Farnir se encogió ante aquella mirada.
—Pero mi padre me ha enseñado muchas de las viejas costumbres, y sobre nuestros nobles ancestros. El código de las minas, el libro de…
Gotrek lo interrumpió con una maldición.
—¡¿Tu padre?! ¿Tu padre es un…? —Se tragó lo que había comenzado a decir y volvió a fijar la vista al frente, con los puños apretados y una gruesa vena latiéndole en la frente mientras continuaban avanzando.
Sin ninguna excepción, los esclavos que habían visto al pasar eran seres pálidos y miserables, de pelo muy corto y ojos bajos, flacos a causa de la desnutrición y encorvados como si esperaran que los azotaran en cualquier momento.
A Félix le dolía el corazón sólo de verlos. Muchas veces en su vida había visto hombres y mujeres que se encontraban en situaciones mucho más miserables —encadenados, hambrientos, enfermos, heridos, locos o con horribles mutaciones—, pero la expresión de desesperanza de los ojos de los esclavos, la aturdida aceptación de que su vida no cambiaría jamás, que nunca les llegaría la salvación, era casi más de lo que podía soportar. Esta gente se había hundido hasta más abajo de la desesperación, en una negrura vacía que los hacía parecerse más a los no muertos que a cualquier ser vivo. Allí estaban, en una parte del arca que los druchii no visitaban nunca y, sin embargo, no hablaban entre sí ni se permitían relajarse. Continuaban caminando apresuradamente, con los ojos fijos en el suelo, ante sí, sin mirar a derecha ni a izquierda. Apenas si les dedicaban a Gotrek y Félix una segunda mirada.
En la intersección con un corredor ligeramente más amplio, Farnir se detuvo y miró a sus compañeros enanos. Les susurró al oído y los envió en diferentes direcciones; luego se volvió e hizo un gesto a los fugitivos para que continuaran.
Pasados unos minutos más, llegaron a un estrecho corredor que a la izquierda tenía puertas regularmente espaciadas.
Farnir se detuvo ante la tercera y se volvió a mirarlos.
—La casa del capitán Landryol —dijo—. Ésta es la cocina.
Gotrek avanzó, con la barra de hierro en alto.
—Espera, maestro enano —dijo el esclavo—. No es necesario. Les hizo un gesto para que se apartaran de la vista.
—Traicionarnos será lo último que hagas —dijo Gotrek.
Farnir asintió, acobardado, luego avanzó hasta la puerta y llamó mientras Félix, Gotrek y los piratas se situaban contra la pared.
Pasado un momento, en la puerta se abrió un ventanuco.
El esclavo enano hizo una reverencia.
—Una entrega para el amo Landryol. Vino de Bretonia. Tres barriles.
—Un momento —contestó una voz inexpresiva.
Se cerró el ventanuco, se oyó el chasquido de una aldaba, y se abrió la puerta.
—¿Quién lo envía? —preguntó un cocinero humano, ataviado con delantal, que salió—. No recuerdo…
El esclavo enano forcejeó con el cocinero para hacerle soltar la puerta, y la abrió de par en par. Gotrek, Félix, Aethenir y los piratas pasaron con rapidez junto a ellos y entraron en la oscura cocina de techo bajo.
—¡Eh! ¿Qué estáis…? —dijo el cocinero, pero el joven enano le tapó la boca con una de sus manazas y lo empujó al interior. Félix cerró la puerta tras ellos.
La cocina estaba iluminada por antorchas y por los fuegos que ardían en hornos y chimeneas. Esclavos boquiabiertos los miraban fijamente desde largas mesas de trabajo, donde estaban preparando comidas y bebidas. Un camarero casi dejó caer una bandeja con cubiertos. Pero todos estos detalles quedaron desplazados y borrados por el delicioso, imponente aroma de la comida preparada que hizo rugir y gruñir el estómago de Félix como un león enjaulado.
—¿Quiénes sois? —preguntó el cocinero, que los miraba con ojos desorbitados a ellos y sus armas—. ¿Qué queréis?
—De vos, nada —dijo Félix, reprimiendo el hambre para concentrarse en los asuntos que tenían entre manos—. Sólo queremos hablar una palabra con vuestro amo.
Al oírlo, el camarero gritó y corrió hacia una escalera, pero Jochen saltó tras él y lo hizo bajar de un tirón, para luego situarse ante los escalones, con la espada desnuda en la mano.
—Preferiría que no se nos anunciara —dijo Félix, y se volvió a mirar al cocinero—. ¿Está en casa el capitán?
El cocinero no dijo nada, sino que se limitó a mirarlo de hito en hito, temblando, hasta que Gotrek lo aferró por la pechera de la camisa y tiró de él hacia abajo para poder hablarle al oído.
—Respóndele —dijo, en voz baja.
—S… sí —dijo el cocinero—. Está en casa.
—¿Vive solo? —preguntó Félix.
—Sí, solo.
—¿Guardias?
—Dos hombres de su tripulación. Viven arriba.
Gotrek volvió a sacudirlo.
—¿Dónde?
—En la parte trasera. Al llegar a lo alto de la escalera, a la izquierda.
—¿Algún otro esclavo? —continuó Félix.
—Las esclavas sexuales del amo. Cuatro muchachas.
—¿Dónde están? —exigió saber Gotrek.
—Por lo general, en su dormitorio.
—Bien —dijo Gotrek, y se volvió a mirar a Jochen—. Os quedaréis aquí y mantendréis a estos callados. —Miró a Aethenir—. También tú, elfo. El humano y yo nos ocuparemos de este corsario.
Los piratas asintieron.
—Pero antes —dijo Gotrek, que se volvió hacia las mesas en las que estaban preparando la comida—, comeremos.
El corazón de Félix se alegró ante la perspectiva. Los piratas rieron y avanzaron como lobos hacia un ciervo derribado.
—¡No debéis tocar eso! —dijo el cocinero—. Es la comida del amo Landryol. Nos azotarán.
—Él no la necesitará —le aseguró Gotrek, y le arrancó una pata a un pollo asado—. Y traed más.
Félix y los otros atacaron las bandejas con voracidad, mientras los sirvientes retrocedían para obedecer la orden de Gotrek. Incluso Aethenir devoraba como un animal, metiéndose comida en la boca con ambas manos y tragando grandes sorbos de vino y cerveza como todos los demás.
—¡Vais a matarlo! —dijo el camarero—. ¡Debemos dar la alarma! ¡Matan a los esclavos que no protegen a sus amos!
—Y nosotros matamos a los esclavos que los ponen sobre aviso —replicó Jochen.
Después de eso, los sirvientes observaron en silencio cómo los intrusos devoraban la comida de su amo, y luego saqueaban su despensa.
Félix gemía de placer mientras engullía pan, carne y fruta, y lo hacía bajar con algo que sospechaba que era vino de Averland. Nunca en su vida la comida le había sabido tan bien. Le parecía que era ambrosía, después de los días de gachas podridas y agua inmunda. Prácticamente lloró cuando el aroma y el sabor le colmaron la boca, y tuvo que obligarse a recordar que debía masticar y no engullir sin más, como una serpiente.
Luego, apenas un minuto después de haber comenzado, Gotrek retrocedió y se limpió la boca con el dorso de una mano.
—Ya es suficiente —dijo—. No podemos perder tiempo.
Félix gimió. Apenas había empezado. No quería acabar nunca. Su estómago aún aullaba que le diera más. Con dolorosa reticencia, se metió en la boca un último trozo de jamón, se apartó de la mesa limpiándose las manos en los calzones mugrientos, y recogió la curva espada mientras Aethenir y los piratas continuaban con el festín.
—Voy —dijo, con un suspiro.
Gotrek cogió al camarero por la pechera del justillo y lo empujó escalera arriba.
—Tú nos conducirás —dijo—. Y nada de trucos.
El esclavo gimoteó y comenzó a ascender. Gotrek y Félix lo siguieron, con las armas preparadas. Llegaron a un oscuro corredor que tenía a un lado un comedor revestido con paneles de madera y lleno de pequeñas mesas redondas y divanes bajos a un lado, y al otro lo que parecía ser una especie de estudio. Las paredes estaban cubiertas de mapas, y en el centro había un gran escritorio sobre el que se veían rollos de pergamino y libros. En esa planta podían oír mejor los tambores de alarma, que continuaban sonando débilmente a lo lejos.
El esclavo los condujo hasta el otro extremo del corredor, que desembocaba en un vestíbulo de alto techo con una puerta de roble con herrajes en la parte delantera, y una escalera recta con barandilla de hierro que ascendía hasta el primer piso.
Ascendieron por ella, pasaron ante puertas cerradas, y luego subieron por otra escalera hacia un segundo piso, pero antes de llegar al final oyeron una explosión terrible, lejana pero muy potente.
Félix intercambió una mirada con Gotrek.
—Los hombres de Euler libran combate —dijo. —Sí.
El segundo piso consistía en un solo corredor con puertas a ambos lados.
El esclavo fue hasta una que había a la izquierda, y vaciló, temblando. Se volvió a mirar a Gotrek y Félix, con los ojos muy abiertos de miedo.
—Tened piedad, señores —murmuró—. Si lo matáis, nosotros moriremos. Ellos nos matarán.
—Apártate, cobarde —dijo Gotrek con una mueca de desprecio.
Pasó ante el tembloroso esclavo e hizo girar el picaporte de la puerta. No tenía echada la llave. Preparó el arma y miró tras de sí. Félix empuñaba la espada robada, y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Abrió.
—¿Eres tú, Mechlin? —dijo una voz que habló en reikspiel sibilante desde el interior de la oscura estancia—. En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde está nuestra cena? ¿Y qué ha sido ese condenado ruido? —Félix reconoció la voz como si perteneciera a un sueño.
La entrada estaba aislada del resto de la estancia mediante pesadas cortinas de brocado, pero a través de una rendija Félix captó atisbos de paredes forradas de madera y muebles oscuros que destellaban en rojo a la luz de un fuego del que sólo quedaban brasas.
Gotrek apartó la cortina apenas unos centímetros para conocer la disposición del terreno, y vieron que la presa yacía extendida y desnuda sobre una plataforma cubierta de pieles, con la cabeza apoyada sobre un almohadón adornado con borlas, y que rodeaba con los brazos a las formas dormidas de cuatro hermosas muchachas humanas, completamente calvas, y que sólo llevaban delicadas gargantillas y brazaletes de plata en torno a las muñecas y los tobillos. Estaban acurrucadas en torno a él como gatas. El aroma del humo del loto negro flotaba pesadamente en el aire, y Félix vio pipas esmaltadas y braseros que relumbraban junto a la cama.
—Deja de encogerte ahí como un cobarde y entra, Mechlin —dijo Landryol, arrastrando las palabras—. No voy a morderte. —Rió entre dientes y miró a sus compañeras de lecho—. A ti no, al menos.
—¡Quieren mataros, amo! —chilló el esclavo desde el corredor—. ¡Protegeos!
Gotrek maldijo y apartó bruscamente la cortina a un lado, para luego cargar a través de la alcoba, con Félix a su lado, mientras Landryol se esforzaba por sentarse y las cuatro bellezas alzaban cabezas soñolientas.
Gotrek saltó sobre la plataforma y aferró al capitán druchii por el cuello con una de sus manos enormes. Félix se situó a su lado y apoyó la punta de la espada en el pecho de Landryol. Las esclavas de placer chillaron y cayeron de la cama en todas direcciones.
Gotrek alzó la barra de hierro por encima de la cabeza.
—¿Dónde está mi hacha?
—Y mi espada —añadió Félix.
—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó Landryol, que parpadeó con sus ojos enturbiados por la droga, mientras miraba al uno y al otro—. Nadie escapa de las celdas para esclavos.
Gotrek lo zarandeó como si fuera una muñeca.
—¡Mi hacha!
El druchii alzó una mano temblorosa y señaló un nicho cubierto con una cortina que había al otro lado del dormitorio.
—Debajo del suelo.
Gotrek derribó a Landryol de un empujón y saltó de la cama, al tiempo que se volvía a mirar a Félix.
—Vigílalo.
Jaeger desplazó la punta de la espada hasta la garganta del druchii, mientras el Matador desaparecía detrás de la cortina.
En alguna parte situada por debajo de ellos, se oyeron pesados pasos, y Félix miró hacia la puerta.
—¡Vienen guardias! —gritó.
—Qué bien —replicó Gotrek desde detrás de la cortina.
—jamás saldréis de aquí con vida —sentenció Landryol.
—Eso ya lo sabemos —replicó Félix, que volvió a mirar hacia la puerta. Ahora los pasos subían pesadamente por la escalera.
Del nicho llegó un ruido de madera que se partía, y un gruñido de satisfacción. La cortina se apartó y Gotrek salió, blandiendo su hacha con una mano, mientras en la otra llevaba la espada envainada de Félix.
—Mi brazo ya está completo —declaró el Matador.
En medio de un estruendo de tacones de botas, dos corsarios druchii entraron corriendo, con las espadas en la mano, y frenaron en seco ante la escena que hallaron.
—¡Matadlos! —dijo Landryol.
Los corsarios no necesitaron que se lo repitiera. Uno cargó contra Gotrek, mientras el otro saltaba sobre la cama y acometía a Félix. Jaeger apartó velozmente la espada del cuello de Landryol y paró la hoja del arma dirigida directamente hacia su cara, pero el capitán le dio una patada detrás de una rodilla y lo hizo caer sobre la cama. El corsario descargó la espada hacia él, cosa que hizo que una de las esclavas huyera hacia un rincón. Félix rodó al suelo, de donde se levantó en el momento en que el corsario iba tras él.
—Humano —lo llamó Gotrek.
Félix alzó la mirada justo a tiempo de ver que su espada describía un arco en el aire en dirección a él, lanzada por el Matador mientras paraba los ataques del otro druchii.
El oponente de Félix desvió Karaghul de un golpe cuando aún estaba en el aire, y le dirigió contra él otra estocada. Félix maldijo y saltó hacia atrás, y luego empujó hacia el elfo oscuro la mesa sobre la que descansaban la pipa y el brasero. El corsario retrocedió con paso tambaleante al intentar evitar el contacto con las ascuas encendidas, y Félix le arrojó la espada robada para luego lanzarse hacia Karaghul y desenfundarla mientras rodaba para ponerse de pie. El corsario cargó y volvieron a trabarse en combate.
Al otro lado de la cama, Gotrek bloqueó otro golpe del segundo druchii, y luego le dio una patada en el estómago. El elfo oscuro se dobló por la cintura, presa de arcadas, y dejó el cuello expuesto, pero Gotrek sólo le dio un potente golpe en la cara con la parte roma del hacha, y retrocedió.
—No morirás aún —dijo.
Se volvió hacia Landryol, que había cogido una espada enjoyada y se encontraba erguido a los pies de la cama, completamente desnudo.
—Juré que tú serías el primero en morir cuando recuperara mi hacha —le informó el Matador, al avanzar hacia él con paso decidido.