Mass Effect. Revelación (23 page)

Read Mass Effect. Revelación Online

Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Mass Effect. Revelación
13.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No debería importar —dijo, encogiéndose de hombros—. De todos modos, para entonces, la cabo Weathers ni siquiera existirá en el sistema, ¿no?

No respondió, pero le devolvió otro pícaro guiño y dejó que sus dedos se rozaran de manera insinuante con los de ella mientras ésta le cogía la identificación. Anderson tuvo que contenerse para no golpearle en la cara al despreciable individuo.
No es tu mujer
, pensó para sí.
Ayudarla no te compensará por los ocho años que ignoraste a Cynthia.

No obstante, al fin y al cabo, el teniente tuvo que admitir que la falsificación del chaval era buena. Había sido adiestrado especialmente para identificar documentos fraudulentos y, a pesar de que sabía que éstos eran falsos, no podía distinguirlos de los auténticos.

Sin embargo, ésta era la prueba de la verdad: pasar sus huellas dactilares por los escáneres en la autoridad portuaria.

—Aquí tiene, cabo Weathers —dijo el guardia, devolviéndole a Kahlee la documentación modificada tras echar un breve vistazo a la pantalla para confirmar su identidad—. Deben dirigirse a la plataforma 32. Allí, en el otro extremo.

—Gracias —respondió Kahlee con una sonrisa. El guardia asintió, saludó secamente a Anderson, y entonces se sentó y volvió al papeleo que tenía sobre el escritorio mientras ellos se giraban y se alejaban.

—Echa un vistazo para ver si sigue mirándonos —susurró Anderson, una vez estuvieron lo suficientemente lejos para no ser oídos. Seguían yendo en dirección a la plataforma 32 pero, por supuesto, ése no era su auténtico destino.

Kahlee miró hacia atrás, asomándose con timidez por encima del hombro. Si el guardia seguía observándoles, era de esperar que sólo pensara que la joven cabo le había encontrado lo bastante atractivo como para mirar con disimulo una segunda vez. Pero estaba completamente concentrado en la pantalla que tenía sobre el escritorio mientras escribía rápidamente con el teclado; un modelo de eficiencia.

—Despejado —dijo Kahlee, girando bruscamente hacia la entrada de la plataforma 17 y tirando de él.

En la plataforma había un viejo buque carguero, un trineo de carga y varios pesados cajones de transporte. A primera vista, no parecía haber nadie en la plataforma pero, en ese momento, del otro lado de la nave, apareció un tipo bajo y corpulento.

—¿Algún problema con el guardia? —preguntó.

Kahlee negó con la cabeza.

—¿Sabes por qué estamos aquí? —preguntó Anderson, sin molestarse siquiera por preguntar el nombre del tipo; sabía que jamás se lo diría.

—Grissom me puso al corriente.

—¿De qué conoces a mi padre? —preguntó Kahlee, con curiosidad.

La contempló fríamente durante unos segundos y entonces dijo:

—Si hubiera querido que lo supieras, probablemente te lo abría dicho él. —Se dio la vuelta y añadió—: Está previsto que despeguemos en un par de horas. Seguidme.

Dentro de la bodega de la nave, la carga ocupaba la mayoría del espacio; apenas había espacio suficiente para que ellos dos se sentaran, aunque se acomodaron como mejor pudieron. Tan pronto como se pusieron cómodos, el hombre selló la puerta y se quedaron completamente a oscuras.

Kahlee estaba sentada justo frente a él aunque, sin luz, Anderson era incapaz incluso de distinguir su silueta. Podía sin embargo, sentir la parte exterior de la pierna de ella presionada contra la suya: sencillamente, no había espacio para que ambos pudieran separarse. La proximidad era perturbadora: no había estado con ninguna mujer desde que él y Cynthia se separaron.

—No me hace ninguna gracia pensar en las próximas seis horas —dijo, buscando distraer los pensamientos inapropiados con la conversación. A pesar de hablar con suavidad sus palabras parecían sonar extrañamente fuertes en la oscuridad.

—Estoy más preocupada por lo que haremos una vez lleguemos a Camala —respondió Kahlee; una voz incorpórea en la penumbra—. En Dah’tan no van a entregarnos sus archivos así como así.

—Sigo trabajando en eso —reconoció Anderson—. Confío en que se me ocurra algún plan durante el viaje.

—Tendremos mucho tiempo para pensar —respondió Kahlee—. Ni siquiera hay suficiente espacio para estirarse y dormir un rato.

Volvió a hablar tras unos minutos, cambiando de tema sin previo aviso.

—Antes de que mi madre muriera, le prometí que jamás volvería a hablar con mi padre.

La confesión personal pilló a Anderson desprevenido, pero se recuperó rápidamente.

—Creo que ella lo comprendería.

—Debe de haber sido una sorpresa para ti —continuó ella—. Ver al soldado más celebre de la Alianza en semejante estado.

—Estoy algo sorprendido —admitió—. Cuando estaba en la Academia, siempre me describieron a tu padre como la personificación de todo aquello que la Alianza representaba: coraje, determinación, sacrificio, honor… Parece un tanto extraño que conozca al tipo de personas que pueden sacarnos a escondidas de un mundo como éste.

—¿Decepcionado? —preguntó—. ¿Por saber que el gran John Grissom se relaciona con falsificadores y contrabandistas?

—Teniendo en cuenta nuestra situación, sería un hipócrita si te dijera que sí —dijo en broma. Kahlee no se rio—. Cuando oyes hablar de alguien durante tanto tiempo, acabas suponiendo que sabes algo de ellos —opinó en un tono más sombrío—. Resulta fácil confundir la reputación con la persona en sí. Es sólo cuando les conoces que comprendes que en realidad nunca supiste nada de ellos.

—Sí —respondió Kahlee, pensativa. Y entonces se quedaron callados durante mucho, mucho tiempo.

CATORCE

Jella había trabajado en el departamento de contabilidad y personal de la Manufacturas Dah’tan durante cuatro años. Era una buena empleada: organizada, meticulosa y concienzuda —todas ellas cualidades valiosas para alguien con esta ocupación—. En sus evaluaciones de rendimiento puntuaba rutinariamente entre el notable y el excelente. Pero según la descripción oficial de su trabajo, ella era «personal de apoyo». No era irremplazable. Los diseñadores de hardware estaban en la cima de la jerarquía de la empresa; sus novedades atraían a los clientes. Y la gente que trabajaba en la planta era la que en realidad creaba el producto. Todo lo que ella hacía era cuadrar las cifras de ventas con el inventario de suministros.

Para los encargados ella no era imprescindible… y eso se reflejaba en su paga. En la empresa, Jella trabajaba tan duro como cualquiera, pero le pagaban una mínima parte de lo que ganaban diseñadores y fabricantes. No era justo; motivo por el cual no se sentía culpable por robar a la empresa.

No es que estuviese vendiendo secretos corporativos cruciales. Nunca hizo nada lo bastante grande como para llamar la atención; sólo desviaba pequeñas gotas del rebosante cubo de la compañía. En ocasiones, alteraba órdenes de compra o manipulaba los registros de suministro. De vez en cuando, se aseguraba de que, durante la noche, el inventario quedara desprotegido y sin registrar. A la mañana siguiente, habría desaparecido misteriosamente, movido por alguien del personal del almacén que estaba metido en el asunto.

Jella no tenía ni idea de quién se llevaba el inventario, igual que tampoco la tenía sobre quién estaba tras los robos. Así le gustaba a ella. Una o dos veces al mes recibía una llamada anónima en el despacho, cumplía con su parte y en unos días el pago era ingresado en alguna de sus cuentas bancarias particulares.

Hoy no era distinto. O eso intentaba decirse a sí misma mientras caminaba por el pasillo e intentaba parecer despreocupada, confiando en que nadie se fijara en ella. Pero había algo extraño en este pedido. Le habían pedido que desconectara una de las cámaras de seguridad y que desactivara los códigos de alarma de una de las entradas. Alguien quería colarse en el edificio sin ser detectado… y pensaba hacerlo a pleno día.

Era un riesgo estúpido. Incluso si de algún modo conseguían entrar, seguro que alguien repararía en ellos; en Dah’tan había equipos de seguridad que patrullaban con regularidad por toda la planta. Y, si les pillaban, podría ser que delataran a Jella como la persona que les había dejado entrar. Aunque la oferta había sido demasiado buena para poder rechazarla: triplicaba lo que jamás le habían pagado antes por un trabajo. Al final, la avaricia se había impuesto al sentido común.

Se detuvo cerca de una de las salidas de emergencia, justo debajo de la cámara de seguridad que enfocaba a la puerta. Echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, extendió el brazo con el destornillador que había cogido de un cinturón con herramientas que estaba colgado en un cuarto trastero, lo introdujo en la parte de atrás de la cámara y retiró la batería.

Se produjo un destello que la sorprendió. Dejó escapar un pequeño chillido y el destornillador resbaló entre sus dedos, que hormigueaban levemente por el susto. Se agachó para recogerlo de la moqueta a toda prisa, mirando alrededor para ver si alguien se había dado cuenta del sabotaje. El vestíbulo seguía vacío.

Miró hacia la cámara y vio un delgado hilo de humo blanco que salía por detrás de ésta. La luz de encendido esta apagada. Si alguien de la seguridad central inspeccionaba el monitor correspondiente a esta cámara se daría cuenta de que no funcionaba. Pero los guardas apenas miraban a los monitores durante el día. Al menos, no con las patrullas dando vueltas por los pasillos y con el edificio lleno de personal. Sólo un imbécil intentaría entrar durante las horas de trabajo. E incluso si notaban la interrupción, en las instalaciones había unas cien cámaras. Cada semana, alguna de ellas parecía fallar. Lo máximo que alguien haría sería presentar una petición de mantenimiento para que la reparasen antes de que acabara el turno. Satisfecha, Jella continuó caminando por el pasillo hasta llegar a la puerta de seguridad.

Tecleó un código de empleado para desactivar la alarma y abrir el cierre. Evidentemente, no usó su propio código. Una de las ventajas de trabajar en su departamento era que tenía acceso a las fichas del personal. Conocía los códigos de acceso al edificio de la mitad de la gente que trabajaba en las instalaciones.

Cuando la luz del panel de la puerta pasó del rojo al verde, el trabajo de Jella concluyó. Todo lo que tenía que hacer era volver al despacho y continuar trabajando como si no pasara nada.

Pero una vez regresó a su escritorio, el mal presentimiento que tenía sobre este trabajo en concreto continuó creciendo, haciendo que se sintiera mareada. Después de unos veinte minutos, She’n’ya, la mujer con la que compartía el pequeño despacho, debió de notar que algo no iba bien.

—¿Te encuentras bien, Jella? Pareces algo colorada.

Al oír el sonido de la voz de la otra mujer, a Jella casi se le sale el estómago por la boca.

—No… No me encuentro bien —respondió, confiando en no parecer tan culpable como se sentía—. Creo que me estoy poniendo enferma —añadió, poniéndose en pie de un salto y corriendo hacia el baño para vomitar.

Diez minutos después de que comenzara a vomitar, Jella seguía allí.

La misión era bien sencilla, pero a Skarr seguía sin gustarle. Reunir todo lo que dijo que necesitaría para el ataque les había llevado un día: explosivos, un equipo de asalto de treinta mercenarios, él mismo incluido, y tres todoterrenos para el transporte.

Por motivos de seguridad de la empresa y de confidencialidad de los clientes, Manufacturas Dah’tan estaba ubicada en una propiedad privada de poco más de una hectárea situada mucho más allá de las afueras de Hatre. Cada kilómetro del trayecto hacía mella en Skarr y reducía además el limitado tiempo del que disponían para hacer el trabajo. Seguro que alguien le había visto en el puerto espacial, alguien que daría parte a Saren. Era probable que el espectro estuviera ya de camino a Camala… acercándose más y más a cada segundo que pasaba.

Las instalaciones consistían en una única estructura que albergaba el almacén, la fábrica y las oficinas. Los terrenos estaban rodeados por una alambrada con varias señales en las que se leía «propiedad privada» y «prohibido el paso» en los distintos dialectos batarianos comunes en Camala.

No es que eso disuadiera a Skarr y sus mercenarios. Los todoterrenos se limitaron a pasar por encima del cerco, aplastándolo mientras avanzaban hacia la solitaria construcción que había en el horizonte. A medio kilómetro de distancia aparcaron y continuaron a pie a través del estéril terreno desértico. Se aproximaron a la fábrica desde el lado opuesto a las zonas de carga para evitar ser detectados y llegaron al edificio sin incidentes.

Skarr se sintió aliviado al encontrar que la entrada de seguridad de la parte trasera no estaba bloqueada: la fuente que Edan tenía en el interior había cumplido con su parte. Pero seguían teniendo que trabajar deprisa si querían entrar y salir antes de que Saren apareciera.

La paranoia corporativa formaba parte de la cultura batariana tanto como su rígido sistema de castas, y Dah’tan no era diferente. Poco dispuesta a confiar a alguien más la información confidencial, todos los registros y los archivos se guardaban in situ: al destruir las instalaciones, quedaría eliminada toda evidencia que pudiera conducir hasta Edan.

Cada todoterreno transportaba a diez mercenarios. Skarr dejó afuera a ocho hombres con fusiles de francotirador para cubrir las salidas, apostando a un par a cada lado del edificio. Los otros se dividieron en varios equipos de infiltración de tres miembros cada uno.

—Las bombas estallarán en quince minutos —les recordó Skarr.

Los equipos de infiltración se dispersaron, dirigiéndose hacia los diversos pasillos bifurcados que conducían a las diferentes áreas de las instalaciones. Su objetivo era colocar varios explosivos estratégicamente situados; los suficientes para reducir el edificio entero a cenizas y escombros. A lo largo del camino eliminarían a las patrullas de seguridad y acribillarían a todo empleado con el que se cruzaran. Cualquiera que huyera del edificio sería abatido por los mercenarios que esperaban afuera. Y cualquier superviviente que lograra esconderse en el interior del edificio sería exterminado por las explosiones o quemado vivo cuando detonaran las cargas incendiarias.

Con los francotiradores apostados afuera y los equipos de infiltración encaminándose hacia el corazón del complejo, Skarr se quedó a solas para acabar una tarea muy específica. Edan le había facilitado el nombre, la descripción y la ubicación de su contacto dentro de Dah’tan. Era poco probable que la joven supiera para quién estaba trabajando, pero el batariano no quería dejar cabos sueltos.

Other books

Under a Broken Sun by Kevin P. Sheridan
The Falcons of Montabard by Elizabeth Chadwick
The Bees: A Novel by Laline Paull
Hot Lava by Rob Rosen
Extenuating Circumstances by Jonathan Valin