Matadero Cinco (18 page)

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Authors: Kurt Vonnegut

Tags: #Ciencia Ficción, Humor, Relato

BOOK: Matadero Cinco
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Uno de los vendedores de periódicos, que en realidad era una muchacha, estaba extasiada.

El paranoico rostro de Trout le resultaba a Billy enormemente familiar, puesto que lo había visto en las solapas de infinidad de libros. Pero, en el preciso momento en que se encontró con ese rostro en un callejón de su ciudad natal, no pudo recordar por qué le era tan familiar. Lo primero que se le ocurrió fue que quizá hubiera conocido a tan ruinoso mesías en alguna parte de Dresde. Trout parecía, ciertamente, un prisionero de guerra.

Y entonces la muchacha levantó la mano.

—Señor Trout —gritó—, si gano, ¿puedo llevar conmigo a mi hermana?

—No, demonios —contestó Kilgore Trout—. ¿Crees que el dinero crece en los árboles?

Casualmente, Trout había escrito un libro sobre un árbol que daba dinero. Tenía por hojas billetes de veinte dólares. Sus flores eran bonos del gobierno y sus frutos diamantes. Atraía a los seres humanos, que se mataban los unos a los otros al pie del árbol, fertilizándolo.

Así era.

Billy Pilgrim aparcó su Cadillac en el callejón y esperó a que terminara la reunión. Cuando se disolvió la asamblea un muchacho se quedó hablando con Trout. El chico quería dejar el trabajo porque era demasiado pesado, tenía que trabajar muchas horas y estaba mal pagado. Trout parecía consternado. Si el muchacho dejaba el trabajo él mismo tendría que hacerlo hasta encontrarle sustituto.

—¿Quién crees que eres? —le preguntó Trout con desprecio—. ¿Una especie de maravilla sin entrañas?

Este era también el título de un libro de Trout:
La maravilla sin entrañas
. Trataba de un robot que tenía mal aliento, y que se hizo popular cuando hubo curado su halitosis. Pero lo más notable de la narración, que había sido escrita en 1932, era que predecía un amplio consumo de gasolina gelatinosa entre los seres humanos. Los robots la echaban desde aeroplanos. Y no tenían conciencia ni entendimiento que les permitiera imaginar lo que les estaba sucediendo a las gentes en la Tierra.

El robot de Trout parecía un ser humano. Podía hablar, bailar y cosas así, e incluso salir con chicas sin que nadie se ofendiera porque echaba gasolina gelatinosa sobre las personas. Pero, eso sí, encontraban imperdonable su halitosis. Así pues, cuando ésta desapareció, fue bien aceptado por la raza humana.

Trout perdió la discusión que mantenía con el muchacho que quería dejar el empleo. Le habló de la gran cantidad de millonarios que habían empezado repartiendo periódicos, pero el chico le replicó:

—Sí, pero apuesto a que sólo aguantaron una semana en ese magnífico empleo.

Y el muchacho se largó, dejando a los pies de Trout la bolsa llena de periódicos y la agenda de subscriptores encima. Aquellos periódicos quedaban a merced de Trout, quien tendría que repartirlos. No tenía coche, ni siquiera bicicleta, y los perros le daban miedo.

En alguna parte ladró un perro.

Mientras Trout se colgaba lúgubremente la bolsa a la espalda, Billy Pilgrim se le acercó:

—¿El señor Trout? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Es… es usted
Kilgore
Trout?

—Sí.

Trout suponía que Billy tendría alguna queja sobre la forma en que se repartían los periódicos. No pensaba en sí mismo como escritor. Y ello, por la simple razón de que el mundo jamás le había permitido considerarse como tal.

—¿El… el escritor? —insistió Billy.

—¿El qué?

Billy estaba convencido de que había cometido un error.

—Existe un escritor llamado Kilgore Trout —explicó.

—¿De veras? —Trout parecía aturdido.

—¿Nunca ha oído usted hablar de él?

Trout movió la cabeza con desánimo.

—Nadie…, nadie ha oído jamás hablar de él.

Billy ayudó a Trout a repartir los periódicos, acompañándole casa por casa en su Cadillac. Billy era el responsable, el que encontraba las casas y el que señalaba las direcciones pasadas. La mente de Trout estaba vacía. Nunca hasta entonces había tenido un admirador, y menos un admirador tan entusiasta.

Trout confesó a Billy que nunca había visto un libro suyo anunciado, reseñado o en venta.

—Durante todos estos años —dijo— he abierto de par en par mis puertas al mundo y sólo he recibido desprecio.

—Seguramente habrá recibido cartas —dijo Billy—. Es lógico que le hayan escrito muchas.

Trout levantó un solo dedo.

—Una.

—¿Era de un entusiasta?

—Era de un loco. Decía que yo debería ser nombrado presidente del Mundo.

Resultó que la persona que había escrito tal carta era Eliot Rosewater, el amigo que tuvo Billy en el hospital de veteranos, cerca de Lake Placid. Billy le habló a Trout de Rosewater.

—¡Dios mío! —dijo éste al final—. Yo pensé que se trataba de un muchacho de catorce años.

—Pues fue un verdadero hombre, un capitán durante la guerra.

—Escribe como un muchacho de catorce años —insistió Kilgore Trout.

Billy le invitó a la fiesta del dieciocho aniversario de su boda, que debía celebrarse al cabo de dos días con gran esplendor.

Trout estaba en el comedor, tragando canapés. Hablaba con la boca llena de queso, crema de Filadelfia y salmón, con la esposa de un óptico. Todos los asistentes a la fiesta estaban relacionados de una forma u otra con algún óptico, excepto Trout. Era el único que no llevaba gafas. Su presencia estaba causando gran sensación. Todos los invitados se mostraban excitadísimos por el solo hecho de tener entre ellos a un verdadero escritor. Y eso que nadie había leído sus libros.

Trout hablaba con Maggie White, que había dejado de ser asistente de un dentista para convertirse en ama de casa de un óptico. Era muy bonita. El último libro que había leído era
Ivanhoe
.

Billy, de pie a su lado, escuchaba. No dejaba de palpar en su bolsillo. Allí llevaba el regalo que tenía que entregarle a su esposa, una caja de satén blanco que contenía un anillo con un zafiro. El anillo estaba valorado en mil ochocientos dólares.

La adulación que Trout recibía, tan espontánea y tan ignorante, le afectaba como la marihuana. Se sentía feliz, fuerte y atrevido.

—Me temo que no leo tanto como debiera —dijo Maggie.

—Todos tememos algo —observó Trout—. Yo temo al cáncer, a las ratas y a los perros de raza Doberman.

—Debería saberlo, pero no lo sé —dijo Maggie—; así pues, se lo pregunto: ¿qué es lo más famoso que ha escrito?

—Trataba del funeral de un gran político francés.

—Esto suena interesante.

—Todos los grandes políticos del mundo asistían al acto. La ceremonia era muy hermosa. —Trout iba improvisando a medida que hablaba—. Y antes de cerrar el ataúd, los familiares del difunto esparcían perejil y pimentón sobre el fallecido.

—¿Es verídico el suceso? —preguntó Maggie White.

La mujer resultaba aburrida, pero su persona era una deliciosa invitación a la procreación. Los hombres que la miraban deseaban al instante cargarla con bebés. Sin embargo, todavía no había tenido ninguno. Hacía uso del control de natalidad.

—Claro que es verídico —aseguró Trout—. Si escribiera alguna falsedad e intentara venderla podrían meterme en la cárcel. Sería un fraude.

Maggie le creyó.

—Nunca había pensado en ello hasta ahora —dijo.

—Pues, a partir de ahora, piénselo.

—Es como anunciar. Cuando se anuncia algo debe decirse la verdad, o de lo contrario una se mete en líos.

—Exactamente. Podría aplicársele la misma ley.

—¿Nos pondrá usted en algún libro?

—En los libros siempre pongo todo lo que me ocurre.

—Así pues, deberé tener cuidado con lo que digo.

—Y más aún. Yo no soy el único que escucha. Dios también nos está escuchando. Y en el día del Juicio nos va a pedir cuentas de todo lo que hemos dicho y hecho. Si hemos dicho cosas malas en lugar de buenas, peor para nosotros, porque nos quemaremos en el infierno por toda la eternidad. El fuego nunca dejará de atormentarnos.

La pobre Maggie se volvió de un color grisáceo. También le había creído en esto, y estaba petrificada.

Kilgore Trout reía estruendosamente. De pronto un huevo de salmón salió disparado de su boca y fue a caer en el escote de Maggie.

En aquel instante, un óptico pidió un momento de atención. Quería proponer un brindis para Billy y Valencia, puesto que era su aniversario. De acuerdo con lo planeado, el cuarteto de ópticos Los Bacos empezaron a cantar mientras los demás bebían y Billy y Valencia, radiantes, se abrazaban. Todo el mundo tenía los ojos brillantes. La canción era Mi
vieja pandilla
.

La letra decía:
«…daría el mundo entero por ver a mi vieja pandilla»
, y cosas así. Y un poco más tarde:
«Hasta siempre, mis viejos camaradas y compañeros, hasta siempre, viejos amigos míos… Dios os bendiga…»
Y esas cosas.

Inesperadamente, Billy Pilgrim se sintió conmovido por la canción y el momento. El nunca había formado parte de una pandilla ni había tenido un viejo amigo, pero de todas maneras, a medida que el cuarteto hacía agonizar lentamente las últimas notas sentía nostalgia. Eran unas notas intencionadas y amargas, cada vez más amargas, insoportablemente amargas, que se diluían en un alargado acorde sofocantemente dulce, y luego otras notas amargas. El cambio de notas operaba en Billy reacciones psicosomáticas muy poderosas. La boca se le llenó de sabor a gaseosa, y el rostro se le volvió grotesco, como si realmente estuviera atado a una máquina de tortura llamada potro.

Su aspecto era tan extraño, que varias personas lo comentaron con solicitud, una vez terminada la canción. Pensaron que quizá le hubiera dado un ataque al corazón, y Billy parecía querer confirmarlo al dirigirse a una silla y sentarse con desmayo.

Hubo un silencio.

—¡Oh! ¡Dios mío! —exclamó Valencia, inclinándose sobre él—. Billy… ¿Estás bien?

—Sí.

—¡Tienes un aspecto tan horrible!

—¿De veras…? Estoy perfectamente.

Y lo estaba, sólo que no podía encontrar explicación alguna al hecho de que la canción le hubiera afectado de una forma tan grotesca. Durante años había supuesto que no tenía secretos para sí mismo. Y ahora se encontraba ante la evidencia de que tenía un gran secreto escondido en alguna parte de su interior. Y ni tan siquiera podía imaginar de qué se trataba.

La gente, al ver que Billy empezaba a sonreír y que los colores volvían a sus mejillas, se fue alejando de su alrededor. Valencia se quedó junto a él, y Kilgore Trout, que se había mantenido al margen entre la multitud, se acercó ahora interesado.

—Parecía como si hubieras visto un
espíritu
—dijo Valencia.

—No —replicó Billy.

Lo único que había visto era lo que realmente tenía ante sí, las caras de los cuatro cantantes, aquellos cuatro hombres ordinarios que, con sus ojos vacunos, abstraídos y angustiados, oscilaban insistentemente entre la dulzura y la amargura.

—¿Puedo aventurar una opinión? —dijo Kilgore Trout—. Usted vio a través de una ventana del tiempo.

—¿Una qué? —preguntó Valencia.

—Súbitamente vio el pasado o el futuro. ¿Estoy en lo cierto?

—No —contestó Billy Pilgrim.

Se levantó, se puso la mano en el bolsillo, encontró la caja que contenía el anillo, la sacó y se la dio a Valencia con aire ausente. Hubiera querido dársela al final de la canción, cuando todo el mundo miraba. Ahora sólo Kilgore Trout estaba allí para verlo.

—¿Para mí? —preguntó Valencia.

—Sí.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella.

Después lo repitió más fuerte, para que los demás la oyeran y se agruparan a su alrededor mientras abría la caja. Casi chilló cuando vio el zafiro en el centro del anillo, semejante a una estrella.

—¡Oh, Dios mío! —repitió, dándole un sonoro beso a Billy—. Gracias, gracias, gracias.

Entonces se habló, durante mucho rato, de las maravillosas joyas que Billy le había regalado a Valencia en sus aniversarios de matrimonio.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Maggie White refiriéndose al diamante que Billy había traído de la guerra—. Tienen el mayor diamante que he visto fuera del cine.

El fragmento de dentadura que había encontrado dentro de la cazadora, Billy lo guardaba dentro de su caja de gemelos, en el cajón del armario. Billy tenía una bonita colección de gemelos.

Se había convertido en costumbre familiar el regalarle gemelos cada año en el Día del Padre. Ahora también llevaba unos gemelos del Día del Padre, que habían costado más de cien dólares. Estaban hechos con antiguas monedas romanas. Poseía otros que tenían forma de rueda de ruleta que además funcionaban, y otros que por un lado eran un termómetro y por el otro una brújula, ambos verdaderos.

Billy deambulaba por la fiesta intentando aparentar normalidad. No obstante, Kilgore Trout no le quitaba el ojo de encima, dispuesto a averiguar lo que Billy había sospechado o visto. Al fin y al cabo, la mayoría de novelas de Trout trataban de urdimbres del tiempo, de percepciones extrasensoriales o de otros hechos insólitos. Trout creía en cosas como éstas, y deseaba probar su existencia.

—¿Ha puesto alguna vez un espejo en el suelo y un perro encima de él? —preguntó Trout a Billy.

—No.

—El perro mirará hacia abajo, y de pronto se dará cuenta de que nada existe debajo de sus patas. Creerá que se mantiene en el aire y dará un enorme salto.

—¿De veras?

—Sí. Y ése es el aspecto que tiene usted ahora… Como si de pronto se hubiera dado cuenta de que se mantiene en el aire.

El cuarteto cantó de nuevo. Y Billy volvió a emocionarse. La experiencia quedaba definitivamente asociada con los cuatro hombres, no con la canción.

He aquí lo que cantaban ahora, mientras Billy se desgarraba interiormente:

Once centavos cuesta el algodón y cuarenta la carne,

¿Puede un pobre, comer a esos precios?

Unos ruegan para que haga sol y otros para que llueva,

Las cosas irán de mal en peor hasta que nos volvamos locos.

Construí un bello bar y de marrón lo hice pintar

Pero al ponerle la luz todo se quedó hecho cenizas.

De nada nos sirve hablar si al fin siempre perdemos.

Once centavos cuesta el algodón y cuarenta la carne,

Once centavos cuesta el algodón y encima nos cargan de impuestos.

¡Ay nuestras pobres espaldas! ¿Cómo soportarán tamaña carga?

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