El labio superior de Landryol se contrajo en una mueca de desprecio al ponerse en guardia y extender la espada.
—Puedes intentarlo, enano. Pero me considero bastante formidable como…
El hacha de Gotrek cortó en dos la delgada hoja de la espada y se clavó en el esternón del elfo oscuro, y el resto de la jactanciosa frase no fue pronunciado.
El corsario que se enfrentaba con Félix quedó boquiabierto ante la súbita muerte de su señor. Félix lo ensartó antes de que se recobrara.
Gotrek arrancó el hacha del pecho de Landryol, y luego se volvió hacia el corsario al que había golpeado en la cabeza. El druchii aún se esforzaba por ponerse de pie.
—Ahora sí que morirás —dijo Gotrek, y lo decapitó con un tajo de revés.
La habitación quedó repentinamente silenciosa; los únicos sonidos que se oían eran las respiraciones de Félix y Gotrek, y el suave llanto de las esclavas de tálamo. Félix limpió la espada en las pieles del lecho, y la devolvió a la vaina. Tenerla otra vez le causaba una buena sensación, pero esto era sólo la primera parte de lo que tenían que hacer.
Se volvió a mirar a Gotrek.
—¿Estás listo?
—Un momento, humano.
El Matador se encaminó otra vez hacia el nicho y desapareció, para regresar con un cofre de madera abierto. El contenido destellaba en la mortecina luz del fuego. Sacó una pesada cota de malla y se la tendió a Félix. ¡Era la suya!
Debajo de ella había una profusión de brazaletes de oro, bandas para los brazos y cadenas.
—Tu oro —dijo Félix.
—Sí —asintió Gotrek, obviamente complacido—. Manchado por manos de elfos, pero está todo aquí, alabado sea Grungni.
Gotrek volvió a ponérselo todo en torno a las carnosas muñecas mientras Félix se pasaba la cota de malla por la cabeza, y luego ambos salieron otra vez al corredor. El esclavo que los había llevado hasta allí continuaba encogido junto a la puerta. Gotrek le dirigió una mirada iracunda durante un segundo, como si considerara la posibilidad de matarlo por su traición, pero luego soltó un bufido y continuó hacia la escalera.
—Los druchii le harán cosas peores —dijo.
Los esclavos de la cocina, todos reunidos en un rincón por los piratas, contemplaron con horror a Gotrek y Félix cuando bajaron por la escalera hasta la cocina, con sus armas.
—Lo habéis matado —dijo el cocinero.
Félix asintió.
Los esclavos gimieron. Una fregona joven estalló en lágrimas.
—¡Ahora nos venderán! ¡Quién sabe a quién! ¿Cómo podéis ser tan crueles?
Otra le dio palmaditas en un hombro para consolarla. Félix los miraba con ferocidad, enfadado, aunque no sabía con quién. ¿Acaso no deberían alegrarse los esclavos de que hubieran matado a su amo?
Jochen avanzó hasta ellos, con expresión ceñuda.
—Parece que hemos hecho bien al acompañaros. Los otros no han logrado salir del puerto. Los han hecho volar con su propia pólvora.
—¿Dónde has oído decir eso? —preguntó Gotrek.
Jochen inclinó la cabeza hacia el extremo oscuro de la sala, donde estaba la mesa de comedor de los esclavos. Farnir se encontraba sentado ante ella con los dos enanos a los que un rato antes había enviado en diferentes direcciones, así como con otros dos enanos, un veterano canoso con el pelo gris cortado a cepillo, y un joven que mantenía los ojos bajos, medio calvo, con una herradura de pelo color jengibre en la cabeza. La barba de los recién llegados era poco más que pelo de pocos días. Se levantaron con silenciosa reverencia cuando el Matador se volvió a mirarlos.
—¿Qué es esto? —preguntó Gotrek.
Farnir abrió la boca para hablar, pero el enano de pelo gris habló primero, al tiempo que avanzaba un paso.
—Farnir nos ha enviado mensaje para decirnos que habéis escapado de las celdas de esclavos, y hemos venido a verlo con nuestros propios ojos.
—Jamás lo habría creído —dijo el enano calvo, sacudiendo la cabeza.
—Jamás lo habrías intentado —gruñó Gotrek.
El enano de más edad inclinó respetuosamente la cabeza ante Gotrek.
—Soy Birgi, el padre de Farnir. Y éste es Skalf. Es un honor conocer a un verdadero seguidor de Grimnir.
Gotrek lo miró con frío desprecio.
—Tu vergüenza es el doble de grande que la de los otros. Vives como un esclavo y crías a tu hijo en la esclavitud. Eres más bajo que un grobi.
Birgi bajó la cabeza.
—Sí, Matador. Sabemos lo que piensas de nosotros, pero ahora mismo estarías hundido hasta la cresta en druchii, de no ser porque Farnir te trajo hasta aquí por los corredores para esclavos, y fuimos nosotros quienes le dijimos cómo llegar hasta esta casa y hasta el lugar en que retienen a los hechiceros, cuando lo preguntaste, así que podrías mostrarte cortés.
Gotrek soltó un bufido y pareció a punto de contestar, pero entonces Jochen avanzó.
—Los enanos dicen que el magíster y la vidente están abajo, en los alojamientos de los druchii —dijo—. ¿Es verdad?
Gotrek asintió. Félix suspiró al oír esa noticia.
—Yo quiero salvar Marienburgo —continuó Jochen—, pero ¿es necesario meterse en medio de todo el maldito ejército de elfos oscuros? ¿No podemos dejarlos?
—Sin ellos, no tendremos la más mínima posibilidad frente a la hechicera —dijo Aethenir, que alzó la cabeza del sitio en que estaba aseándose remilgadamente ante la bomba de agua de la cocina.
—Podemos conduciros hasta allí —dijo Birgi—. Hay túneles de servicio hasta el nivel de las esos alojamientos, pero no se puede entrar en ellos sin pasar por una puerta vigilada.
—No necesitamos guía —le espetó Gotrek.
Todos lo miraron.
—No quiero estar en deuda con enanos carentes de honor —gruñó.
—Matador, quieren ayudar —intervino Félix—, y necesitamos ayuda.
Birgi asintió.
—Haremos todo lo que podamos —dijo.
—Salvo poner en peligro vuestra vida —gruñó Gotrek.
El enano calvo alzó la cabeza al oír eso, enfadado, pero Birgi posó una mano sobre uno de sus brazos.
—Tranquilo, Skalf —dijo, antes de volver a mirar a Gotrek—. Si nuestras muertes pudieran cambiar las cosas, Matador, moriríamos. Pero si nos rebeláramos, si todos los enanos de esta arca se alzaran, los druchii simplemente nos matarían y reemplazarían por esclavos nuevos. Son demasiado fuertes.
Gotrek bufó al oír eso.
—La muerte de un solo elfo ya sería cambio suficiente.
El esclavo veterano continuó sin desanimarse.
—Te ayudaremos encantados a detener esa amenaza contra nuestras antiguas fortalezas, porque es allí donde residen nuestros corazones; pero aunque logres el éxito, esta arca continuará existiendo, y los pocos druchii a los que matéis serán olvidados cuando la siguiente flota de corsarios hakseer venga a reforzarla. Nada cambiará. Nada ha cambiado durante cuatro mil años.
—¿Dónde están retenidos los hechiceros, dentro del área de los alojamientos druchii? —preguntó Félix, antes de que Gotrek pudiera responder. No había tiempo para discusiones.
Birgi tosió y se volvió a mirarlo.
Eh… bueno, Son retenidos por los Infinitos, los fríos bastardos que la suma hechicera ha traído consigo. Tuvimos que preparar un par de antiguos barracones para ellos. Arreglamos uno para que fuera el alojamiento de los nuevos oficiales, cavamos habitaciones nuevas, les pusimos bellos muebles… sólo lo mejor para nuestros huéspedes de tierra firme.
—¿Por qué los retienen? ¿Por qué no los han encerrado con el resto de nosotros? —preguntó Félix.
Birgi se encogió de hombros.
—Eso no lo sé; sólo sé que el templo de Khaine no permite que los hechiceros sean esclavos. Los matan en cuanto los capturan. Así que supongo que los Infinitos se los ocultan a las brujas, aunque ignoro el porqué.
Félix no acababa de entender todo eso. ¿Acaso las hechiceras no eran brujas? ¿Qué diferencia había? Ahora no importaba. Lo que importaba era cómo iban a esquivar a los guardias.
—¿Esta Heshor tiene mucho poder aquí? —preguntó.
Birgi y los otros enanos rieron.
—Ha puesto el arca patas arriba desde su llegada —dijo Skalf, el enano calvo—. Nos ha hecho navegar hacia aquí y hacia allá como si fuera la propietaria de todo. Maneja al viejo Tarlkhir con un dedo, como si fuera un títere.
—Órdenes de Naggarond —explicó Birgi—. Lo que quiera que la haya traído aquí, lo está haciendo con la autoridad del mismísimo Rey Brujo.
—¿Así que las cosas hechas en su nombre tienen peso? —preguntó Félix.
—Sí, pero… —balbució el viejo enano.
Félix se volvió a mirar a Aethenir y Gotrek.
—Si vestimos al alto elfo como druchii y fingimos ser sus prisioneros, y si él dice que les lleva a los Infinitos, por orden de Heshor, esclavos capturados durante el ataque pirata contra puerto…
—No funcionará —lo interrumpió Aethenir—. ¡No me parezco en nada a un druchii!
Los otros le echaron una mirada.
Él gimió.
—Bueno, no hablo ni remotamente como los druchii. Mi acento…
—En ese caso, será mejor que comiences a practicar —dijo Gotrek—. Y vete a buscar algo de ropa.
Aethenir suspiró, pero se marchó a regañadientes al piso superior para mirar en los armarios del druchii muerto, mientras Gotrek y Félix caían sobre la comida restante.
No mucho después volvían a serpentear por los túneles detrás de Aethenir, que llevaba puestos la armadura, el yelmo y la capa de dragón marino de Landryol, mientras Birgi iba a paso ligero a su lado informándolo del nombre del capitán de los Infinitos, y de otros nombres importantes que un corsario conocería. Félix se preguntaba si no sería todo para nada. El arca se había detenido hacía horas —al menos dos horas antes de que escaparan de la celda—, y parecía que hacía varias horas que habían luchado contra los piratas de Euler, aunque, de hecho, probablemente no había pasado más de media hora. ¿Sería posible que Heshor no hubiera pulsado aún ninguna cuerda del arpa? ¿Acaso dominar su terrible poder requería algo más que el simple acto de tocarla? ¿Había implicada alguna ceremonia? A cada paso esperaba sentir que el arca se sacudía o mecía, y oír el lejano retumbar de la tierra que salía de debajo de las olas. Pero tal vez no habría percibido nada. ¡Tal vez Heshor ya lo había hecho!
Suspiró para sí. Si ya había sucedido, tomarían la venganza que pudieran, aunque nunca sería suficiente.
Al fin se aproximaron a la puerta que Birgi decía que desembocaba cerca de la puerta principal de los barracones de los druchii. Se detuvieron a una cierta distancia de ella para realizar los últimos preparativos; metieron las armas y la cota de malla dentro de un saco que Félix y Gotrek llevarían entre ambos, y se engrilletaron a una larga cadena para esclavos que habían encontrado entre las pertenencias de Landryol. Esta medida no gustaba ni a Félix ni a los piratas, pero Gotrek la odiaba porque significaba que no podría coger el hacha con la rapidez suficiente si algo salía mal, y también que estaba depositando toda su confianza en Aethenir que, como su «captor», tenía la única llave que abría los grilletes. Pero era una medida necesaria, dado que no se permitiría que ningún prisionero capturado conservara las armas, y si querían atravesar la puerta tenían que hallarse en condiciones de superar una inspección de los guardias. No serviría que sólo se enrollaran las cadenas en torno a las muñecas y fingieran que los sujetaban.
Mientras Aethenir luchaba para poner un par de grilletes en torno a las enormes muñecas de Gotrek, Birgi les daba detalladas instrucciones para que hallaran el camino a través del área de los barracones hasta los alojamientos de los Infinitos, y luego él y los otros les brindaron un saludo de enanos.
—Buena suerte, Matador —dijo el enano viejo—. Buena suerte a todos.
Gotrek hizo una mueca despectiva y no respondió.
De repente, Farnir avanzó hasta Birgi.
—Padre, voy a ir con ellos. —Se volvió y le presentó las muñecas a Aethenir.
Birgi parpadeó, pasmado.
—Farnir, ya has arriesgado mucho. No seas…
—¿Es que no significaban nada las historias que me contabas sobre los valientes héroes enanos de la antigüedad? —preguntó Farnir.
—Por supuesto que sí —replicó Birgi—, pero…
—Esto lo hago por las fortalezas de nuestra tierra natal —dijo el joven enano, retrocediendo—. Lo hago por el honor que me dijiste que habíamos tenido en otro tiempo.
—Pero… pero esto fracasará, Farnir —lo llamó Birgi, con el rostro preso de desesperación—. No cambiará nada.
—Lo siento, padre. Debo hacerlo. —Farnir le volvió la espalda, con expresión pétrea, y dejó que Aethenir lo sumara a la fila de «prisioneros».
Gotrek rió por encima del hombro, despreciativo.
—¡Ja! Un barbanueva los avergüenza. Todos deberían afeitarse la cabeza, todos ellos. —Apartó la mirada cuando Aethenir se situó en cabeza de la fila—. Llévanos fuera, elfo. Aquí huele mal.
Aethenir inspiró profundamente, avanzó hasta la puerta y la abrió. Cuando Félix salió arrastrando los pies con los otros, se volvió a echarles una última mirada a los cuatro enanos que se habían quedado atrás. Tenían la cabeza gacha, incapaces de mirar a Gotrek ni de mirarse los unos a los otros. Sintió lástima por ellos. Si le hubieran ofrecido la alternativa de sufrir tortura y muerte o servir como esclavo, no estaba seguro de cuál habrían escogido.
Al aproximarse a la puerta, Aethenir se volvió a mirar a Félix y los demás «prisioneros».
—Bajad la cabeza, malditos —siseó—. Adoptad un aspecto derrotado.
Félix hizo lo que le decía, a pesar de que le resultaba difícil luchar contra la tentación de mirar hacia delante para ver qué se cocía. Por el temblor de la voz del alto elfo se daba cuenta de que estaba aterrorizado, cosa que lo aterrorizaba a él porque si Aethenir delataba su miedo ante los guardias, quedarían al descubierto, y eso sería el fin. Los matarían allí mismo, sin que pudieran defenderse, y no llegarían a encontrar a Max y Claudia ni a detener a la hechicera.
Estaban atravesando una amplia plaza situada ante el área de los barracones. Compañías de lanceros y espadachines druchii iban apresuradamente hacia la entrada, algunas de ellas con heridos tras de sí, tendidos en camillas: las bajas de la lucha contra los piratas, pensó Félix. Otras compañías salían a paso ligero detrás de sus capitanes… ¿a buscarlos a ellos, tal vez?
La entrada de los barracones era un amplio portal con rastrillo y torres defensivas a ambos lados. Parecía la fachada de un castillo construido en el fondo de una cueva. En el exterior hacía guardia una doble fila de soldados bien acorazados cuyo capitán autorizaba la salida y entrada de las com-