Al otro lado del arco había una habitación bastante espaciosa, con columnas decorativas que cubrían ambos lados y, al otro extremo, en lo alto de tres anchos escalones de mármol, se veía un par de puertas enormes hechas de acero, granito y latón. De pie, en la ancha plataforma de delante de ellas, había varias figuras altas y delgadas, silueteadas por el resplandor de una luz púrpura que flotaba por encima de la cabeza de la que se encontraba más cerca de las puertas: una elfa vestida con largos ropones negros, con negro cabello que le llegaba a la cintura. Tenía las manos alzadas hacia la puerta, y de sus labios salían extrañas palabras salmodiadas. La rodeaban otras cinco mujeres ataviadas con ropón, y en torno a ellas había doce guerreros que llevaban mallas esmaltadas en negro y yelmos de plata en forma de cráneo. La más alta de las mujeres llevaba un elaborado peinado, y sujetaba en alto una varita en torno a la que hacía girar un aro de plata. Eso era el origen del sonido metálico.
Aethenir se encogió detrás del arco.
—¡Druchii! —susurró.
—Hechiceras del culto de Morathi —añadió Rion, cuya mano se cerró de forma refleja sobre la empuñadura de la espada—. Y la Infinita, la guardia personal del Rey Brujo.
—Al fin —refunfuñó Gotrek—, elfos a los que puedo matar.
Rion se volvió a mirar a Aethenir.
—Señor, nosotros, humildes guardias de una casa, no somos rivales para guerreros como éstos. Incluso los maestros de esgrima de Hoeth se encontrarían con dificultades en este caso.
Aethenir devolvió la atención a la sala, mientras se mordía su noble labio.
—No tenemos elección —dijo con voz temblorosa.
Dentro de la estancia, la hecnicera del cabello largo hasta la cintura acabó el encantamiento con una aguda nota sostenida, y retrocedió. Con un estruendo de contrapesos ocultos y raspar de piedra sobre piedra, las enormes puertas comenzaron a abrirse hacia fuera. Se volvió a sonreírles a sus compañeras ataviadas de negro y les hizo un gesto para que entraran.
Al verle la cara, Aethenir reprimió un grito y retrocedió con paso tambaleante.
—¡Belryeth! —susurró—. ¡No puede ser!
Max se volvió a mirar al alto elfo y alzó una ceja con expresión interrogativa.
—¿Conocéis a esa elfa oscura?
El capitán Rion miraba a Aethenir con una expresión mucho más fría en la cara.
Aethenir los miró al uno y al otro, y retrocedió.
—No sabía que era una druchii.
Los ojos del capitán Rion se tornaron aún más fríos.
—Creo que eso requiere una explicación, señor Aethenir. —Le hizo al elfo un gesto para que subiera la escalera y se apartara de la vista de la arcada.
—Sí —asintió Max, que los siguió—. Creo que así es.
Los demás subieron sigilosamente con ellos hasta el primer rellano, y todos se encararon con el alto elfo.
—Bien, mi señor —dijo Rion—. Os ruego que continuéis. ¿Cómo es que conocéis a esa druchii?
Aethenir tragó.
—Sí, bueno, veréis, cuando acudió a mí, afirmó ser una doncella atribulada. Dijo llamarse Belryeth Eldendawn, y me dijo…
—¿Confundisteis a una de los caídos con una elfa auténtica? —preguntó Rion con voz gélida.
—¡No tenía el mismo aspecto que ahora! —chilló Aethenir—. Su pelo era rubio y tenía un bello rostro noble, y una voz como la más dulce y triste canción que jamás hayan cantado…
El alto elfo captó la mirada del capitán Rion y vaciló. Félix nunca había visto ruborizarse antes a un elfo. Les llegó un estruendo de cosas que se rompían y eran aplastadas, acompañado de tintineos de cristales rotos. Daba la impresión de que los druchii estaban haciendo pedazos el contenido de la bóveda.
—Continuad, mi señor —dijo el capitán elfo.
Aethenir hizo un gesto de asentimiento.
—Acudió a mí —dijo—, para suplicar ayuda. Dijo que su familia había caído en desgracia y no podía acercarse a la torre, pero que tenía que averiguar algo que estaba oculto en uno de los volúmenes de la biblioteca. Al parecer, su abuelo había perdido un precioso objeto familiar durante la Secesión, cuando estaba destinado en una de las ciudades del Viejo Mundo. Recuperarlo era el único modo que ella tenía de evitar un odioso matrimonio, pues su padre había perdido la fortuna familiar y todo el honor en un desastroso escándalo comercial. Su desdicha me conmovió hasta las lágrimas.
Félix puso los ojos en blanco. Era obvio que aquel pobre elfo sobreprotegido jamás había visto un melodrama de Detlef Sierck.
—juró que lo único que quería era la información contenida en un libro —continuó Aethenir—. Un libro que hablaba de esa época y esas ciudades.
—¿Os referís al libro que fue robado de la torre? —preguntó Max—. ¿Acaso supo dónde estaba por vos? ¿Es ella la ladrona?
Aethenir dejó caer la cabeza.
—No fue robado de la torre. Como ya he dicho antes, nadie puede encontrar la torre si los maestros del conocimiento no lo desean. —Vaciló, y luego prosiguió—: Yo lo saqué prestado de la torre, y ella me lo robó a mí.
Rion se puso rígido, con los ojos encendidos.
-¿Qué?
Aethenir se encogió ante su terrible mirada.
—¡Juro que no lo he sabido hasta ahora! Ella me prometió que siempre miraríamos el libro juntos, y que nunca se apartaría de mi vista, pero la noche en que le llevé el libro fuimos atacados por unos asesinos enmascarados. ¡Vi cómo la mataban! Luego saltaron hacia mí, y me dejaron sin sen-
tido de un golpe. Cuando me recuperé del desvanecimiento, el cuerpo de ella había desaparecido, y también el libro. —Miró escaleras abajo, hacia la bóveda—. Durante todo este tiempo la creí muerta.
Max tosió.
—Yo siempre he leído que no estaba permitido llevarse libros prestados de la Torre de Hoeth. Que nunca debían abandonar sus confines.
Ni Rion ni Aethenir acusaron recibo de lo que acababa de decir. Parecían haber olvidado que había alguien más con ellos.
—Mi señor —dijo Rion con peligrosa calma—. Vos me dijisteis que habíais descubierto que el libro había desaparecido, y que los maestros del saber os habían enviado a buscarlo como prueba de vuestra valía para recibir enseñanza en las artes de Saphery. Le dijisteis eso a vuestro padre.
Aethenir se cubrió la cara con una mano temblorosa.
—Mentí —susurró, en voz tan baja que Félix casi no pudo oírlo.
—¿Así que los señores del saber de Hoeth no saben nada de la verdad? —preguntó Rion.
Aethenir negó con la cabeza.
—Huí de la torre. Abrigaba la esperanza de que, con vuestra ayuda, podría encontrar el libro y devolverlo a la biblioteca antes de que supieran que había desaparecido.
El capitán Rion agachó la cabeza y apretó los puños.
—Mi señor —dijo—, si mi deber por juramento no fuera proteger vuestra vida, os mataría aquí y ahora.
Aethenir palideció y retrocedió al oír esto, pero Rion no hizo movimiento alguno contra él.
—No sólo habéis comprometido vuestro propio honor —continuó el capitán elfo—, sino que, al pedirle a vuestro padre dinero y ayuda para esta falsa misión, habéis comprometido el honor de él y el de toda la Casa Hojablanca. Por no hablar del peligro en que habéis puesto a nuestra amada patria.
Aethenir bajó la cabeza. Dio la impresión de que sollozaba.
Rion continuó, despiadado:
—La recuperación del libro no hará que la Casa Hojablanca recobre su honor, mi señor. El crimen es demasiado grande. Pero, a pesar de eso, debe ser recuperado porque dejarlo en manos enemigas constituiría un crimen aún mayor.
—Sí —dijo Aethenir, con los ojos aún fijos en el suelo—. Debe hacerse. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Me complace que penséis así, mi señor —dijo Rion, al tiempo que se le acercaba—. Porque si os desviáis de la senda del honor, si faltáis al deber para con vuestro padre y vuestra casa —aferró la pechera del ropón de Aethenir con un puño y tiró de ella hacia arriba de modo que el mentón del joven elfo ascendiera y lo obligara a mirar al capitán a los ojos—, os mataré, os lo aseguro.
—No fallaré, Rion —dijo Aethenir, tembloroso—. Te lo prometo.
Rion retrocedió y le hizo una reverencia muy formal.
—Gracias, mi señor. Es cuando pido.
—Esperad un momento —dijo Max—. Quiero que las cosas queden claras. ¿Ulthuan no tiene conocimiento alguno de esta misión? ¿No estáis aquí como representante de la Torre de Hoeth, como habíais dicho? ¿No sois un iniciado?
—No, magíster. Soy el más humilde de los novicios.
—¿Y en esto actuáis completamente en solitario?
—Sí, magíster.
Max suspiró.
—De haber sabido esto, no habría emprendido tan alegremente… —Calló y negó con la cabeza—. Es igual. Lo que está hecho, hecho está. El peligro sigue siendo el mismo y nosotros seguimos teniendo que afrontarlo.
Gotrek gruñó.
—¿Habéis acabado? ¿Podemos matar a unos cuantos elfos?
El capitán Rion se volvió a mirarlo con ferocidad, aparentemente disgustado por la forma de expresarlo, pero luego asintió.
—Sí —dijo—. Cualquier cosa que tengan intención de hacer esos demonios, sólo puede significar días oscuros para Ulthuan si lo logran.
—Bien —declaró Gotrek, que giró sobre los talones y comenzó a bajar otra vez por la escalera.
—Matador —susurró Max, detrás de él—. ¡Debemos ser cautos! Son las hechiceras quienes mantienen el remolino abierto. Si mueren…
Pero Gotrek ya atravesaba la arcada y entraba en la antecámara de la bóveda. Félix y los demás lo siguieron, llamándolo con susurros urgentes, mientras continuaba el estruendo de destrozos dentro de la bóveda.
—Espera, Gotrek —dijo Félix.
—Deteneos, enano —siseó el capitán Rion—. Necesitamos una estrategia.
—Traedlo de vuelta —gritó Aethenir.
—Aquí tenéis vuestra estrategia —tronó la voz de Gotrek—. Los matamos a todos menos a la que lleva el palito con el aro, y luego la obligaremos a que nos saque por el camino que ella usó para entrar.
—Muy bien —dijo Max, que iba a paso ligero junto a él—, pero ¿cómo?
—Así —replicó Gotrek, que subió a grandes zancadas los escalones hasta la puerta medio abierta—. ¡Vamos, espantapájaros con cara de cadáver! —rugió—. ¡Demostradme que tenéis más valentía que vuestros cobardes primos blancos! —Y luego entró a la carga en la bóveda.
Aethenir profirió un grito ahogado. Los caballeros de la Guardia del Reik y los elfos de Rion intercambiaron miradas severas y se prepararon para seguirlo.
—¡Esperad! —siseó Félix. Por una vez, tenía una idea de cómo sacar provecho de la obstinación del Matador—. Escondeos. Dejad que piensen que está solo. Max, Claudia, Aethenir, preparad vuestros hechizos más mortíferos. Capitán Rion, disponeos a atacar. Capitán Oberhoff, proteged a los hechiceros.
Oberhoff y sus hombres obedecieron, al igual que Max y Aethenir. Rion miró a Félix como si fuera un perro que de repente se hubiera puesto a cantar ópera, pero luego les hizo un gesto a los elfos para que se apostaran a la izquierda de la puerta de la bóveda, mientras Félix se asomaba al interior.
—Firandaen —dijo Rion al elfo a quien los skavens habían herido en la pierna—, tú te quedarás con los hechiceros.
Los Infinitos con máscara de cráneo cargaban hacia Gotrek desde todos lados, esquivando cofres de tesoros volcados y montones de riquezas que habían salido de ellos. Más allá, las hechiceras miraban fijamente a Gotrek, conmocionadas. La única que parecía completamente impasible era la que hacía girar el aro de plata en torno a la varita de metal, una belleza alta e intemporal de expresión dura que observaba serenamente mientras Gotrek y los Infinitos chocaban en el centro de la estancia con un estruendo ensordecedor y una furia de acero destellante.
El Matador desapareció al apiñarse en torno a él los enemigos, más altos, que lo acometían con tajos y estocadas de sus espadas largas y delgadas. Uno de ellos retrocedió, con un corte rojo que le hendía la armadura a la altura del pecho, del que manaba un chorro de sangre que lo salpicaba todo.
—¡Hechiceros! ¡Capitán Rion! ¡Ahora! —gritó Félix.
Max y Claudia avanzaron hasta la abertura de las puertas, pasaron las manos a través de ella y lanzaron chorros de luz y crepitantes rayos al interior de la bóveda. Félix, Rion y sus tres guerreros ilesos entraron corriendo justo detrás de los rayos. Los druchii enmascarados lanzaron alaridos y retrocedieron cuando el fuego azul y la luz cegadora les hirieron el cuerpo, y luego Félix y los altos elfos chocaron con ellos y derribaron a cinco más: dos que murieron a manos de Gotrek, otros dos que mataron Rion y los elfos, y uno que murió achicharrado por un rayo de Claudia. ¡La mitad de ellos ya habían muerto! Félix estaba encantado. Aquello podría ser más fácil de lo que había esperado.
Jaeger acometió a un deslumhrado oponente, pero el elfo oscuro se recobró con alarmante rapidez y el arma de Félix sólo arañó la armadura cuando el druchii paró el tajo y respondió con la espada cual si asestara de un latigazo. Félix apenas tuvo tiempo de levantar su arma a tiempo. El ataque siguiente llegó casi antes de que concluyera el primero, dirigido directamente hacia los ojos. Félix reculó desesperadamente, con la piel perlada por un sudor de pánico. En dos segundos, Félix supo que el elfo oscuro era el mejor espadachín con el que se había enfrentado jamás. No tenía la más mínima posibilidad de pasar a la ofensiva. Félix no estaba a su altura. Se consideraba un esgrimista mejor que la media, pero sólo era humano. Únicamente llevaba unos veinticinco años luchando con espada. El elfo oscuro, por su parte, probablemente había estado practicando esgrima durante doscientos años, y, para empezar, pertenecía a una raza más ágil que la humana.
Félix paró otro tajo, pero el druchii se deslizó por debajo de su guardia y le asestó una estocada en el punto donde el hombro se une al pecho. La cota de malla paró la mayor parte, pero a pesar de eso la punta penetró más de un par de centímetros en la carne antes de chocar contra el hueso. Félix cayó hacia atrás con un alarido de dolor, y aterrizó de espaldas. El mundo se oscureció y palpitó ante sus ojos. Blandió la espada débilmente por encima de sí con la otra mano, pero el druchii le había vuelto la espalda y atacaba ahora a los guerreros de Rion.
La arrogancia de aquel acto se abrió camino a través del dolor de Félix. ¿Acaso era una amenaza tan insignificante que el elfo oscuro le volvía la espalda sin haberlo rematado? Nunca se había sentido más despreciado. Félix se esforzó por levantarse y ponerse en guardia, y entonces comprendió por qué el druchii se mostraba tan confiado. El ataque había sido una estocada cuidadosamente calculada para inutilizarle el brazo, al atravesarle el músculo que le permitía levantar la espada. No podía usarla.