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Authors: Drew Karpyshyn

Tags: #ciencia ficción

Mass Effect. Revelación (26 page)

BOOK: Mass Effect. Revelación
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—Oímos las máquinas… —la voz del doctor fue apagándose.

—Tenía razón —dijo Saren, sin que su voz mostrara un atisbo de emoción—. Jella estaba demasiado débil. No lo logró.

La embajadora Goyle caminaba con determinación a través de los ondulantes campos verdes del Presidium hacia la torre de la Ciudadela que se alzaba en la distancia; sus zancadas, concisas y enérgicas, parecían contradecir la afable serenidad de su entorno. La belleza tranquila de la luz del sol sintético que se reflejaba en el lago central no consiguió calmar su estado de ánimo. Recibió el aviso de Anderson menos de una hora antes de que la convocaran para comparecer ante el Consejo. El momento escogido no podía ser una coincidencia; sabían de la investigación en IA. Y eso significaba que habría graves consecuencias.

Mientras caminaba, repasó mentalmente los distintos escenarios posibles, planeando lo que diría cuando estuviera frente al Consejo. Alegar falta de conocimiento no era una opción: Sidon era una base de la Alianza oficialmente reconocida. Incluso si se creían sus falsas afirmaciones de que no sabía nada sobre la investigación, no había manera de separar los actos ilegales de la base de la Humanidad en su conjunto. Sólo haría que ella pareciese un títere sin ningún poder real.

Mostrarse arrepentida y compungida era otra táctica posible, pero dudaba de que tuviera ninguna influencia en la severidad de los castigos que el Consejo impondría a la Humanidad y a la Alianza. E, igual que si aparentaba ignorancia, sería interpretado como un signo de debilidad.

Cuando llegó a la base de la torre, sabía que sólo quedaba una opción: tenía que entrar atacando.

A izquierda, a cierta distancia, había una estatua a escala de un relé de masa; una réplica de seis metros de altura del más importante logro tecnológico de los proteanos que daba la bienvenida a los visitantes que se acercaban al corazón de la estación espacial más suntuosa de la galaxia.

Caminó hasta los guardas que estaban junto a la única entrada de la torre y entonces esperó impaciente a que confirmaran su identidad. Le agradó observar que uno de ellos era humano. El número de humanos empleados en puestos clave a lo largo de la Ciudadela parecía crecer cada día; una prueba más de lo valiosa que su especie se había vuelto para la comunidad galáctica en tan sólo unos pocos años. Esto fortaleció su determinación, mientras entraba en el ascensor que la proyectaría por el exterior de la torre hasta la Cámara del Consejo.

El ascensor era transparente; al salir disparada hacia las alturas pudo ver cómo la totalidad del Presidium se extendía bajo sus pies. A medida que ascendía, pudo ver más allá de los límites del anillo central de la Ciudadela. En la distancia, las titilantes luces de los distritos se extendían hasta perderse de vista a lo largo de los cinco brazos de la Ciudadela.

Aunque el panorama era espectacular, la embajadora hizo lo posible por ignorarlo. No era casual que la grandeza de la Ciudadela se exhibiera allí en todo su esplendor. Aunque no tuvieran ningún poder oficial, los tres individuos que componían el Consejo eran, a todos los efectos, los dirigentes de la galaxia. La perspectiva de encontrarse con ellos cara a cara era una experiencia de humildad, incluso para alguien con tanta habilidad política como la principal embajadora de la Alianza. Y sabía lo suficiente para comprender que el largo trayecto en el ascensor hacia la cima de la torre había sido cuidadosamente urdido para hacer que las visitas se sintieran abrumadas y sobrecogidas mucho antes de que llegaran a encontrarse con los miembros del Consejo.

En menos de un minuto estaba en la cima, con el estómago algo revuelto por la desaceleración del ascensor mientras reducía la marcha y se paraba. O puede que fueran los nervios. Se abrieron las puertas y salió a un gran vestíbulo que hacía de antesala a la Cámara del Consejo.

Al final del vestíbulo había una amplia escalera que conducía hacia arriba, con anchos pasillos que se bifurcaban a ambos lados de su pie. Seis guardias de honor —dos turianos dos salarianos y dos asari, un par de cada especie representada en el Consejo— se cuadraban a lo largo de cada pared. Pasó a su lado sin reparar en su presencia; más allá de la pompa y la solemnidad, no servían para nada.

Subió las escaleras de peldaño en peldaño. A medida que ascendía, las paredes comenzaron a desaparecer, dejando ver el esplendor de la Cámara del Consejo. Se parecía a los anfiteatros romanos de la antigua Tierra, un extenso óvalo con asientos para un millar de espectadores alineados a cada lado. Esculpidas en el suelo a ambos extremos, había unas tribunas alzadas labradas del mismo material casi impenetrable del que estaba construida el resto de la estación. Las escaleras que estaba subiendo en ese preciso instante la llevarían hacia la cima de una de esas tribunas: el estrado del demandante. Desde aquí, miraría a través de la vasta cámara hacia la tribuna opuesta donde el Consejo estaría sentado para oír el caso.

Mientras la embajadora salía al estrado del demandante y se aproximaba al podio, se sintió aliviada al ver que ninguno de los asientos de los espectadores estaba ocupado. Aunque la decisión se haría pública, era obvio que el Consejo quería mantener la naturaleza exacta de esta reunión con la Alianza en secreto. Eso fortaleció su determinación aún más: una parte de ella había temido que esto no fuera sino un espectáculo abierto al público.

Al otro extremo, los miembros del Consejo ya estaban sentados. La consejera asari estaba en el centro, justo en frente de la embajadora Goyle. A su izquierda, la derecha de Goyle, estaba el consejero turiano. A la derecha de la asari estaba el representante salariano. Sobre cada uno de ellos había una proyección holográfica de cinco metros de altura que permitía a los demandantes ver las reacciones de cada miembro del Consejo a pesar de la distancia entre los dos estrados.

—Aquí no hay ninguna necesidad de fingir —dijo el turiano, comenzando sorprendentemente el proceso con muy poca formalidad—. Hemos sido informados por uno de nuestros agentes, un espectro, que la Humanidad estaba llevando a cabo investigaciones ilegales en IA en uno de sus complejos del Confín Skylliano.

—Ese complejo ha sido destruido —les recordó la embajadora, intentando aprovecharse de su compasión—. Se han perdido decenas de vidas humanas en un ataque gratuito.

—Ése no es el propósito de esta audiencia —advirtió la asari, con voz fría a pesar de las subyacentes cualidades líricas comunes al habla de sus gentes—. Sólo estamos aquí para hablar de Sidon.

—Embajadora —intervino el salariano—. Sin duda debe de comprender los peligros que la inteligencia artificial representa para la galaxia en conjunto.

—La Alianza tomó toda precaución imaginable con la investigación de Sidon —contestó Goyle, rehusando disculparse por lo que había ocurrido.

—No tenemos otro modo de saberlo más que su palabra —contestó bruscamente el turiano—. Y ya han dado pruebas de lo poco fiable que puede ser su especie.

—Esto no tiene por qué ser un ataque a su especie —dijo rápidamente la asari, procurando suavizar las observaciones del turiano—. La Humanidad es una recién llegada a la comunidad galáctica y hemos hecho todo lo que hemos podido para acoger a su especie.

—¿Igual que cuando los turianos conquistaron Shanxi, durante la Primera Guerra de Contacto?

—En aquel conflicto, el Consejo intervino en favor de la Humanidad —le recordó el salariano—. Los turianos estaban intensificando su respuesta; reuniendo a su flota. De no ser por nuestra intercesión se hubieran perdido millones de vidas humanas.

—Entonces apoyé sin fisuras las acciones de la Alianza —el turiano hizo una importante observación—. A diferencia de algunos de mi especie, no guardo rencor hacia la Humanidad ni hacia la Alianza. Aunque tampoco creo que debiera dárseles un trato preferente.

—Cuando invitamos a la Humanidad a formar parte del espacio de la Ciudadela —dijo la asari, retomando el hilo de pensamiento del turiano sin perder el ritmo—, ésta se comprometió a acatar las leyes y convenciones de este Consejo.

—Sólo quieren dar ejemplo con nosotros porque estamos expulsando del Confín a los batarianos —acusó Goyle—. Sé que su embajada ha amenazado con separarse de la Ciudadela si ésta no hace algo.

—Hemos escuchado su caso —reconoció el salariano—. Pero no hemos tomado ninguna medida. El Confín es un territorio no reclamado y es política del Consejo no intervenir en disputas regionales a menos que éstas tengan un impacto generalizado en todo el espacio de la Ciudadela. Buscamos preservar la autonomía de cada especie en todos los aspectos excepto en aquellos que amenazan a la galaxia en su conjunto.

—Como su investigación en inteligencia artificial —añadió el turiano.

Exasperada, la embajadora agitó la cabeza.

—No pueden ser tan ingenuos como para creer que la especie humana es la única que está realizando investigaciones en IA.

—No es ingenuidad, sino más bien sabiduría lo que nos lleva a creerlo —replicó la asari.

—Vuestra gente no estuvo aquí para ver la caída de los quarianos a manos de los geth —le recordó el salariano—. Nunca quedaron mejor ilustrados los peligros de crear vida sintética inteligente. Sencillamente, la Humanidad no comprende la dimensión de los riesgos.

—¿Riesgos? —Goyle se esforzó para evitar gritar mientras continuaba su ataque—. ¡El único riesgo es no afrontar la realidad y desear que todo esto desaparezca! Los geth siguen ahí afuera. La vida sintética es una realidad. La creación de una auténtica IA —puede que una raza entera de ellas— es inevitable. Puede que incluso ya estén ahí afuera, en algún lugar, esperando a ser descubiertos. Si no estudiamos la vida sintética en un entorno controlado, ¿cómo podremos nunca esperar hacerle frente?

—Comprendemos que hay riesgos inherentes a la creación de vida sintética —observó la asari—. Pero no asumimos de manera automática que no vayamos a tener otra opción que entrar en conflicto con ellos. Eso es una concepción de la Humanidad.

—Otras especies abrazan la filosofía subyacente de la mutua coexistencia —explicó el salariano, como si estuviera sermoneándola—. Vemos fortaleza en la unidad y la cooperación. No obstante, los humanos parecen seguir creyendo que la competencia es la llave de la prosperidad. Como especie, ustedes son hostiles y agresivos.

—Todas las especies compiten por el poder —respondió de golpe la embajadora—. ¡La única razón por la que ustedes tres pueden estar sentados aquí y dictar sentencia sobre el resto de la galaxia es porque el Consejo controla la flota del Consejo!

—Las especies del Consejo asignan recursos ilimitados a nuestros esfuerzos para garantizar la extensión de la paz galáctica —declaró, con enfado, el turiano—. ¡Ponen a nuestra disposición dinero, naves e incluso millones de nuestros propios ciudadanos de forma voluntaria al servicio del máximo bienestar!

—A menudo, las decisiones del Consejo van en contra de nuestras propias especies —le recordó el salariano—. Y lo sabe por propia experiencia: los turianos fueron obligados a indemnizar cuantiosamente a la Alianza tras su Primera Guerra de Contacto, a pesar de que se podía haber argüido que el conflicto era culpa tanto de los humanos como de ellos.

—La conexión entre la filosofía teórica y la práctica es delicada —admitió la asari—. No negamos que los individuos en sí mismos y las culturas o especies en su conjunto busquen expandir su territorio e influencia. Pero creemos que esto se cumple mejor comprendiendo que debe haber reciprocidad: lo que ustedes los humanos llaman «toma y daca». Esto hace que deseemos sacrificarnos por el bien de los otros —concluyó—. ¿Podría de verdad decir lo mismo acerca de la especie humana?

La embajadora no respondió. Como representante principal de la Alianza en la Ciudadela, había estudiado la política interestelar en gran profundidad. Estaba estrechamente familiarizada con cada regla que el Consejo había decretado durante los últimos dos siglos. Y, a pesar de que existía una parcialidad muy sutil hacia sus propias gentes en la pauta general de sus decisiones, todo lo que acababan de decir era esencialmente cierto. Las asari, los salarianos e incluso los turianos poseían una bien merecida reputación por su entrega y altruismo a escala galáctica.

Este delicado equilibrio que el resto de las razas mantenía entre el propio interés y el bienestar colectivo de cada especie que juraba lealtad a la Alianza era una de las cosas que todavía le costaba aceptar. La integración y la fusión de nuevas culturas alienígenas en la comunidad interestelar se producían con demasiada facilidad; parecía antinatural. Ella tenía la teoría de que todo ello estaba de algún modo relacionado con la tecnología proteana subyacente que era común a cada especie que viajaba por el espacio. Les daba un punto de semejanza, algo en qué basarse. Pero entonces, ¿por qué la Humanidad no se había adaptado tan fácilmente como el resto?

—No hemos venido aquí para discutir sobre política —dijo al fin la embajadora, sorteando la pregunta de la consejera asari. De repente se sintió cansada—. ¿Qué han pensado hacer respecto a Sidon? —No tenía ningún sentido prolongar aquella situación; de todos modos, no había nada que ella pudiera hacer para hacerles cambiar de opinión.

—Deberá haber sanciones contra la Humanidad y la Alianza —le informó el turiano—. Esto es un crimen grave; la pena debe reflejarlo.

Puede que esto sea parte del proceso de asimilación de la Humanidad a la comunidad interestelar
—pensó Goyle con cansancio—.
Una evolución gradual e inevitable que llevará a la Alianza a alinearse con el resto de las especies que responden ante el Consejo.

—Como parte de estas sanciones, el Consejo nombrará a varios representantes que controlarán los actos de la Alianza a lo largo del Confín —prosiguió el salariano, entrando en detalles sobre el castigo a la Humanidad.

Quizá seamos esencialmente distintos al resto de las especies
, pensó Goyle, escuchando sólo a medias al juicio que se estaba transmitiendo.
Quizá no encajemos porque hay algo en nosotros que no funciona.
Había otras especies, pocas, como los krogan, que eran esencialmente hostiles y belicosas. Al final, los krogan habían sufrido por ello, provocando la ira del resto de la galaxia, que diezmó sus efectivos e hizo de ellos un pueblo disperso y en vías de extinción. ¿Iba a ser éste también el destino de la Humanidad?

BOOK: Mass Effect. Revelación
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