Los primeros en llegar al escenario del desastre fueron unos jóvenes austriacos que residían en una famosa escuela de esquí instalada en aquella montaña. Hablaban en alemán entre ellos mientras iban de un cuerpo a otro. Llevaban pasamontañas rojos y la cara cubierta, excepto los ojos, para protegerse del viento. Parecían muñecos, gente blanca que por diversión se habían disfrazado de negro.
Billy se había fracturado el cráneo, pero todavía estaba consciente. No sabía dónde se encontraba. Al ver que sus labios se movían, uno de los muñecos le acercó el oído a la boca, intentando comprender las que podían ser sus últimas palabras. Y Billy, que creía al muñeco relacionado con la Segunda Guerra Mundial, murmuró su dirección: «Schlachthof-fünf».
Fue transportado hasta la falda del monte Sugarbush en un trineo al que los muñecos le ataron para que se mantuviera inmóvil durante el camino. Cerca de la base de la montaña la pista terminaba bruscamente frente a un poste de telesilla. Billy vio a unos jóvenes que vestían prendas elásticas de brillantes colores, grandes gafas y enormes botas colgando, sentados y con los esquís puestos, de unas sillas amarillas. Entonces supuso que esto formaba parte de una nueva y sorprendente fase de la Segunda Guerra Mundial. Para él, todo estaba bien. Para Billy Pilgrim todo era perfecto.
Fue llevado a un pequeño hospital privado, donde un famoso neurocirujano llegado de Boston le practicó una operación que duró tres horas. Después de la operación, Billy estuvo inconsciente durante dos días y soñó millones de cosas, algunas reales. Todas ellas fueron viajes por el tiempo.
Una de las cosas que revivió fue su primera noche en el matadero. El y el pobre Edgar Derby empujaban una carreta de dos ruedas, vacía, por una sucia pendiente flanqueada de establos también vacíos. Se dirigían a la cocina común en busca de cena para todos, custodiados por un alemán de dieciséis años llamado Werner Gluck. Los ejes de la carreta habían sido engrasados con sebo de animales muertos. Así era.
El sol estaba en su ocaso y su resplandor hacía resaltar el perfil de la ciudad formado por bajas colinas que rodeaban los malolientes establos. La total oscuridad en que se encontraba sumida la ciudad como precaución por los bombardeos impidió a Billy ver, desde un mirador tan privilegiado como aquél, una de las cosas más hermosas que suele hacer una ciudad normal a la puesta del sol: encender sus luces una tras otra.
El amplio río que pasaba por allí hubiera reflejado esas luces, y hubiera hecho de aquel crepúsculo una hora deliciosa. Este río era el Elba.
Werner Gluck, el joven guarda, era de Dresde. Jamás había estado en el matadero, de manera que no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba la cocina. Era alto y delgado, como Billy, y podría haber sido su hermano menor. De hecho eran primos lejanos, cosa que siempre ignoraron.
Gluck iba armado con un mosquetón increíblemente pesado, una pieza de museo con un cañón octogonal de alma lisa y que cargaba un solo tiro. Llevaba calada la bayoneta, o mejor dicho una especie de aguja de hacer calceta, sin canalones de sangre ni nada.
Gluck les hizo tomar un camino que él creía les llevaría a la cocina y abrió una puerta corrediza que se encontraba a un lado. Pero se equivocó. Aquello eran los vestuarios adyacentes a unas duchas comunales y el ambiente estaba lleno de vapor. Por entre el vapor divisaron alrededor de treinta muchachas de menos de veinte años todas desnudas. Eran refugiadas alemanas de Breslau, ciudad que había sido tremendamente bombardeada, y también acababan de llegar a Dresde.
Dresde estaba atestada de refugiados.
Así pues, se encontraron con aquellas muchachas cuyos rincones más privados estaban al descubierto, para recreo de cualquier observador. Y eso hacían, recrearse mirando desde la puerta, Gluck, Derby y Pilgrim, el soldadito infantil, el pobre viejo profesor de escuela superior y el payaso con su toga y sus zapatos de plata. Las muchachas chillaron, se cubrieron con las manos, se volvieron de espaldas y todo lo demás. Y se hicieron aún mucho más bellas. Werner Gluck, que nunca hasta entonces había visto ninguna mujer desnuda, cerró la puerta. Billy estaba en las mismas condiciones que el alemán, era evidente. Pero para Derby aquello no era nada nuevo.
Cuando los tres desgraciados encontraron la cocina comunal, cuya misión principal era hacer la comida para los trabajadores del matadero, ya se había largado todo el mundo menos una mujer que les estaba esperando con impaciencia. Era una viuda de guerra. De verdad. Y llevaba el sombrero y el abrigo puestos, pues también quería marcharse a su casa a pesar de que en ella no encontraría a nadie. Sus guantes blancos permanecían aún uno junto al otro, sobre uno de los mostradores de zinc.
La mujer guardaba para los americanos dos grandes latas de sopa que hervían sobre una cocina encendida a poco gas. También les reservaba un montón de pan moreno.
Le preguntó a Gluck si no era demasiado joven para estar en el ejército. El admitió que sí lo era.
Luego le preguntó a Edgar Derby si no era demasiado viejo para estar en el ejército. También lo admitió.
Entonces le preguntó a Billy Pilgrim de qué iba disfrazado. Billy le dijo que no lo sabía, que sólo pretendía mantenerse abrigado.
La mujer comentó, concluyendo:
—Todos los soldados de verdad han muerto.
Y era cierto.
Otra cosa que también revivió Billy mientras estaba inconsciente en Vermont fue el trabajo que él y sus compañeros hicieron en Dresde durante el mes anterior a la destrucción de la ciudad. Lavaron ventanas, barrieron suelos, limpiaron aseos, empaquetaron tarros y sellaron cajas de cartón en una fábrica donde hacían jarabe de malta enriquecido con vitaminas y minerales. Era para mujeres embarazadas.
El jarabe sabía a miel con un ligero aroma a nueces, y todos los que trabajaban en la fábrica se pasaban el día tomando a escondidas cucharada tras cucharada. No eran mujeres embarazadas, pero también necesitaban vitaminas y minerales.
Durante su primer día de trabajo Billy no tomó ninguna cucharada de jarabe, pero otros americanos sí lo hicieron. Al segundo día ya había aprendido el truco. En todos los rincones de la fábrica había cucharas escondidas. Sobre las vigas del techo, en los cajones, tras los radiadores, en todas partes. Las escondían personas que, estando tomando jarabe, habían oído llegar a alguien. Tomar jarabe era un crimen.
Durante su segundo día de trabajo, Billy estaba limpiando un radiador y encontró una cuchara. A su espalda había una tina llena de jarabe que se estaba enfriando. La única persona que podía verle era el pobre Edgar Derby, que por la parte de fuera limpiaba el cristal de la ventana. La cuchara era sopera. Billy la metió en la tina, volvió la cabeza a uno y otro lado para ver si había alguien, la sacó y se la introdujo en la boca.
Pasó un momento, y después todas las células del cuerpo de Billy se sacudieron en un entusiasmado aplauso de gratitud.
Se oyeron unos tímidos golpecitos en la ventana de la fábrica. Era Derby, que lo había visto todo y quería también un poco de jarabe.
Así pues, Billy, siempre vigilando, llenó la cuchara, abrió la ventana y la metió dentro de la anhelante boca de Derby. Pasó un momento y de los ojos de Derby empezaron a saltar lágrimas. Billy cerró la ventana y escondió rápidamente la pegajosa cuchara. Alguien venía.
Dos días antes de que Dresde fuera destruida los americanos del matadero tuvieron una visita muy interesante. Era Howard W. Campbell, jr., el americano nazi, el mismo que había escrito el librito sobre el vergonzoso comportamiento de sus compatriotas prisioneros de guerra. Ahora ya no se dedicaba a hacer investigaciones sobre prisioneros. Había venido al matadero para reclutar hombres con vistas a formar una unidad militar alemana que pensaba llamar Cuerpo de Americanos Libres y comandar él mismo. Como era de suponer, esta unidad sólo debía luchar en el frente ruso.
Campbell era un hombre de aspecto ordinario, pero iba vestido con un extravagante uniforme que él mismo se había diseñado. Se tocaba con un sombrero blanco en el que ostentaba diez galones, calzaba unas botas negras de vaquero decoradas con esvásticas y estrellas, y vestía un traje de punto azul muy ceñido, con rayas amarillas que, partiendo de los sobacos, le llegaban hasta los tobillos. En los hombros llevaba unas charreteras que recortaban el perfil de Abraham Lincoln sobre un fondo verde pálido. Y, para completar su uniforme, en la manga exhibía un brazalete rojo con una esvástica azul dentro de un círculo blanco.
Ahora, en el establo de cemento, estaba explicando a los prisioneros de guerra americanos el significado del brazalete.
Billy tenía un gran ardor de estómago debido a la gran cantidad de jarabe de malta que había tomado durante la jornada laboral. Aquel ardor le hacía saltar lágrimas de los ojos y por eso veía, a través de la sinuosa cortina de líquido salado, una imagen de Campbell bastante deformada.
—Azul por el cielo de América —decía Campbell—. Blanco por la raza que descubrió el continente, saneó los pantanos, limpió los bosques y construyó carreteras y puentes. Rojo por la sangre de los americanos patriotas que tan alegremente han corrido a lo largo de los años…
El auditorio de Campbell dormitaba. Habían trabajado mucho en la fábrica de jarabe y después habían tenido que hacer el largo camino hasta casa, andando en medio de un gran frío. Estaban delgados y tenían ojeras. Su piel empezaba a formar pequeñas vesículas, al igual que sus bocas, gargantas e intestinos. El jarabe de malta que tomaban a escondidas en la fábrica sólo contenía una ínfima cantidad de los minerales y vitaminas que un ser humano necesita.
Ahora Campbell ofrecía a los americanos comida, filetes de carne, puré de patatas, salsas y empanadas rellenas si se unían al Cuerpo de Americanos Libres.
—Cuando se haya vencido a Rusia, seréis repatriados a través de Suiza —aseguró.
No hubo respuesta alguna.
—Tarde o temprano tendréis que luchar contra los comunistas —añadió—. ¿Por qué, pues, no terminar ya con ellos de una vez?
Y entonces llegó el momento en que Campbell había de obtener por fin alguna respuesta. El pobre Derby, el sentenciado profesor de escuela superior, se puso en pie aprovechando lo que probablemente sería el mejor momento de su vida. En esta historia no existen personajes ni situaciones dramáticas, puesto que la mayoría de personajes que la integran están enfermos y son totalmente ajenos al juego de los grandes poderes; uno de los principales efectos de la guerra es que la gente pierde la fuerza de ánimo suficiente para conservar su personalidad. Pero en aquel momento, el viejo Derby era todo un carácter.
Su postura era la de un combatiente: la cabeza baja y los puños crispados, esperando información sobre el plan de batalla. Derby levantó la cabeza y le dijo a Campbell que era una serpiente. Peor aún, corrigió, puesto que las serpientes no podían evitar el serlo y Campbell, que bien podía evitar el ser lo que era, se había convertido en algo mucho más rastrero que una serpiente, una rata o incluso una garrapata rellena de sangre.
Campbell sonrió.
Derby habló conmovedoramente de la forma de gobierno americana, que otorga libertad, justicia, oportunidades y juego limpio para todos. Dijo que allí no había ni un solo hombre que no estuviera dispuesto a morir con alegría por todos esos ideales. Habló de la fraternidad entre los americanos y los rusos, y de cómo estas dos naciones iban a aplastar la plaga de nazismo que pretendía infectar al mundo entero.
De pronto, la sirena de alarma empezó a sonar lastimeramente en Dresde.
Los americanos, sus guardas y Campbell se refugiaron en un enorme almacén de carne, excavado en la roca viva bajo el matadero. Se descendía hasta allí por unas escaleras de acero que comenzaban y terminaban en sendas puertas también de acero.
De los ganchos de hierro del almacén colgaban aún algunos terneros, ovejas, cerdos y caballos muertos. Así era. El resto eran miles de ganchos vacíos, a la espera de más animales. Naturalmente, allí dentro hacía frío, aunque no había refrigeración. Y por toda luz disponían de una sola vela. El almacén estaba encalado —olía, pues, a ácido carbónico— y tenía bancos a lo largo de sus paredes. Los americanos se dirigieron hacia ellos haciendo saltar parte del blanco polvo que cubría las paredes.
Howard W. Campbell jr. permaneció de pie, como los guardas, hablando con ellos en un alemán excelente. Había escrito muchas obras de teatro populares, y también poemas, en este idioma. Incluso se había casado con una famosa actriz alemana, llamada Resi North. Ella había muerto. Cayó mientras divertía a las tropas alemanas en Crimea. Así fue.
Aquella noche no sucedió nada. Fue durante la noche siguiente cuando murieron cerca de ciento treinta mil personas en Dresde. Así fue. Billy dormitaba en el almacén de carne cuando se encontró de nuevo enzarzado en una discusión con su hija, que revivió palabra por palabra y gesto por gesto.
—Padre —decía ella—. ¿Qué vamos a hacer contigo? —Y cosas así—. ¿Sabes a quién desearía matar?
—¿A quién desearías matar? —preguntó Billy.
—A ese Kilgore Trout.
Kilgore Trout era y es un escritor de ciencia ficción de quien Billy no sólo leyó docenas de libros sino que incluso llegó a ser amigo suyo. Y eso, teniendo en cuenta que nadie puede llegar a ser amigo de Trout porque éste es un hombre amargado, tiene un excepcional mérito.
Trout vive en un sótano de alquiler, en Ilium, a unos tres kilómetros de distancia de la hermosa casa blanca de Billy. Ni él mismo tiene idea de la cantidad de novelas que ha escrito. Posiblemente alrededor de las setenta y cinco. Y ninguna de ellas le ha dado dinero. Así pues, Trout se dedica en cuerpo y alma a la divulgación de la
Ilium Gazette
. Es el encargado de los vendedores de periódicos, esos muchachos que trabajan por cuatro perras.
Billy lo conoció en 1964. Conducía su Cadillac por un callejón de Ilium cuando se encontró con el camino cortado por docenas de muchachos con sus bicicletas. Celebraban una reunión. Un hombre con toda la barba les estaba hablando. Se le veía cobarde y peligroso a la vez, y era obvio que dominaba su oficio. Trout tenía entonces sesenta y dos años. Intentaba convencer a los muchachos de que despabilaran sus dormidas cabezotas, y también de que vendieran a sus clientes habituales la maldita edición dominical. Les prometió que quien vendiera más suscripciones dominicales durante los próximos dos meses sería premiado con un viaje gratis, con todos los gastos pagados durante una semana, para él y sus padres, a la maldita Martha’s Vineyard. Y cosas así.