía por la parte menos empinada hasta las puertas de Rau Branca, que eran la única parte de todo el recinto construida en piedra. Los caralocas avanzaban también por ese camino, en formaciones cerradas, cubiertos por paveses pintados de rojo, blanco y verde, reforzados por grupos de arqueros pintados situados a ambos lados.

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