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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Mataelfos (20 page)

BOOK: Mataelfos
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Al otro lado de la refriega, la mujer que hacía girar el aro de plata en torno a la varita gritó una orden con voz sinuosa, y dos de sus cinco hechiceras comenzaron a tejer conjuros en el aire. Dos más, la Belryeth de Aethenir y otra, volvieron a la tarea de buscar entre las pilas de cofres de tesoros como habían estado haciendo antes de la irrupción de Gotrek.

Decidido a continuar luchando, aunque sólo fuera para demostrarle al elfo oscuro que aún era una amenaza, Félix cogió la espada con la apenas competente mano izquierda y cargó otra vez contra él. El Infinito ni siquiera se volvió a mirarlo; simplemente dio una patada hacia atrás en medio de una estocada y golpeó a Félix en la herida, con total precisión.

Félix se desplomó en el suelo, sorbiendo entre los dientes y enroscado como una bola. «Por los dioses, soy un inútil», pensó, mientras se esforzaba por no perder el sentido a pesar del dolor.

Sus ojos fueron atraídos por una nube de hirviente negrura que iba rodando hacia el combate desde las dos hechiceras druchii. El dolor de la herida fue instantáneamente eclipsado por uno aún mayor al envolverlo la nube negra, y lo atravesó una quemazón que parecía un hierro al rojo. Gritó y manoteó como si estuviera en llamas, aunque no había fuego. Los altos elfos sufrieron el mismo efecto. Retrocedieron, maldiciendo, entre lamentos, y parando como podían los ataques de los Infinitos, que aprovecharon la situación y se lanzaron a fondo. Sólo Gotrek continuaba luchando, sin efectos aparentes.

Pero casi con la misma rapidez con que la nube negra llegó hasta ellos, una burbuja de luz la hizo retroceder y la disolvió con su resplandor. El dolor desapareció del cuerpo de Félix al expandirse la burbuja. Miró hacia la puerta y vio que Max y Aethenir se encontraban de pie en ella y trabajaban juntos, enviando pulsos de luz blanca y dorada al interior de la habitación, mientras Claudia les lanzaba algunos rayos a las hechiceras.

La burbuja de luz se expandió hasta rodear a los altos elfos, cosa que les permitió recuperarse, pero para uno de ellos ya era demasiado tarde. Se desplomaba, con la sangre corriéndole por la sobrevesta blanca y verde, mientras el capitán Rion y los otros dos elfos luchaban junto a Gotrek, rodeados por cinco Infinitos.

Félix se apartó rodando del camino de los combatientes y se puso trabajosamente de pie, mientras en torno a él forcejeaban y tironeaban las fuerzas invisibles de los hechizos que las brujas druchii por un lado y los dos hechiceros humanos y el alto elfo por el otro. Con un brazo inutilizado no podía abrigar la esperanza de luchar contra los elfos oscuros, pero al menos podría ocupar su puesto habitual y guardarle los flancos a Gotrek. Fue cojeando hasta el Matador, y de inmediato interpuso su arma en el camino de una espada druchii que intentaba asestarle un tajo. Era asombroso ver hasta qué punto el Matador estaba encontrándose con problemas. Él, que había luchado en solitario contra ejércitos de orcos y hordas de skavens, y que se había enfrentado en combate singular con demonios y vampiros, era incapaz de hacerles una sola herida a los tres druchii. Aunque su hacha parecía estar en todas partes y tenía el rostro enrojecido a causa del esfuerzo, no lograba tocarlos, y su pecho y brazos estaban cubiertos de cortes superficiales.

Los tres druchii que luchaban con él tenían el mismo aspecto, ensangrentados y jadeantes. Sus ojos, apenas visibles a través de los orificios de los yelmos en forma de cráneo, estaban muy abiertos de ofendida sorpresa por el hecho de que un enemigo pudiera durar tanto ante ellos.

Rion y los elfos que quedaban estaban empapados en sudor y sangre, y luchaban contra los oponentes con la desesperación de los condenados porque, aunque como elfos podían superar a cualquier hombre vivo en el manejo de la espada, comparados con los Infinitos no eran más que torpes principiantes. No cabía duda de cuál sería el resultado del combate, y Félix se estremeció al pensar en lo que sucedería cuando hubieran muerto y todos los Infinitos pudieran concentrar su atención en Gotrek. Ni siquiera el Matador podía vencer a cinco enemigos semejantes.

De repente, desde lo alto de una pila de cofres que había a la derecha de la puerta, Belryeth lanzó un grito de triunfo y alzó por encima de la cabeza un objeto negro sinuosamente curvado. Las otras hechiceras lanzaron gritos de júbilo. Belryeth se volvió hacia la puerta de la bóveda y le sonrió a Aethenir.

—¡Mira, amado, el Arpa de la Destrucción que tú me has ayudado a encontrar!

Aethenir le gritó una respuesta en idioma élfico, pero ella se rió de él.

—No —le dijo—. Hablaré de modo que estos necios puedan entenderme y conocer tu humillación. Embrujado y hechizado, has entregado en manos de tus enemigos la más grandiosa arma de una era perdida. Una sola vibración de estas cuerdas puede causar terremotos que alcen montañas de los valles o hundan montañas más abajo del lecho del mar. Con esto, los druchii crearemos una ola que barrerá a los azur de Ulthuan. ¡Con esto sacaremos a la superficie a la perdida Nagarythe y volveremos a gobernar el mundo desde nuestra patria verdadera! ¡Tú has condenado a tu pueblo, y todo por un amor que nunca existió!

Metió una mano dentro de su ropón y sacó algo grueso y cuadrado, que luego lanzó de manera que resbalara por el suelo y se detuviera a los pies de Aethenir. Era un libro. Aethenir se quedó mirándolo, y luego se agachó y lo recogió.

—Por favor, dales las gracias a tus maestros por el préstamo —gritó Belryeth, riendo—. Era todo lo que yo ansiaba.

La hechicera que hacía girar el aro de plata en torno a la varita gritó algo que a Félix le sonó sospechosamente parecido a «basta de regodeos», y Belryeth y las otras mujeres empezaron a avanzar hacia la puerta de la bóveda mientras comenzaban un nuevo encantamiento.

Ahora que había cinco hechiceras concentradas en ellos, Max, Aethenir y Claudia se vieron abrumados. Rayos de negrura, como haces de un sol negro, se estrellaron contra la burbuja protectora. Félix vio que Max se tambaleaba y Aethenir caía de espaldas, aferrándose la garganta. Claudia lanzó un lamento y se arañó la cara como si contemplara el abismo. Los caballeros de la Guardia del Reik cayeron al suelo entre alaridos. Firandaen, el elfo herido que se había quedado atrás para proteger a los hechiceros y al que le manaba sangre por la nariz, la boca, los oídos y los ojos, arrastró a Aethenir, Max y Claudia hasta detrás de las puertas de la bóveda.

Gotrek y los guerreros elfos miraron en dirección a las mujeres, pero no podían abandonar el combate con los Infinitos, porque los habrían matado en el instante en que hubieran bajado las armas para correr. Sólo Félix estaba libre. Aunque sabía que significaría la muerte, corrió hacia las mujeres a pesar de que cada paso le causaba un dolor lacerante en el hombro. Belryeth se volvió y agitó hacia él la mano que tenía libre. De sus dedos salió una ondulación de aire frío como la muerte que lo recorrió. Félix cayó, helado hasta los huesos, entrechocando los dientes. No podía moverse. Parecía que la sangre se le había helado. Tenía las pestañas ribeteadas de escarcha.

Belryeth se detuvo, sonriente, mientras sus hermanas salían por las puertas de la bóveda.

—Sois necios que ayudan a un necio en una empresa necia, y por ello tendréis una muerte de necios. —Y con una carcajada, se volvió y siguió a las otras.

Aunque el frío no le permitía volver la cabeza, Félix oyó alaridos y voces delirantes en la antecámara, y supo que los caballeros de la Guardia del Reik estaban intentando impedir que las hechiceras se marcharan, pero sin éxito. Intentó obligar a sus extremidades a moverse porque quería correr en su ayuda, pero no le obedecieron. Las tenía rígidas a causa de la congelación.

Pasado un momento, los gritos se apagaron y lo único que pudo oír fue el chocar de espadas contra espadas y contra un hacha, y las respiraciones agitadas y pasos pesados de la lucha que se libraba detrás de él. Y eso cesaría bastante pronto, pensó, con tristeza.

Pero entonces, para sorpresa de Félix, Max apareció en la abertura que mediaba entre las puertas de la bóveda, sujetándose a ellas y con aspecto de estar casi muerto. Gritó con voz débil por encima del clamor de la batalla.

—Vuestras señoras os han dejado para morir, guerreros. ¿Continuaréis luchando por ellas?

De las profundidades del yelmo en forma de cráneo le respondió la fría voz de uno de los Infinitos.

—Por la destrucción de Ulthuan y el renacimiento de Nagarythe nos enorgullece morir.

—Entonces, moriréis —sentenció Max. Se obligó a erguirse y reunió sus energías mágicas, aunque hacer esto pareció envejecerlo. Con un gruñido de dolor y esfuerzo, les lanzó a los druchii un torrente de arremolinadas luces. Era algo débil comparado con los ataques anteriores, pero bastó. Al haberse marchado las hechiceras, los Infinitos no pudieron defenderse de la acometida. Las luces danzaron ante sus ojos para cegarlos y confundirlos.

Esto fue su fin. Gotrek, Rion y sus guardias les hicieron bajar las espadas de un golpe y les atravesaron la armadura con brutal facilidad. Gotrek descuartizó a los tres que lo habían desafiado, mientras los otros caían ante los elfos.

—Los condenados danzarines no se quedaban quietos ni un momento —gruñó el Matador, cuando él y los tres altos elfos, jadeantes, se detuvieron ante la pila de extremidades y cabezas.

Félix se estiró lentamente al desvanecerse los efectos del frío antinatural, y la herida de estocada del hombro volvió a la vida con dolorosas palpitaciones. Se mordió una mejilla para aguantar el sufrimiento.

Max se desplomó contra las puertas de la bóveda.

—No hay tiempo para descansar —dijo—. Debemos ir tras las hechiceras.

Aethenir apareció detrás de él, oscilando como un álamo temblón.

—Sí, deprisa. En sus manos llevan la perdición de los azur.

—Entonces, dejemos que se marchen —dijo Gotrek, y se encogió de hombros.

—Vil enano —dijo Aethenir—. ¿Seríais capaz de condenar al resto del mundo para dar satisfacción al agravio que tenéis contra los elfos?

—¿Por qué no? —replicó Gotrek—. Vos lo condenasteis por el beso de una druchii.

—Ya os lo he dicho —gritó Aethenir—. Yo no sabía que ella…

—Su jefa tiene la llave para salir con vida de esta trampa mortal —dijo Max, que interrumpió con enojo el intercambio de reproches.

De repente, ni siquiera Gotrek tuvo objeción alguna que poner a ir tras las hechiceras.

Félix, Gotrek, Rion y sus elfos siguieron a Max y Aethenir al exterior de la bóveda, donde hallaron una masacre. Firandaen estaba muerto, con los ojos muy abiertos y una expresión de horror en el noble rostro. También el capitán Oberhoff y el último de los caballeros de la Guardia del Reik habían muerto, con carámbanos como dagas saliéndoles por la boca y los ojos, y atravesándoles el peto de la armadura de dentro afuera.

Por un momento, Félix pensó que Claudia también estaba muerta, ya que su menudo cuerpo se encontraba acurrucado al pie de los escalones, pero luego la vio dar un respingo. Él y uno de los guerreros de Rion la ayudaron a levantarse y la sujetaron entre ambos cuando el grupo avanzó hacia la escalera. Ella gimoteó y sollozó al tocarla. Vieron que tenía la cara herida porque se había arañado tras el ataque de las hechiceras.

Cuando atravesaban apresuradamente la antecámara, Aethenir se volvió hacia Rion y le tendió el libro robado.

—Ya sé que esto no es suficiente —dijo—. Ya no. Juro que no descansaré hasta recuperar el arpa y desbaratar el plan de las hechiceras.

Rion asintió, pero no se volvió a mirarlo.

—Ésa es la senda del honor, mi señor —dijo con frialdad.

Cuando comenzaron a subir la escalera, Aethenir tenía la vista baja.

Los dos tramos que los separaban del vestíbulo de entrada constituyeron una de las distancias más aterrorizadoras que Félix había recorrido en toda su vida, porque esperaba oír en cualquier momento el rugido de un torrente que les caería encima y los sepultaría en el fondo del mar. También fue una de las más dolorosas, porque con cada paso la herida del hombro le provocaba un dolor indecible. La sangre que manaba por ella le empapaba la camisa y el justillo acolchado, y teñía de rojo los eslabones de la cota de malla. En varias ocasiones estuvo a punto de soltar a Claudia cuando el dolor amenazó con hacerle perder el sentido.

Los otros estaban en unas condiciones igualmente malas. Max tenía la cara pálida y demacrada, como si hubiera envejecido veinte años desde el comienzo de la batalla. Aethenir temblaba como si tuviera fiebre, y el sudor brillaba sobre su pálida piel. Rion y sus dos últimos elfos avanzaban con ceñuda precisión, con los ojos fijos ante sí, mientras las heridas les empapaban de sangre las sobrevestas. Sólo Gotrek parecía estar en forma y preparado para dar batalla. Aunque tenía una veintena de heridas sangrantes, su paso era firme y su único ojo sano tenía una mirada clara y colérica.

Llegaron al vestíbulo cubierto de sedimentos y corrieron hacia las puertas de oro, las atravesaron para salir al amplio porche que había en lo alto de los escalones de mármol, y miraron ansiosamente en torno, buscando a las hechiceras. Félix no las vio, y daba la impresión de que resultaría imposible seguirlas porque las calles de la ciudad estaban inundadas de agua que subía rápidamente de nivel y ya llegaba a la mitad de la regia escalinata de mármol del palacio.

—¡El agua! —gimoteó Aethenir—. ¡Ha dejado en libertad las murallas de agua!

—Si hubiera dejado en libertad las murallas, erudito —contestó Max, con impaciencia apenas disimulada—, ya estaríamos muertos. Están enteras, ¿lo veis? Simplemente está perdiendo la concentración, eso es todo.

—¿Y eso es mejor? —preguntó Aethenir.

Por encima de sus voces, Félix creyó oír el ahora familiar tintineo del aro de plata de la hechicera.

—Shhh —les chistó—. El tintineo. Escuchad.

Todos escucharon, pero resultaba difícil determinar con precisión de dónde procedía el sonido, y se iba debilitando, perdiéndose en el profundo rugido que generaban los lados del remolino al girar.

—¿Dónde está? —preguntó Aethenir.

—Allí —replicó Claudia, que miraba directamente hacia el cielo con ojos inexpresivos.

Todos siguieron la dirección de su mirada. Al principio, Félix no vio nada, sólo el brillante resplandor del cielo que descendía por el pozo verde oscuro del remolino. Pero luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio seis puntos negros que levitaban hacia la parte superior del pozo como si los izaran con cuerdas: las hechiceras. Ascendían formando un círculo, con una de ellas en el centro.

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