—Snorri piensa que eso derribaría las murallas con más rapidez de la que pueden derribarlas los zombies —dijo Snorri.
Von Geldrecht maldijo y golpeó la muralla con un puño.
—¿Y cómo vamos a detenerlos, entonces? No podemos hacer una salida para atacar a los que están excavando. Nos vencerían antes de que llegáramos al sitio.
—Excavando hacia ellos —dijo Gotrek—. Luego, minamos su túnel y lo derrumbamos antes de que lleguen a las murallas.
Von Geldrecht se quedó mirándolo.
—Pero…, pero ¿hay tiempo? —preguntó—. ¿Cuánto se tardaría en excavar un túnel así? No sé si puedo distraer hombres suficientes del reforzamiento de las defensas, ni si les quedarán fuerzas para hacerlo.
Gotrek levantó una mano.
—Decid a vuestros hombres que acaben de bloquear la puerta del río. Nosotros haremos esto. Los humanos sólo nos estorbarían.
El comisario dejó escapar un suspiro de alivio y se inclinó ante el Matador.
—¡Gracias,
herr
enano! Me tranquilizáis. Se hará como decís.
Félix vio que Von Volgen hacía una mueca ante aquel despliegue de emociones tan impropias de un comandante, y el de Talabecland lo sorprendió observándolo. Intercambiaron una mirada cautelosa, y luego Von Volgen dio medía vuelta y se alejó, mientras Von Geldrecht comenzaba a dar órdenes a sus hombres.
Menos de una hora después, los zombies empezaron a escalar las murallas.
Tras dejar a Von Geldrecht, Kat y Félix ayudaron a Gotrek, Rodi y Snorri a registrar los almacenes del castillo en busca de picos y palas, y luego se ocuparon de retirar la tierra mientras los enanos se ponían a excavar hacia abajo adentrándose en los cimientos de la residencia de caballeros, que era el punto del castillo más cercano al sitio en que estaban excavando los zombies. Pero pronto volvió a apoderarse de ellos el cansancio, y regresaron a su habitación para intentar dormir hasta la mañana. Sin embargo, eso no sería posible, al menos no para Félix.
A pesar de lo cansado que estaba, no podía aquietar la mente. La descripción del saboteador hecha por Draeger no dejaba de repetirse dentro de su cabeza, y no podía evitar compararla con la gente del castillo que conocía. Un hombre pequeño y vestido con ropón, había dicho Draeger. Y rápido de movimientos. No era mucho, pero excluía a un buen número de sospechosos. Con su pierna herida, Von Geldrecht no era ni pequeño ni rápido. Bosendorfer era un hombre gigantesco, y el viejo sacerdote quizá fuera flaco, pero aun así era demasiado alto. También podía excluir a la hermana Willentrude, que tenía la figura de una gallina de corral bien alimentada. ¿Quién quedaba? Tauber era un hombre pequeño, pero Tauber estaba encerrado…, ¿verdad? Hultz, de los arcabuceros, tampoco era grande, aunque tenía hombros anchos. Podría haber sido la grafina Avelein, ocultando su condición de mujer, o incluso el propio graf. Félix no lo había visto nunca y no tenía ni idea de cómo era. Pero, por otro lado, se preguntó, ¿y si el villano era un maestro de la ilusión, además de un destructor de runas? ¿Y si su tamaño menudo y sus movimientos rápidos eran sólo una apariencia? Después de una dosis excesiva de todo eso, fue casi un alivio cuando los cuernos tocaron a concentración, y los gritos resonaron por el patio de armas.
Esa vez, Félix y Kat no se habían molestado en quitarse la armadura antes de tumbarse, y por tanto, llegaron pronto a las murallas para ver el nuevo truco de los zombies. A cubierto de la oscuridad, los no muertos habían llevado hasta el castillo altas escaleras de tosca factura que habían apoyado a lo largo de todas las murallas del lado de tierra, y ahora subían por ellas en masa.
Eso no constituía una amenaza muy grande, al menos en principio. Los zombies eran unos trepadores terribles y caían a menudo, y a los arcabuceros les resultaba bastante fácil usar una pica para hacer palanca con el fin de apartar las escaleras de la muralla y hacerlas caer. El problema residía en que no se detenían nunca. Por muchas veces que los defensores empujaran las escaleras para apartarlas de las murallas e hicieran caer a todos los zombies al foso, ellos simplemente volvían a levantarse, recogían las escaleras para apoyarlas otra vez contra la muralla y reanudaban el ascenso, resueltos e incansables.
A los arcabuceros no tardaron en unírseles lanceros y guardias fluviales enviados por sus capitanes para ayudarlos, pero incluso con los refuerzos, los hombres de la muralla estaban agotándose porque corrían de una escalera a otra en una carrera interminable. Por desgracia, aún carecía más de sentido intentar matar a los muertos que subían por las escaleras, porque Kemmler nunca tendría escasez de efectivos. Por muchos que pudieran decapitar los defensores o matar de un tiro en la cabeza, siempre habría más zombies que ocuparían su lugar.
Félix y Kat se unieron a la vertiginosa danza de correr y empujar, correr y empujar, correr y empujar. Cuando el cielo comenzó a teñirse de gris por el este, estaban ambos tan cansados que ya no podían manejar las picas que les habían dado, y se desplomaron contra las almenas, jadeando, con las piernas tan débiles como ramitas.
El capitán Hultz, que no parecía menos agotado que ellos, recogió las picas y los echó.
—Marchaos a dormir —dijo—. Esta noche habéis hecho el trabajo de diez, los dos, y la guardia de la mañana llegará en cualquier momento. Fuera. Fuera.
Félix saludó y ayudó a Kat a levantarse; ambos bajaron la escalera con paso tambaleante cogidos del brazo y se encaminaron hacia la residencia de caballeros. Pero cuando recorrían el lado de los muelles dando traspiés, Kat se detuvo de repente y parpadeo mirando a dos barqueros que se valían de garfios para mover una piedra de la desmantela residencia de oficiales y colocarla debajo del cabrestante, con el fin de bajarla hasta el bote de remos.
—¿Qué sucede? —preguntó Félix con el ceño fruncido.
—Garfios —dijo Kat.
—¿Qué?
La muchacha farfullaba a causa de la fatiga.
—Espera un minuto —dijo, para luego zafarse de debajo del brazo de el y acercarse a los hombres.
—Necesito eso —dijo, señalando.
Los barqueros la miraron con recelo.
—¿La piedra? —preguntó uno—. ¿Para que queréis un piedra?
—El garfio —replicó Kat—. Quiero el garfio. Y cuerda. Mucha cuerda.
Los barqueros volvieron a mirarla, y Félix también. No tenía ni idea de qué se traía entre manos, pero estaba claro que tenia alguna idea.
—Si podéis prescindir de él —dijo con cortesía, intentando compensar la brusquedad de Kat, casi más propia de un enano.
El barquero que había hablado se encogió de hombros; luego volvió a subir al balandro y regresó, un momento después con un tercer garfio y un rollo de cuerda.
—Os advierto que necesitare que me lo devolváis —dijo, pero Kat ya retrocedía hacia la escalera a paso rápido, mientras ataba un extremo de la cuerda al asa en forma de «T» del garfio.
Félix subió tras ella con paso tambaleante. Aun estaba desconcertado cuando ella encontró a Hultz y levantó el garfio y la cuerda para enseñárselos.
—Mirad —dijo, oscilando ligeramente en el sitio—. Esto los detendrá.
Hultz parpadeó.
—¿Y que se supone que es eso? ¿Un arma? ¿Debo enganchar las entrañas de los cadáveres con el garfio para arrancárselas?
—Los cadáveres no —dijo Kat—. Las escaleras. No pueden subir sin las escaleras.
Félix la miró con ojos desorbitados, y lo mismo hizo Hultz.
—Por Sigmar —dijo al fin—. Por Sigmar que podría funcionar.
Cogió el garfio que ella le ofrecía, atado a la cuerda, y llamó a sus hombres.
—Lanzmann, Weitz, sargento Dore, coged el extremo de esto.
Félix y Kat lo siguieron y se asomaron a mirar, mientras el dejaba caer el garfio a lo largo de la muralla. Justo a la izquierda había un grupo de zombies que enderezaban laboriosamente una escalera caída y la inclinaban para apoyarla contra las almenas.
—Perfecto —dijo Hultz, y se desplazó de lado hasta quedar por encima de ellos.
La escalera rebotó al golpear contra la muralla, a pocos palmos por debajo de las almenas, y luego se estabilizó cuando los primeros zombies comenzaron a subir por ella.
—Deprisa, ahora; deprisa —murmuró para sí mismo mientras movía el garfio hacia los peldaños de la escalera—. Antes de que se amontonen todos.
Lo logró al segundo intento y tiró de la cuerda hasta dejarla tensa.
—¡Ahora, muchachos! ¡Ahora! —gritó—. ¡Tirad!
Los tres arcabuceros tiraron del extremo de la cuerda hasta tensarla del todo, y luego comenzaron a izar la escalera muralla arriba. Había dos zombies sobre los escalones inferiores, pero cuando la escala comenzó a ascender, uno de ellos perdió presa y cayó. El otro llegó a lo alto junto con la escalera, y continuó aferrado a ella mientras los arcabuceros acababan de subirla, escalón a escalón.
Hultz estaba esperándolo, y le hundió la cabeza con una maza cuando el pie de la escala llegó a lo alto de la muralla. El cadáver cayó y los arcabuceros arrojaron la escalera al patio de armas interior, con una aclamación.
Hultz se volvió hacia Kat con una sonrisa.
—Muchacha, sinceramente creo que nos habéis ahorrado una enorme cantidad de molestias.
—Y nos habéis proporcionado un buen suministro de leña —dijo uno de los arcabuceros—. Es muy amable por parte de ese nigromante proporcionarnos leña para cocinar.
—Ahora, lo único que necesitamos es comida —dijo Hultz, y se volvió otra vez hacia sus hombres—. ¡Lanzmann, Weitz, id a decidles a esos piratas de río que precisamos todos los garfios y toda la cuerda que tengan, y con rapidez!
Cuando se encaminaban de vuelta hacia la escalera, Félix miró por encima de la muralla hacia los campos del otro lado. El sol aún no había coronado el horizonte, pero había la luz suficiente para ver hasta la negra línea del bosque. Una agitación de movimiento frenético que tenía lugar allí atrajo su mirada.
—¿Qué es eso? —preguntó, ralentizando la marcha.
Kat siguió la dirección de su mirada, y ambos se acercaron a la muralla para ver mejor. Una alta figura encorvada estaba levantándose de la niebla, ante los árboles. Parecía un gigante momificado, o el enorme capullo de una oruga, blanco, lleno de bultos y asimétrico, con una enorme boca abierta y negra en la parte de arriba, y por toda su superficie, de un extremo a otro, pululaba una manada de zombies que se movían sin parar.
Con horror y fascinación crecientes, Félix se dio cuenta de que estaban construyendo aquello ante sus propios ojos, como avispas que construyeran una colmena, aunque en lugar de pasta de madera y fango, usaban árboles secos, huesos y piel tensada. Inclinadas ramas negras sobresalían al azar de los jaspeados costados de la estructura, y su base estaba fijada a gigantescos colmillos curvos que parecían haber salido del esqueleto de un leviatán muerto hacía mucho tiempo.
—Que Taal y Rhya nos protejan; es una torre de asedio —dijo Kat.
Félix se estremeció. Eso era, con total exactitud. Los colmillos curvos eran rodillos para que la estructura pudiera ser arrastrada por los campos, y la monstruosa boca abierta de lo alto vomitaría enjambres de soldados no muertos sobre las murallas. Y otra comenzaba a alzarse en ese momento, de la primera.
—¡Y mira allí!
Kat señaló hacia la izquierda de las torres, donde dos construcciones más bajas y provistas de ruedas se agazapaban en la sombra del bosque como monstruosos insectos; Un onagro y una catapulta construidos con pesados maderos de factura tan extraña como la de las torres.
—Y también máquinas de guerra —dijo Félix, con el estómago contraído—. Han estado atareados.
Nadie más parecía haber reparado en aquellas cosas. Estaban todos muy absortos en la tarea de pescar escalas o empujarlas lejos de las murallas, pero al oír las palabras de Kat y Félix, los hombres que tenían a ambos lados levantan la mirada para ver de qué estaban hablando.
—¡Por la sangre de Sigmar! —dijo uno—. ¡Mirad eso!
—Capitán Hultz! —gritó otro—. ¡El bosque! ¡Mirad hacia el bosque!
Hultz, que estaba intentando enganchar otra escalera, alzó la mirada y maldijo; pero luego levantó la voz para acallar el murmullo de miedo que estaba propagándose como el fuego a lo largo de la muralla, a medida que los hombres reparaban en las torres y las máquinas.
—¡Tranquilos, muchachos! ¡Tranquilos! —gritó—. Aún no se han puesto en marcha, y tenemos tiempo de sobra para prepararnos para cuando lo hagan. De momento, continuad con las escalas, que ya nos ocuparemos del resto cuando lleguen aquí. —Se volvió hacia el sargento—. ¡Dore! Transmite mis respetos al comisario Von Geldrecht, y dile que, en cuanto tenga un momento, venga a echar un vistazo.
El sargento Dore saludó y bajó por la escalera a paso ligero. Félix condujo a Kat en la misma dirección.
—Y será mejor que nosotros informemos a los matadores —dijo.
Era asombroso el trecho que Gotrek, Rodi y Snorri habían excavado durante la noche. Habían descendido desde el suelo de la bodega de la residencia de oficiales hasta una profundidad de unos dos metros y medio, para luego excavar en dirección este un túnel que pasaba por debajo de las murallas del castillo, y ya estaba varios pasos al otro lado de éstas. Una corriente constante de escuderos y mozos de cocina entraban y salían por el agujero para sacar cubos llenos de tierra con la que formaban montones por toda la estancia. A un lado, Volk, el capitán de artillería, daba instrucciones a los artilleros que metían pólvora dentro de trozos de tubería de arcilla para desagües, y la apretaban para luego poner una mecha. Dedicó una sonrisa y un saludo a Kat y Félix cuando éstos bajaban por el agujero.
Félix tuvo que doblarse casi por la mitad para entrar en el túnel. Los matadores lo habían abierto de acuerdo con las proporciones de los enanos, y era muy bajo. En el otro extremo había una lámpara sujeta a la pared con una estaca, y vio brillar las anchas espaldas musculosas de Gotrek y Rodi, que acometían el frente de ataque con los picos. Snorri estaba un poco más atrás, y echaba paladas de tierra en los cubos que luego se llevaban los escuderos.
Félix se alegró de ver que Gotrek y Rodi continuaban trabajando codo con codo sin gruñirse el uno al otro. La tregua existente desde que habían descubierto las runas protectoras rotas parecía mantenerse. Sólo esperaba que siguiera así.
—Matadores —llamó mientras avanzaba con cuidado por el túnel—. Los no muertos de Kemmler están construyendo torres y máquinas de asedio. Da la impresión de que esta noche asaltarán las murallas.