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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #Ciencia Ficción

Mass effect. Ascensión (7 page)

BOOK: Mass effect. Ascensión
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El Hombre Ilusorio no confiaba en alienígenas con tantas naves y secretos. Conseguir los códigos quarianos y sus frecuencias de transmisión permitiría a Cerberus escuchar las comunicaciones entre las naves de la Flota Migrante…, siempre que fueran capaces de colocar una de sus propias naves lo suficientemente cerca para interceptar los mensajes sin que los vieran. Pel no estaba seguro de qué ideas tenía el Hombre Ilusorio para completar esa parte del plan, pero ahora no le preocupaba. Lo único que le interesaba era conseguir los códigos y frecuencias.

—No te puedo dar los códigos de transmisión —le informó Golo—, porque han cambiado desde la última vez que estuve en la flotilla.

Pel se mordió el labio para no soltar una maldición en voz alta. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para confiar en Golo? No era más que un exiliado de la Flota Migrante. Los quarianos no tenían en sus naves espacio ni recursos para alojar a reclusos, y lo que hacían con los criminales era expulsarlos de la sociedad quariana y abandonarlos en el planeta o estación espacial habitados más cercanos. En el caso de Golo, había sido Omega.

«No sé qué tipo de pervertido asqueroso y retorcido tiene que ser uno para que una raza de pedigüeños y ladrones decida exiliarlo», pensó Pel, preguntándose si Golo era un asesino, un violador o simplemente un sociópata integral.

—Pero tengo algo que ofrecerte —prosiguió Golo, como si no se hubiera dado cuenta de la ira que Pel apenas podía contener—. Te llevaré hasta alguien que sí que puede darte la información que quieres. Por un módico precio…

«Así que lo que eres es un sucio hijo de puta traicionero».

—Eso no es lo que habíamos acordado.

—Tienes que aprender a ser flexible —respondió encogiéndose de hombros—. Improvisa. Adáptate. Ése es nuestro estilo. Así es como sobreviví cuando me encontré en esta estación.

«Dirás cuando te “tiraron” aquí, como un montón de basura para que lo limpie otro».

Pese a su silencioso desdén, Pel no podía evitar sentir cierto respeto por Golo. Los quarianos eran tan poco queridos en Omega como en cualquier otro lugar de la galaxia. Que hubiera conseguido sobrevivir en la estación era un testimonio de su astucia y sus recursos. Y un aviso de que no podía confiar en él. Pel no tenía ninguna intención de volver a ver al Hombre Ilusorio con las manos vacías, pero tampoco iba a confiar en el quariano así como así. No sin saber un poco más acerca de él.

—Cuéntame por qué te exiliaron.

Golo dudó. De la máscara salió un sonido que podría haber sido un suspiro de arrepentimiento y, por un segundo, Pel creyó que el quariano no iba a responder.

—Fue hace diez años, cuando intenté hacer negocios con los Recolectores.

Pel había oído hablar de los Recolectores, pero nunca había visto uno. De hecho, mucha gente, incluido él, no estaba segura de si existían de verdad. Por las historias, más que una especie real, parecía el equivalente interestelar de una leyenda urbana.

La mayoría de los datos apuntaban a que habían aparecido en la escena galáctica aproximadamente cinco siglos antes, al salir de una región espacial inexplorada más allá del relé de Omega-4, que no era accesible de ningún otro modo. Pese a que llevaban cinco siglos en la galaxia, si las historias eran ciertas, no se sabía casi nada acerca de la enigmática especie ni de su misterioso planeta natal. Aislacionistas hasta el extremo, los Recolectores eran vistos raramente fuera de Omega y de un puñado de los mundos habitados cercanos. Incluso allí, podían pasar décadas sin que aparecieran por la estación y después, en pocos años, presentarse en una docena de visitas esporádicas, enviados en busca de comercio con otras especies.

En las pocas ocasiones en que los Recolectores se aventuraban en los sistemas de Terminus, dejaban muy claro que no estaban dispuestos a tolerar visitas similares de otras especies a su territorio. Pese a ello, innumerables naves habían intentado atravesar el relé de Omega-4 a través de los siglos, en busca de su planeta natal. Ninguna había regresado. El enorme número de naves, expediciones y flotas de exploración que habían desaparecido sin explicación alguna en el relé de Omega-4, había arrojado especulaciones desenfrenadas acerca de qué había tras el portal. Algunos creían que se abría a un agujero negro o el corazón de un sol, aunque esto no explicaba cómo los Recolectores eran capaces de usarlo. Otros creían que llevaba al equivalente futurista del paraíso: los que lo habían atravesado vivían en un planeta idílico disfrutando de un lujo decadente, sin ganas de regresar a los violentos conflictos de los sistemas Terminus y su mundo sin ley. La explicación más común era que los Recolectores tenían algún tipo de tecnología defensiva, única y muy avanzada, que destruía completamente cualquier nave extraña que atravesara el relé.

Pero Pel no estaba seguro de que ninguna de esas historias fuera creíble.

—Creía que los Recolectores no eran más que un mito.

—Una idea errónea pero común, especialmente en el espacio del Consejo. Pero te puedo asegurar por experiencia personal que son muy reales.

—¿Qué tipo de negocios hiciste con ellos? —preguntó Pel, curioso.

—Querían dos docenas de quarianos «puros»: hombres y mujeres que hubieran pasado toda la vida dentro de la flota, sin contaminarse en visitas a otros mundos.

—Pensaba que todos los quarianos tenían que dejar la flota durante el Peregrinaje —apuntó Pel, refiriéndose al rito de pasaje quariano para convertirse en adulto.

—No todos los quarianos hacen el Peregrinaje —explicó Golo—. Se hacen excepciones con los que están demasiado enfermos o débiles para sobrevivir fuera de la colonia. Y en casos excepcionales, un individuo con habilidades muy valiosas puede recibir una dispensa del Almirantazgo. Desde el principio sabía que probablemente me pillarían —añadió, casi apesadumbrado—, pero la oferta era demasiado buena para dejarla pasar.

Pel asintió. La historia de Golo cuadraba con lo que había oído. Cuando los Recolectores venían a negociar solían ofrecer mercancías o tecnología a cambio de seres vivos. Claro que no eran simples traficantes de esclavos. Las historias que contaban acerca de sus pedidos eran siempre extrañas e inusuales: dos docenas de salarianos zurdos, dieciséis parejas de gemelos batarianos, un krogan nacido de padres de clanes enemistados… A cambio, los Recolectores ofrecían tecnología y conocimientos increíbles, como una nave con una configuración nueva de impulsor de masa, que aumentaba la eficiencia de los motores o un alijo de modificadores de puntería avanzada VI, que mejoraban radicalmente la precisión de las armas. Tales tecnologías eran adoptadas en toda la sociedad galáctica, pero durante unos años proporcionaban una ventaja significativa para aquellos lo suficientemente listos como para hacer el negocio. O eso era lo que decían las historias.

Como la especie no tenía un nombre real, su disposición a pagar sumas tan extravagantes de dinero a cambio de sus peticiones, extrañas pero perfectamente específicas, les había granjeado el nombre de Recolectores. Del mismo modo que el misterio detrás del relé de Omega-4 había creado tantas hipótesis, existían numerosas teorías acerca de la motivación que escondían demandas tan ilógicas como aquéllas. Algunos pensaban que había una motivación religiosa tras los pedidos, y otros veían en ellos una prueba de predilecciones sexuales desviadas o apetitos culinarios escalofriantes.

Si los Recolectores existían de verdad, como decía Golo, entonces Pel tenía que ponerse de parte de la teoría más extendida, que decía que estaban haciendo experimentos genéticos con otras especies, aunque no podía ni imaginar cuál era su naturaleza o propósito exacto. Lo que estaba claro era que llamaba bastante la atención para que cualquier persona razonable sospechara.

—Si los Recolectores son reales, ¿por qué no se ha hecho más para intentar detener sus actividades? —se preguntó en voz alta.

—¿A quién le importa, mientras se pueda sacar provecho? —respondió Golo, resumiendo en una pregunta retórica la actitud de todos los sistemas Terminus—. Aparecen ofreciendo algo que vale varios millones de créditos, y lo único que tienes que hacer es darles un par de docenas de prisioneros a cambio. No son peores que los traficantes de esclavos y pagan muchísimo mejor.

La esclavitud era ilegal en el espacio del Consejo, pero en los sistemas Terminus era una práctica aceptada —incluso común—. De todos modos, no era la moralidad de lo que hacían los Recolectores lo que preocupaba a Pel.

—¿Nadie se preocupa de lo que están haciendo tras el relé? Podrían estar preparando nuevas y poderosas armas genéticas. ¿Y si están estudiando especies para descubrir nuestros puntos débiles y vulnerabilidades para invadirnos?

La risa de Golo resonó con un eco vacío dentro de su casco.

—Seguro que están preparando algo muy desagradable —admitió—. Pero llevan en ello quinientos años. Si estuvieran planeando una invasión ya la habrían lanzado.

—Pero ¿no sientes ni siquiera curiosidad?

—Los curiosos intentan atravesar el relé de Omega-4 —le recordó a su compañero humano—, y no vuelven nunca más. Al resto de nosotros, aquí en Omega, nos preocupa más que no nos mate nuestro vecino, que lo que ocurra en la otra punta de la galaxia. Para sobrevivir aquí, tienes que estar concentrado.

«Buen consejo», pensó Pel. Los Recolectores eran ciertamente un colectivo intrigante y no le sorprendería que el Hombre Ilusorio ya tuviera agentes observándolos desde dentro en algún sitio. Pero su misión no era aquélla.

—Has dicho que puedes presentarme a alguien que puede proporcionarme esos códigos de transmisión.

Golo asintió con fuerza, contento de que la conversación hubiera vuelto a sus negocios presentes.

—Puedo concertar una entrevista con un tripulante de una de las naves de reconocimiento de la Flota Migrante —prometió—. Tú sólo asegúrate de dejar alguno vivo.

CINCO

La azafata lo saludó con una alegre sonrisa y una voz cálida y acogedora.

—Bienvenido a bordo, señor Grayson. Me llamo Ellin.

No la reconoció, pero puede que fuera nueva en el puesto; tampoco es que usara la lanzadera corporativa tan a menudo. Ellin tenía unos ojos verdes impresionantes —probablemente coloreados— y una larga cabellera rubia brillante —probablemente teñida—. No parecía tener mucho más de veinte años, aunque nada aseguraba que fuera tan joven.

—Encantado, Ellin —respondió asintiendo con la cabeza.

Entonces se dio cuenta de que estaba sonriendo de oreja a oreja. «Siempre me han perdido las rubias».

—Todavía tardaremos unos minutos en despegar —le informó al tiempo que le tomaba el maletín—, pero su camarote ya está listo. Sígame y podrá instalarse en él mientras el piloto hace las últimas revisiones para el vuelo.

Mientras la azafata lo guiaba por el pasillo hacia el camarote VIP al fondo de la nave, Grayson se dedicó a apreciar su figura.

—Espero que todo sea de su agrado —comentó al llegar, mientras abría la puerta para que entrara.

El camarote no se parecía en nada a los de las naves militares, llenos de literas apelotonadas, o las lanzaderas comerciales de larga distancia. Además de una lujosa cama, disponía también de una pantalla de vídeo de último modelo, ducha y baño privados, un bar lleno y prácticamente todos los entretenimientos concebibles. Sólo una suite de los más caros hoteles planetarios la habría superado.

—Llegaremos a la Academia Grissom dentro de unas ocho horas, señor Grayson —prosiguió Ellin, posando el maletín en una esquina—. ¿Puedo ofrecerle algo antes de despegar?

—Solo quiero descansar —respondió él.

Le dolía todo el cuerpo y tenía un dolor de cabeza retumbante: los clásicos síntomas del síndrome de abstinencia de la arena roja.

—Despiértame una hora antes de llegar, por favor.

—Por supuesto, señor Grayson —respondió antes de abandonar la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Grayson se desnudó, notando de repente cómo sudaba. Mientras se desabotonaba la camisa, la mano izquierda le temblaba ligeramente. Pese a todo, no se le pasó ni un momento por la cabeza la idea de tomar una dosis; no podía permitir que Gillian le viera drogado. Una vez desnudo se dejó caer sobre la cama, sin ni siquiera cubrirse con las suaves sábanas de seda por el calor que hacía.

Cuando el piloto encendió los motores se oyó un profundo zumbido. Grayson podría haber pilotado él mismo, por supuesto. Todavía recordaba cómo funcionaban las naves como aquélla. Pero Cerberus lo necesitaba para un papel distinto, ahora. Su tapadera era un alto ejecutivo de Cord-Hislop Aeroespacial, una empresa mediana de construcción de naves basada en Elysium. Eso le permitía viajar a través de la galaxia en naves privadas sin llamar la atención de manera innecesaria. Por otra parte, también ofrecía una explicación conveniente para la generosa donación que había ofrecido a la junta directiva de la Academia Grissom para conseguir que aceptaran a Gillian en el Proyecto Ascensión. Atrás habían quedado los días en los que se había hecho pasar por un piloto privado para políticos prometedores. Ahora era él quien disfrutaba de los camarotes de lujo y el servicio de una asistente de vuelo privada. El Hombre Ilusorio cuidaba a aquellos que trabajaban bien para él.

«Seguro que Menneau pensaba lo mismo, antes de que Pel lo matara».

Grayson se irguió en la cama, pensando de nuevo en la reciente visita de Pel. Quizá su viejo amigo le había contado, de todos modos, al Hombre Ilusorio lo de la arena roja. Cerberus no se quedaría de brazos cruzados si creían que su adicción a las drogas era un riesgo para la misión.

¿Era Ellin sólo una azafata? Miles de personas normales tenían trabajos normales en Cord-Hislop, sin sospechar nunca que era una corporación controlada por un oscuro grupo paramilitar. Casi nadie en la empresa —o en cualquier otro sitio, de hecho— sabía que existía una organización como Cerberus. Pero entre los empleados ordinarios, distribuidos a todos los niveles de la jerarquía corporativa, había docenas de agentes del Hombre Ilusorio. Puede que Ellin fuera una de ellos. Quizá le esperaba fuera para atravesarle el cuello con un picahielos, justo como él le había hecho a Keo.

Tras levantarse y ponerse un albornoz de felpa, apretó el botón de llamada. Unos segundos después resonaron unos nudillos que llamaban educadamente a la puerta. Grayson dudó unos instantes y luego pasó la mano frente al panel de acceso. Cuando la puerta se abrió tuvo que controlarse para no dar un salto.

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