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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (15 page)

BOOK: Mataelfos
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En el gélido aguacero y la creciente oscuridad resultaba difícil ver más allá de veinte pasos. A pesar de eso, todos vieron el oscilante resplandor que silueteaba la última duna que precedía a la playa, y todos ascendieron la resbaladiza pendiente de arena con ansiosa presteza.

Félix fue uno de los primeros que llegaron a lo alto, justo detrás de los elfos de Aethenir, y miró hacia el origen de la luz. En el mar, el Orgullo de Skinstaad era una rugiente pira de llamas verde amarillento, demasiado encendida como para pensar en salvar el barco.

Los demás se reunieron con él en la cresta, Max, Claudia y los hombres jadeando como fuelles a causa de la carrera. Gotrek se limitó a mirar fijamente, mientras el fuego verde se reflejaba en su único ojo.

Claudia lloraba entre hipidos.

—¡No! ¿Por qué no lo vi antes?

Félix estaba preguntándose lo mismo.

Max señaló hacia la playa.

—A nuestros botes. Tenemos que ayudar a los supervivientes.

Félix y los otros asintieron y echaron a correr hacia los botes, llamando a los marineros para que cogieran los remos, pero aunque los botes estaban allí, no se veía por ninguna parte a los remeros que los habían llevado.

—¿Adonde pueden haberse marchado, en el nombre de Sigmar? —gruñó el capitán Oberhoff.

Entonces, uno de los guardias señaló hacia el agua.

—¡Mirad! —dijo—. ¡La tripulación! ¡Están nadando hacia la orilla!

Félix miró hacia donde señalaba. Resultaba difícil ver a través de la lluvia, pero distinguía las redondas formas de las cabezas que flotaban sobre el agua, cada vez más cerca de la playa.

—Alabado sea Manann —dijo otro de los guardias.

Pero Félix frunció el ceño. ¿Había habido tantos tripulantes? Él sólo recordaba a una veintena, como máximo. En el agua parecía haber veinte veces más que eso.

—Esperad —dijo—. ¿No son demasiados?

Los otros volvieron a mirar, parpadeando en el aguacero.

Aethenir retrocedió un paso.

—Ésos no son hombres —dijo—. Son…

Con un feroz siseo, la primera oleada de nadadores se alzó del rompiente y corrió hacia el grupo de la playa: oscuras formas encogidas cuyo apelmazado pelaje y armaduras compuestas de piezas dispares chorreaban agua. Dientes como dagas de hueso destellaron en la penumbra. Ojos rojos relumbraron. Puntas de lanza herrumbrosas brillaron a la verde luz del barco en llamas.

—¡Skavens! —rugió Gotrek. Cargó hacia el rompiente al tiempo que sacaba el hacha de la funda que llevaba a la espalda y barría salvajemente con ella en torno de sí. Cabezas, extremidades y colas de skaven salieron volando por el aire para caer al agua con un chapoteo.

Los hombres y los elfos no siguieron el ejemplo del Matador. Retrocedieron, gritando y desenvainando espadas mientras docenas de aquellas horribles criaturas salían del mar e iban hacia ellos, pasando a prudente distancia en torno a Gotrek y subiendo por la playa como una marea negra. Félix retrocedió para luchar junto con los otros, separado del Mata-

dor por una hirviente muralla de pelo, mugre y colmillos. Las puntas de las lanzas salían como rayos de la penumbra, invisibles hasta que ya era casi demasiado tarde. Félix paraba ataques desesperadamente, y respondía con tajos, pero era como golpear sombras. Un ronco chillido de dolor le llegaba desde la izquierda… una maldición a la derecha.

Félix estaba teniendo problemas para orientarse mientras luchaba junto a la Guardia del Reik. ¿Por qué skavens? ¿Por qué ahora? ¿Qué querían? ¿Y de dónde habían salido?

Entonces, al tiempo que gritaba palabras extrañas, Max alzó bruscamente una mano y por encima de su cabeza surgió, con un chasquido, una bola de brillante luz blanca. Los skavens retrocedieron ante la deslumbrante iluminación, chillando de miedo.

Los miembros de la Guardia del Reik, endurecidos veteranos de la reciente invasión del Caos, no se acobardaron ante esta magia, ni tampoco los elfos. Los guardias formaron hombro con hombro y sus espadas y escudos comenzaron a trabajar al unísono, mientras que a su lado los elfos acometían como una furia arremolinada y sus largas espadas cortaban lanzas y peludas extremidades con igual facilidad, al tiempo que otros hechizos de Max pasaban volando junto a ellos y hacían volar por los aires las filas de skavens con centelleantes bolas de luz que los hacían chillar, caer y retorcerse en el suelo. Pero aunque la bola luminosa hacía que resultara más fácil ver y matar a las alimañas, también permitía ver la enorme cantidad de ellas que había. El corazón de Félix se aceleró al pasar la mirada por encima de la hirviente alfombra de hombres rata que cubría la playa, mientras de las olas continuaban saliendo más, y más en una sucesión interminable.

La dura luz iluminaba los más monstruosos atributos de los seres: pelaje sarnoso y escrofuloso, hocico plagado de pústulas, desalmados ojos del color del mármol negro, horrendas bocas que siseaban, nauseabundos trofeos colgados al cuello y el cinturón. La náusea le cerraba la garganta mientras les asestaba salvajes tajos al transformarse en hirviente cólera todo el asco y miedo que le inspiraban las viles criaturas. El primer tajo abrió el estómago de un hombre rata que cayó en medio de una fuente de sangre y visceras, y con el golpe de retorno cercenó un brazo de otro. Clavó la hoja de la espada en el cráneo de un tercero, lo apartó de una patada y se volvió para enfrentarse con más.

Al otro lado de la marea de skavens, Gotrek hacía lo mismo, o al menos eso intentaba. El Matador estaba más iracundo de lo que Félix lo había visto jamás, porque aunque se encontraba rodeado de enemigos, no tenía con quién luchar. Los skavens hacían todo lo posible para huir de él como… bueno, como ratas, y con sus cortas piernas no lograba darles alcance.

—¡Deteneos y luchad, alimañas! —les bramaba, mientras corría de un lado a otro describiendo círculos.

Al cabo de poco, Félix comenzó a encontrarse con el mismo problema. Los skavens se mantenían detrás de las lanzas, lo intentaban pinchar desde lejos, pero no hacían ningún intento de matarlo. Se lanzó hacia un grupo de ellos, pero los hombres rata se limitaron a separarse ante él como agua en torno a una piedra. No entendía ese comportamiento. Los skavens luchaban con furia enloquecida o huían sin más. Según su experiencia, nunca habían hecho nada que estuviera entre ambas cosas.

Rugiendo de frustración, Gotrek renunció a intentar cerrar distancias con los hombres rata que pasaban, y cargó contra la retaguardia de la formación skaven en la que abrió un gran surco con su hacha. Sólo mató a unos pocos porque, al igual que antes, se apartaban de su camino. El Matador se detuvo junto a Félix, agitando el hacha, con la cresta caída y empapada por la torrencial lluvia, mientras les bramaba a los enemigos:

—¡Ratas cobardes! ¡Dadme una pelea como es debido!

Pero no lo hicieron. Los skavens continuaban evitándolos. Gotrek y Félix casi no tenían enemigos ante sí.

Los caballeros de la Guardia del Reik y los altos elfos no tenían tanta suerte. El espadachín que estaba junto a Félix se desplomó, ensartado por una lanza, y había otro que yacía boca abajo sobre la arena. Uno de los altos elfos reculaba hasta situarse detrás de sus camaradas, con la pierna izquierda transformada en una ruina ensangrentada. Aunque hombres y elfos parecían estar matando a diez skavens por cada uno de ellos que caía, las bestias eran tantas que no servía de nada. La tremenda masa de alimañas hacía retroceder a todo el grupo hacia las dunas, un inexorable paso tras otro.

Detrás de la delgada línea de caballeros y guerreros elfos, Max tejió hilos de luz en el aire, los cuales se expandieron para formar una rielante burbuja de energía que los rodeó a él, Claudia y Aethenir. Dentro del círculo, Aethenir le hizo señas al elfo herido para que entrara en la burbuja, y comenzó a hacer gestos en el aire por encima de la pierna herida mientras Claudia, con aspecto aterrorizado pero decidido, pronunciaba un hechizo y hacía manar de sus manos un rayo de luz que provocó que los skavens de la primera línea sufrieran convulsiones y cayeran. Así que la muchacha sí que tenía una utilidad, después de todo, pensó Félix.

Justo cuando pensaba esto, Claudia gritó. Se volvió otra vez a mirarla, y Gotrek hizo lo mismo. De entre las cortaderas que crecían en la base de la duna salían unas sombras negras que lanzaban estrellas arrojadizas de metal y globos de vidrio. Hombres y elfos gritaron por igual cuando las estrellas les hirieron las extremidades y el torso.

Por instinto, uno de los guerreros elfos derribó con la espada un globo que pasaba volando por el aire, y lo hizo pedazos. Él y otro de los elfos cayeron como fulminados cuando del globo roto manó una niebla verde que los envolvió. Los skavens les asestaron tajos y estocadas salvajes cuando cayeron. El capitán Rion y los demás elfos retrocedieron y se cubrieron la nariz y la boca. La niebla flotó hacia las filas skavens, y se desplomaron media docena de ellos. Dos de los globos cayeron con un blando golpe sordo sobre la arena mojada, a los pies de Félix. Los recogió con una mano y los lanzó hacia el mar. Le dejaron en los dedos un leve olor que le resultó familiar.

Gotrek gruñó y corrió hacia las sombras que lanzaban estrellas arrojadizas.

—Proteged a los hechiceros —les gritó Félix a los espadachines, y a continuación corrió tras el Matador.

Pero justo cuando estaban a punto de encontrarse con las sombrías siluetas, un grave bramido se alzó por encima del ruido de la lluvia. Gotrek se detuvo en seco y volvió la cabeza. Una enorme criatura de pelaje negro y cabeza de rata, casi del doble de la estatura de Félix e hinchada de músculos, bajaba a saltos por la duna hacia Max, Aethenir y Claudia. Max giró sobre sí mismo y dirigió hacia ella un estallido de luz. La criatura aulló pero no frenó su avance. Claudia le lanzó un rayo que la bestia apenas pareció notar.

El alto elfo herido se apartó de las atenciones de Aethenir y avanzó cojeando para interceptarla, con los dientes apretados pero la espada a punto. El capitán Rion y los demás guerreros elfos se volvieron a mirar, pero no podían abandonar el combate en que estaban trabados con la primera línea de skavens.

Gotrek corrió para situarse entre el elfo herido y la rata ogro, echando chispas por su único ojo.

—¡Es mía, ladrón cara de tiza! —rugió—. ¡Déjala!

Félix corría tras el Matador, pero de repente, tras sentir un tirón en el pecho, se encontró con que ya no corría, sino que estaba tendido de espaldas.

Bajó los ojos hacia su cuerpo. Tenía un lazo de fina cuerda gris envuelto en torno al pecho. Se le aceleró el corazón al reconocerlo de repente, mientras aún estaba levantándose y volviéndose a mirar adónde llevaba la cuerda. ¡El ataque de Altdorf! ¡Habían sido los skavens! ¡Y también el ataque de Marienburgo! ¡Los globos olían igual que el gas que había dejado fuera de combate a todos los presentes en la posada! Pero ¿por qué los skavens querían capturarlos?

—¡Soltadme, malditos retorcedores de cuerdas! —bramó Gotrek.

Félix cortó la cuerda con la espada y, al volverse, vio que el Matador estaba igualmente rodeado de lazos. Tenía uno en torno al cuello, otro en torno a la muñeca izquierda, y uno más en torno al tobillo derecho. No lo habían detenido, pero lo obligaban a moverse con mayor lentitud, y el elfo herido fue el primero en llegar hasta la rata ogro, cuyas enormes garras detuvieron la brillante hoja de su espada con un estruendo.

Enfurecido, Gotrek reunió en una mano todas las cuerdas que lo sujetaban, y tiró salvajemente de ellas. Por el otro extremo de las cuerdas, skavens vestidos de negro salieron dando traspiés de entre las sombras. Gotrek rugió y cargó hacia ellos, y entonces desapareció en un pozo que se abrió en la arena, bajo sus pies.

Félix se quedó mirando, pasmado. En un momento el Matador había estado corriendo a toda velocidad, con el hacha en alto, y al siguiente había desaparecido y sido reemplazado por un oscuro agujero abierto en el suelo, por cuyo borde caían regueros de arena mojada.

—¡Gotrek! —Félix corrió hasta el borde y estuvo a punto de caer también. Gotrek arañaba las paredes del pozo, medio enterrado en arena mojada, para intentar trepar, pero la arena se desmoronaba bajo sus dedos y volvía a hundirse.

—¡Aguanta, Gotrek! —gritó Félix—. ¡Te sacaré de ahí!

Justo en ese momento, se oyeron unos chilliditos que le hicieron alzar la cabeza. Los skavens vestidos de negro corrían hacia él con lo que parecía un gran saco de cuero en las manos. Félix aferró la cuerda que rodeaba la muñeca derecha de Gotrek, y tiró de ella con una sola mano mientras atacaba a los skavens con la espada, pero el Matador era demasiado pesado. Los skaven retrocedieron para ponerse fuera de su alcance, y luego avanzaron a toda velocidad y cortaron la cuerda de la que tiraba Jaeger.

Félix cayó de espaldas, y rodó para ponerse de pie, en guardia, mientras el pánico atenazaba su pecho. No tenía manera de sacar a Gotrek del agujero. No menos mientras los skavens intentaran meterlo en el saco. Y con el Matador fuera de combate, las alimañas podrían ganar y se los llevarían a él y a Gotrek como prisioneros. Se estremeció al imaginarlo. Ése era un resultado impensable. Tenía que sacar a Gotrek del pozo, pero ¿cómo?

Entonces vio la manera de lograrlo. Por desgracia, eso significaba situarse en el camino del terrible monstruo. Félix acometió con tajos a los asesinos que lo rodeaban, y cuando se dispersaron corrió a través de la lluvia hacia el elfo herido y la rata ogro. Los skavens corrieron tras él. A un lado, los restantes caballeros de la Guardia del Reik y los guerreros elfos habían rodeado a Max, Claudia y Aethenir, y luchaban desesperadamente para evitar que la horda skaven atravesara el círculo que formaban.

Félix pasó corriendo ante ellos y asestó un tajo en un costado de la enorme bestia que volvía a acometer al elfo con las garras. La rata ogro rugió y se volvió hacia él, y el elfo retrocedió con paso tambaleante, aliviado. Estaba en malas condiciones, apenas era capaz de apoyarse en la pierna herida, y le faltaban tres dedos de la mano izquierda.

—¡Retroceded! —gritó Félix, mientras reculaba un paso y acometía con un tajo a los asesinos que lo seguían—. ¡Dejad que yo la aleje!

El alto elfo asintió y se apartó con paso vacilante, mientras Félix blandía la espada ante la cara de la bestia. Ésta bramó y avanzó pesadamente, barriendo el aire con las enormes garras para golpearlo. Félix se agachó, luego dio media vuelta y echó a correr, mató a dos de los skavens que llevaban el saco y que se le estaban acercando sigilosamente por la espalda, antes de volverse para asegurarse de que el monstruo lo seguía. Y así era… ¡demasiado velozmente! Félix saltó hacia delante justo cuando un puño de la bestia golpeaba la arena a pocos centímetros de sus talones y estuvo a punto de derribarlo. Los asesinos corrían para apartarse del camino de la rata ogro.

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