Félix lo siguió, mudo. ¿Qué podría hacer el Matador? El agua ascendería y se los tragaría, con independencia de adonde fueran. No había escapatoria. Cualquier terreno alto que encontraran, estaría sumergido en cuestión de minutos. Una vez más, los descabellados planes de la suma hechicera Heshor los habían llevado a ahogarse en una ciudad hundida.
Pero el Matador avanzó a paso ligero por la calle inclinada, mirando en torno, mientras el atronar del agua que se acercaba se hacía cada vez más sonoro, y el suelo se inclinaba cada vez más bajo sus pies.
—¡Ja! —exclamó Gotrek, de pronto.
Félix alzó la mirada y vio un sólido carro de madera cargado de grandes barriles que arrastraba hacia atrás a dos aterrorizados caballos de tiro por la calle inclinada, mientras los animales se encabritaban y pateaban. El carro se deslizó de lado contra una casa y se detuvo mientras Gotrek corría hacia él.
—¡Aquí! —gritó.
Gotrek abrió la portezuela de atrás del carro y subió. Los barriles eran casi tan altos como él. A sus ojos afloró una mirada feroz cuando vio runas de enanos marcadas a fuego en la madera.
—Cochinos elfos ladrones…
Descargó el hacha sobre la parte superior de uno de ellos y lo tumbó de lado. La embriagadora bebida corrió por la calle en un torrente dorado.
—Dentro —dijo, al tiempo que hacía rodar el barril fuera del carro y lo ponía de pie—. Dos de vosotros.
—¿Estás seguro de que funcionará? —preguntó Félix, dubitativo.
—¡Métete dentro y calla! —le rugió el Matador.
Félix alzó a Claudia en brazos para meterla dentro del barril, y luego trepó torpemente para entrar mientras Gotrek rompía con el hacha la parte superior de un segundo barril, lo vaciaba y lo echaba sobre el adoquinado, para luego saltar dentro de él.
—¡Dentro, magíster! —El ruido del agua que se acercaba era tan fuerte ahora que tuvo que bramar. Félix miró calle abajo, y la vio subir a una velocidad superior a la que corre un hombre, tragándose casas y arrastrando consigo elfos oscuros, esclavos y escombros en su avance.
Max comenzó a trepar débilmente para entrar en el barril gigante.
Gotrek lo aferró por el cogote y lo metió dentro, de cabeza.
—¡Agáchate!
—¡No funcionará! —gritó Félix—. Nos estrellaremos y nos haremos pedazos.
La negra marea llegó hasta ellos.
Félix se dejó caer en el fondo del barril, junto a Claudia, mientras sentía cómo el agua los alzaba y arrastraba calle abajo. Los caballos de tiro relincharon cuando la corriente los arrastró junto con el carro. A Félix se le cerraron los dientes de golpe cuando el barril chocó contra algo y continuó a toda velocidad. Otro impacto, y otro más. Al barril le saltaron astillas y por encima del borde entró un poco de agua. Las rodillas de Claudia le golpearon la mandíbula. La abrazó y la sujetó con fuerza, tanto para protegerse a sí mismo como para protegerla a ella mientras rebotaban de un lado a otro como un dado dentro de un cubilete. Oía alaridos y lamentos por todas partes, además de fuertes colisiones, y el agua no dejaba de alzarlos y lanzarlos de un lado a otro.
Félix levantó la mirada hacia la abertura del barril y vio que uno de los descomunales muros del barrio de los nobles se alzaba sobre ellos y se acercaba cada vez más. El agua los arrastraba hacia él. Luego, una mano aferró el borde del barril. Apareció la cara de un elfo oscuro, con los ojos desorbitados de miedo. Intentó trepar. ¡Iba a hacerlos volcar!
Félix soltó a Claudia y le dio un puñetazo en la cara al druchii. El elfo oscuro gruñó y atrapó la muñeca de Félix, que entonces se puso de pie y le dio un puñetazo con la otra mano. El elfo oscuro se negaba a soltarlo.
Entonces, la negra muralla llenó de repente su campo visual y se estrellaron contra ella. Félix cayó hacia atrás mientras el elfo oscuro era aplastado y se le partían las costillas como ramitas secas. Se alejó, gritando, mientras la gran ola retrocedía y el barril era apartado otra vez del muro.
Félix se asomó por encima del borde cuando las corrientes comenzaron a llevarlos de un lado a otro, y vio las puntas de los tejados y las chimeneas del barrio de los comerciantes desaparecer bajo arrolladoras olas espumosas. Los remolinos hacían girar en gran confusión la basura de la ciudad, y también a ellos, de tal forma que se les revolvía el estómago. Félix creyó ver el barril donde iban Max y Gotrek, pero al girar volvió a perderlos.
En lo alto se oyó una detonación como un trueno, y Félix se volvió y levantó la cabeza. Una sección de la muralla de retención, grande como un castillo, se desprendió en bloque y cayó al agua, seguida por casas, gente y muebles. Una enorme ola se alzó al desvanecerse el negro acantilado, y el barril de Félix y Claudia se alejó aún más de la ciudad.
Félix no podía dejar de ver cómo se hundía el arca. Fue más lento de lo que él esperaba, como si la magia de los elfos oscuros que la había mantenido a flote durante cuatro mil años se esforzara aún por sostenerla, pero se hundió de todos modos, y se hizo pedazos. Torres afiladas como cuchillos se desmoronaron y cayeron, los muros se desplomaron. Se abrieron grietas en el suelo antes sólido, y partieron las mansiones y los palacios construidos encima con un estruendo parecido al de una interminable salva de cañones. Elfos oscuros y esclavos fueron aplastados por las piedras que caían, tragados por las simas que se abrían bajo sus pies, o lanzados al agua, entre alaridos. Félix sintió que el barril era arrastrado de vuelta hacia el arca por una poderosa resaca causada por el hundimiento del arca, y se le aceleró el corazón. Serían arrastrados hacia el cataclismo y tragados, y él no podía hacer nada para impedirlo.
Al desaparecer el nivel donde se hallaban los templos, por todas partes surgieron explosiones de fuego negro, y grandiosos arcos de energía púrpura saltaron de edificio en edificio e hicieron temblar toda piedra que tocaron hasta que se transformó en polvo. Félix habría jurado ver que un río de sangre manaba de las ruinas de un templo de muros de latón que habían hecho implosión, y teñía el agua. Un bramido ultraterreno ascendió hasta transformarse en un alarido escalofriante, y luego se interrumpió como si hubieran cerrado una puerta.
El barril fue golpeado por detrás, y luego otra vez por la izquierda y la derecha. Todos los deshechos flotantes de la ciudad que se hundía estaban convergiendo en el centro de succión, atestando el mar, y lanzaban a Félix y Claudia de aquí para allá.
Estaban lo bastante cerca como para ver los ojos de los dragones de piedra negra que había tallados en los aleros, cuando las olas alcanzaron finalmente la sólida fortaleza negra cuyas orgullosas, puntiagudas torres continuaban milagrosamente enteras, aunque de todas sus ventanas manaba humo en espirales. Entonces, con una detonación que Félix sintió más que oyó, El castillo se partió en dos y en sus flancos de basalto aparecieron dentadas fisuras anaranjadas al quedar a la vista el fuego interior.
La mitad que Félix tenía más cerca se hundió con mayor rapidez, y las torres cayeron de lado al deslizarse en el mar, dejando a la vista habitaciones y corredores en llamas, y frenéticas figuras silueteadas que ardían como muñecas de papel al saltar dentro del agua. La otra mitad la siguió de inmediato, y de repente el barril de Félix y Claudia descendió por una pronunciada pendiente de agua mientras la torre más alta de la fortaleza se deslizaba dentro del mar y desapareció en el centro de un vertiginoso remolino. Félix vio que un lustroso carruaje negro ascendía junto al barril y caía hacia ellos al absorberlos el vórtice, y en ese momento volvió a dejarse caer en el fondo del barril y abrazó a Claudia con toda su alma.
—¡Sujetaos, fraulein! —gritó.
Luego todo se convirtió en una aterrorizadora confusión de sonido, movimiento e impactos demoledores. El agua se tragó el barril, que hizo girar y estrelló contra una y otra cosa como un corcho bajo unas cascadas. Félix quedó cabeza abajo, luego cabeza arriba, se estrelló contra Claudia, luego ella se estrelló contra él, todo en el transcurso de segundos, incapaces de ver nada que no fueran girantes burbujas, agua que caía con violencia y fugaces imágenes de olas, deshechos y cielo, mientras el barril era arrastrado bajo las potentes olas. Pasaban volando cuerpos que estaban dentro del agua, de hombres, mujeres, druchii, caballos, ratas. Contra el barril se estrellaban cosas que lo zarandeaban de un lado a otro. Un niño humano se aferró al borde y miró a Félix a los ojos con expresión implorante, para desaparecer otra vez antes de que Félix pudiera reaccionar.
El barril se llenaba de agua a medida que descendía. A Félix le dolían los pulmones por falta de aire y el mundo comenzó a tornarse negro y borroso en la periferia de su campo visual. Se preguntó si serían arrastrados hasta el fondo mismo del mar, o si el barril sería destrozado y los dejaría indefensos para morir aplastados por los deshechos. Sintió que comenzaba a flotar y se apretó con fuerza contra los costados del barril para mantenerse dentro.
Luego, mucho después de que pareciera posible que aque-
llo pudiera continuar, el agua comenzó a calmarse y sintió que el barril ascendía lentamente a través del agua turbia. Por un milagro, salieron a la superficie con la boca del barril hacia arriba y casi alineada con el agua. Félix se levantó e inspiró ansiosamente, y entonces se dio cuenta de que Claudia aún estaba dentro del barril, bajo el agua. Hundió una mano y tiró de ella, y la joven se aferró a él, atragantada, y le vomitó agua sobre el pecho, entre temblores y sacudidas.
El recorrió con la mirada la escena de demencia que los rodeaba, con la esperanza de ver al Matador y a Max. En todas direcciones, el mar estaba cubierto de pecios: barriles, cajones, tablones, carros, cucharas de madera, piezas de ropa, papel, basura, algo que parecía ser una peluca, y cadáveres de todas las razas. A la izquierda, había tres pequeñas balandras druchii enredadas, reunidas por el enloquecido torbellino causado por el hundimiento del arca. Más allá, otras negras naves sacaban del agua a los druchii que se acercaban nadando, o disparaban con las ballestas hacia flotantes masas de esclavos implorantes mientras serpientes marinas, tanto con jinete como sin él, recorrían los restos y se alimentaban indiscriminadamente de todo y todos.
Félix oyó un chapoteo y una tos que le era familiar, y se volvió. ¡Otro barril flotaba cerca de ellos, pero éste boca abajo! ¿Era el que había estado buscando?
—¡Gotrek! —gritó—. ¡Max!
La cabeza de Gotrek salió a la superficie junto al barril, y sacó a Max, para luego ayudarlo a que se cogiera al tonel. El magíster estaba apenas consciente, pero vivía. Félix sacudió la cabeza, maravillado. Lo habían logrado. Habían sobrevivido. Por imposible que hubiese parecido, habían escapado del arca negra.
Entonces, por detrás de los gemidos, alaridos y gritos de los supervivientes, y el «hooogh» de los dragones marinos, Félix oyó un ruido que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda: el clamoroso gemido del Arpa de Destrucción.
Félix y Gotrek miraron a derecha e izquierda, buscando el infernal instrumento en medio de aquel caos. Y entonces, Félix lo encontró. Parpadeó, confundido, porque parecía estar flotando a más o menos un metro por encima del agua, como si levitara. Miró con más detenimiento y vio que el arpa estaba enganchada en una alabarda, y que ésta estaba sujeta con correas al lomo de un skaven que nadaba estilo perro directamente hacia ellos, a la cabeza de un grupo de skavens. El agua espumaba en torno a ellos.
Gotrek sacó el hacha de la funda que llevaba a la espalda y la agitó por encima de la cabeza.
—¡Vamos, alimañas! —rugió.
Pero daba la impresión de que podría no ser el primero que diera alcance a los hombres rata. Una falange de caballeros de dragones marinos los perseguía, con la suma hechicera Heshor montada detrás del comandante Tarlkhir, sobre la primera de las bestias. Heshor parecía completamente curada de la herida que le había infligido el demonio. Tarlkhir espoleó la montura y la serpiente recogió un skaven del agua y se lo tragó de un solo bocado.
—¡Hooogh!
—¡Inmundas serpientes! —gritó Félix, al desenvainar la espada.
Las runas de Karaghul relumbraban en presencia de tantos dragones marinos, y Jaeger sintió aumentar en su inte-
rior el impulso de nadar hacia ellos. Los músculos se le contraían y le hormigueaban de violencia apenas contenida. Reprimió la furia con mucha dificultad. Ya había luchado contra un dragón marino en medio del mar, y no le había gustado mucho. Hacerlo mientras flotaba precariamente dentro de un barril de cerveza inundado de agua, y con una muchacha medio desvanecida a su lado, difícilmente sería mejor. Tal vez el condenado reptil se atragantaría con el barril y moriría, pensó.
Pero entonces, sin previo aviso, el barril ascendió como si lo levantara una mano. Félix se tambaleó y se aferró ai borde del tonel. En torno a ellos, el mar estaba hinchándose para formar una colina de agua.
—¡En el nombre de Sigmar, ¿qué…?! —dijo.
Gotrek y Max, junto con su barril, bajaron girando por la colina de agua que continuaba creciendo, y el tonel de Félix y Claudia cayó de lado con ellos dentro y comenzó a girar, sumergiéndolos una vez más en el mar. Félix se impulsó y pateó para salir del barril, y luego cogió a Claudia por los brazos para remolcarla consigo. ¿Acaso el arca volvía a salir a la superficie? ¿Iban a tener que hacerlo todo de nuevo, desde el principio?
Salieron jadeando a la superficie y se cogieron a objetos que flotaban en medio de deshechos, junto con Gotrek y Max, mientras una enorme torreta herrumbrosa salía bruscamente de la colina de agua, erizada de tubos, tanques y cañones de latón. Luego, un bulto enorme salió a la superficie en la base de la torre: una monstruosidad cubierta de óxido verde grisáceo que parecía una ballena hecha de retazos metálicos, más larga que una galera druchii, provista de una cubierta metálica corroída y de extrañas armas que sobresalían de una proa que parecía un hocico de rata. Era más alta que una casa de dos pisos, como un acantilado de latón cubierto de percebes que chorreaba agua, siseaba y resoplaba como un ser vivo.
Los reptiles se alzaron de manos por miedo al ver aquello, resistiendo las espuelas de los jinetes mientras, más lejos, resonaban los gritos de los druchii de los barcos, alarmados ante la aparición de esa voluminosa amenaza en medio de ellos. Félix vio que algunas galeras se volvían hacia ellos, y las hileras de remos se alzaban y descendían a un mismo tiempo.