Matazombies (7 page)

Read Matazombies Online

Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Matazombies
2.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

Von Volgen cerró los puños.

—¡Basta maldito! ¡Lo habéis dejado claro! —Poso una mirada feroz sobre Félix, con la cara de bulldog enrojecida—. Concedo que mi hijo podría haber…, que cabe la posibilidad de que tal vez fuera…

—Lo era, mi señor —dijo Kat, que avanzó un paso para situarse junto a Félix—. Murió antes de que vos llegarais a Tarnhalt. Lo vimos morir, asesinado por el jefe de guerra de los hombres bestia.

Von Volgen volvió sus terribles ojos hacia ella, y Félix apretó el puño de la espada, preparado por si el señor intentaba golpearla. Pero, por el contrario, dio media vuelta y empujó a sus hombres hacia los lados para regresar, cojeando y en solitario, hasta donde estaba su caballo.

Gotrek, Rodi y los caballeros permanecieron en guardia mientras él avanzaba con paso tambaleante e inestable por el enfangado y pisoteado terreno de cultivo; entonces, a medio camino del caballo, se detuvo con un tambaleo y cerró los ojos.

—Dejadlos en libertad —dijo con voz enronquecida. Los caballeros se relajaron y bajaron las espadas y los artillos, y Gotrek y Rodi asintieron con la cabeza, petulantes.

—¡Pero oídme! —gritó Von Volgen, al mismo tiempo que se volvía y se erguía—. ¡Tomaré venganza! ¡Ante Sigmar y Taal juro que el inmundo nigromante que profanó el cadáver de mi hijo y perturbo su alma inmortal morirá por sus depredaciones, y todas sus obras serán derribadas!

Los hombres lo aclamaron, alzando las espadas en el aire.

—¡Muerte al nigromante! ¡Larga vida al señor Von Volgen!

—Bien dicho, mi señor —dijo una voz nueva—. Pero, por favor, decidme: ¿qué disturbios habéis traído a los dominios del graf Falken Reiklander?

Von Volgen y los otros se volvieron a mirar, y vieron a dos nobles con armadura que lucían los colores rojo y blanco, y se acercaban a lomos de robustos caballos de guerra. El que había hablado era un caballero alto y elegante, de mediana edad, con una prominente barba negra y feroces cejas, que cabalgaba tieso como una vara sobre la silla de montar. A su lado había un rubicundo hombre de más edad y constitución corpulenta, cuyo peto se curvaba por encima del arzón para dar cabida a la barriga, y por cuya cara y barba pulcramente recortada corrían gotas de sudor. El resto de los caballeros de Reikland estaban reunidos detrás de ellos.

—¿Sois vos Reiklander, entonces? —preguntó Von Volgen.

—Yo soy el general Taalman Nordling —dijo el caballero de negras cejas, que se doblo por la cintura para hacer una reverencia sin desmontar—, comandante en funciones del castillo hasta que el graf Reiklander pueda volver a ocupar su puesto.

El señor de rojo semblante se enjugó la mandíbula.

—El graf esta recuperándose de las heridas sufridas durante la invasión de Archaon —dijo, y luego también se inclinó—. Bardolf von Geldrecht, su comisario, a vuestro servicio. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?

—Soy Rutger von Volgen, vasallo del conde Feuerbach de Talabecland —dijo Von Volgen, que correspondió con una reverencia—. Y os doy las gracias, mis señores, por vuestra oportuna intervención. —Giró la cabeza para mirar a los heridos, los muertos y los esqueletos que sembraban el campo, y suspiró—. No deseaba traeros problemas, sino advertiros de que se avecinaban. Esta no es mas que la vanguardia de un ejercito de no muertos de unos diez mil efectivos, conducido por un nigromante de gran poder que marcha hacia Altdorf, y que tiene la intención de acrecentar sus filas con los cadáveres de todas las guarniciones que se hallen en su camino.

Nordling parpadeó. Los caballeros que lo rodeaban murmuraron entre sí. El rojo semblante de Von Geldrecht palideció un poco.

—¿Diez mil? —preguntó—. ¿Estáis seguro?

—Tal vez más —replicó Von Volgen—. Muchos de mis hombres caminan ya entre ellos, vueltos contra mí en la muerte. Están a menos de dos días de aquí, quizá sólo uno. Nosotros…

Se interrumpió cuando un espasmo de dolor le provocó una mueca, y estuvo a punto de caer. Sus hombres se precipitaron hacia el y lo sujetaron.

Félix vio que Von Geldrecht le susurraba a Nordling mientras Von Volgen se recuperaba, y se preguntó si aquellos hombres iban a rechazarlos; pero finalmente el general Nordling se volvió a mirar a Von Volgen e hizo una reverencia.

—Perdonadme, mi señor, por no hacer caso de vuestras heridas —dijo—. Se os da la bienvenida al castillo Reikguard, a vos y a vuestros hombres. Entrad y traed a los heridos El graf será informado de las graves noticias que traéis.

Von Volgen agitó una mano con debilidad, y su séquito lo levantó y transportó hasta su carro de equipaje, mientras los caballeros y sirvientes recogían a los heridos y a los muertos. Félix y Kat los ayudaron, guiando y transportando a hombres heridos hasta sus caballos o carros, y los matadores hicieron lo mismo, levantando con facilidad a hombres completamente acorazados. Gotrek y Rodi también cortaron la cabeza de los caballeros que habían resultado muertos en la batalla. Los hombres de Von Volgen, ya muy al tanto de la necesidad, no pusieron objeciones, pero el comisario Geldrecht se mostró indignado.

—¿Qué estáis haciendo, horribles salvajes? —dijo, al cercarse con su caballo al trote—. ¡Profanáis los cuerpos de mis hombres!

Gotrek alzó hacia él una mirada furiosa, mientras iba hacia otro cuerpo.

—Mejor ahora que después.

—No sé qué queréis decir —insistió Von Geldrecht, e hizo girar al caballo para interponerse en el camino de Gotrek—. Por Sigmar, debería haceros matar ahora mismo.

Gotrek gruñó y preparó el hacha.

—Lo que quiere decir —intervino Félix, que se les acercó a toda prisa— es que cuando llegue el nigromante reanimara a los muertos, amigos y enemigos por igual. Si no hacemos esto ahora, mi señor, nos encontraremos enfrentados con estos mismos hombres en batalla, más tarde.

Von Geldrecht farfulló mientras su rojo semblante enrojecía aún más, pero con la prueba visible del cadáver de plaschke-Miesner y el resto de caballeros resucitados recientemente, no podía oponer argumento alguno.

—Si debe hacerse, debe hacerse —dijo al fin—. Pero nosotros nos ocuparemos de los nuestros. Dejadlos en paz.

Gotrek se encogió de hombros y volvió a ayudar a los heridos, y lo mismo hicieron Félix y Kat. A ésta casi se le escapo de las manos el primer caballero al que ayudaron, y tomó aire entre los dientes apretados al mismo tiempo que se sujetaba el brazo que le había mordido el lobo. Tenía negro de sangre el puño del abrigo de lana.

Félix maldijo.

—Pensaba que habías dicho que había mordido abrigo más que nada.

—Sí —replicó Kat—, más que nada, pero no ha sido lo único.

Félix tuvo ganas de decirle que no había ninguna necesidad de hacerse la heroína, pero se contuvo. Hacía ya mucho que ella le había hecho prometer que no la mimaría. Así pues, la siguió cuando ella se marchó en busca de más heridos, y la ayudó a transportar a un puñado de caballeros hasta la columna, aunque se aseguró de ser quien cargara con la mayor parte del peso.

Al final, no pudieron encontrar más heridos y regresaron al carro de Geert, donde las cosas no habían ido bien. Snorri se encontraba perfectamente, y había destrozado a un jinete muerto con otro mástil de tienda, pero Geert estaba vendándose un tajo profundo que tenía en una pierna, Dírk estaba muerto, tendido de través sobre el asiento del conductor, con una herida de hacha en el pecho.

—Lo siento —dijo Félix cuando él y Kat subieron a bordo. Geert se encogió de hombros.

—Si os hubierais quedado encadenados, habríamos muerto todos.

Tendieron a Dírk junto a Snorri, y Félix le cerró los ojos mientras Kat susurraba sobre él plegarias dirigidas a Taal y Morr, para luego arrancarle el destral de la mano rígida y deslizarlo en su cinturón. Félix sonrió al sentarse junto a ella. Respeto y pragmatismo, los signos de identidad del veterano.

En la cabeza de la columna, Von Volgen hizo la señal para que la compañía avanzara, y los últimos heridos fueron llevados con prisa hasta los carros mientras capitanes y sargentos transmitían la orden a lo largo de las filas.

Cuando se pusieron en movimiento, Gotrek regresó y, subió por la parte trasera. Rodi apareció un momento más tarde e hizo lo mismo.

—¿No te marchas, Balkisson? —preguntó Gotrek cuando Rodi se sentó—. Ahora eres libre. Y en el bosque aguarda la muerte.

Rodi le lanzó una mirada a Snorri, y luego negó con la cabeza.

—La muerte también irá al castillo, Gurnisson. Puedo esperar.

4

Los hombres aclamaron desde las murallas del castillo Reikguard cuando los caballeros de Von Volgen y Nordling cruzaron el puente levadizo y pasaron por debajo del arco del enorme cuerpo de guardia. Félix recorrió las defensas con la mirada cuando los carros los siguieron al interior. El foso sobre el que se tendía el puente se agitaba con agua de río de rápida corriente, desviada del Reik, y parecía capaz de arrastrar a cualquier atacante que fuese más pequeño que un gigante. Las altas murallas de piedra que rodeaban el patio de armas eran gruesas, fuertes y estaban bien mantenidas, y la torre del homenaje, encumbrada por encima del patio sobre una colina rocosa a la que sólo se llegaba por una estrecha escalera fácil de defender, parecía aún más fuerte; una fortaleza cuadrada y brutal, de descomunales bloques de granito.

El patio de armas contenía todas las cosas que se esperaba que tuviera un castillo: una herrería, establos, un templo de Sigmar y residencias construidas a medias con madera, apoyadas contra el interior de las murallas exteriores; pero también había un elemento más insólito: un pequeño puerto. El castillo estaba construido en la orilla misma del Reik, al que se abría una puerta de esclusa situada casi directamente enfrente del acceso principal, para permitir la salida y entrada de las naves. Había varias embarcaciones amarradas ante muelles de madera: dos grandes balandros equipados con cañones y colisas, además de unas cuantas barcas de remos más pequeñas. Había también un almacén y barracas de dos pisos junto a los muelles.

Lo que el lugar no parecía tener, al menos no en gran abundancia, era hombres. Félix había esperado ver compañías de lanceros preparadas para marchar al exterior en ayuda de los caballeros; decenas de mozos aguardando para recibir los caballos; docenas de cirujanos de campo y veintenas de sirvientes saliendo a toda prisa a ayudar a los heridos. En cambio, había un cirujano, un hombre encorvado y menudo que parecía una corneja, con un magro puñado de ayudantes, y una rechoncha hermana de Shallya con unas pocas iniciadas, de aspecto muy joven, para ayudarla. Tampoco vio más de una docena de mozos, y aunque los lanceros que guardaban la entrada parecían bastante sanos, eran demasiados los luchadores heridos o mutilados que se apresuraron a acercarse desde los edificios anexos y bajar de las murallas para recibir a los caballeros que volvían.

Había lanceros con muletas, arcabuceros con brazos en cabestrillo, espadones con la cabeza vendada, artilleros a los que les faltaban manos o piernas. Con admirable generosidad cojeaban junto a sus camaradas más enteros para ayudar a los vapuleados caballeros a bajar de los caballos, pero ellos mismos no estaban mucho mejor. Un escalofrío recorrió a Félix al observar la escena. La guarnición del castillo Reikguard no parecía preparada para resistir contra un ejército de diez mil no muertos.

Von Volgen, a quien sus hombres ayudaban a descender del carro del equipaje, debía haber reparado también en eso, porque se volvió hacia Nordling, que estaba entregándole la lanza a un escudero y bajando del caballo.

—General, ¿qué es esto? —preguntó—. ¿Dónde está el resto de vuestros soldados? ¿Está sin defensas vuestro graf?

Nordling levantó el mentón cubierto de negra barba y lo miró con ferocidad.

—La mayoría de los soldados del graf Reiklander están donde muy probablemente se encuentran también los vuestros, en sepulturas meridionales. Talabecland no fue la única provincia que marchó contra los invasores.

—Yo no he dicho… —comenzó Von Volgen, pero el comisario Von Geldrecht lo interrumpió.

—También Reikland entregó a sus mejores y más valientes, señor Von Volgen —declaró mientras se hinchaba y avanzaba para situarse junto al general—. Mi señor Reiklander marchó hacia el norte para dar apoyo a su primo, el emperador Karl Franz, a la cabeza de las tres cuartas parte de las fuerzas del castillo Reikguard. Hace sólo un mes que regresó con menos de una cuarta parte que aún lo acompañaba, y muchos de ellos estaban heridos de gravedad. Debido a esto, contamos con menos de la mitad de las fuerzas.

Von Volgen apretó los dientes.

—Eso es… una desgracia. Yo…, yo esperaba que el castillo Reikguard fuera un baluarte contra las hordas de es nigromante.

—Lo será, mi señor —declaró Nordling con dureza—. Tal vez no contemos con la totalidad de nuestros efectivos, pero no desfalleceremos por eso. —Se volvió hacía Von Geldrecht—. Señor comisario, consultad con el graf. Convocaré a los oficiales y nos reuniremos en el templo para oír su voluntad.

—De inmediato, general —dijo Von Geldrecht, que hizo una reverencia y se alejó a paso rápido hacia la escalera de la torre del homenaje.

Nordling miró otra vez a Von Volgen.

—Mi señor, si estáis lo bastante bien, quizá queráis reuniros con nosotros y contarnos lo que sabéis de esa amenaza.

—Por supuesto —dijo Von Volgen—. Una vez que me hayan vendado las heridas, estaré a vuestro servicio.

Félix observó, frunciendo el ceño, mientras Nordling hacía una reverencia y se alejaba a grandes zancadas hacia los barracones, y los hombres de Von Volgen ayudaban a su señor a tenderse en una camilla y comenzaban a quitarle la armadura. Si Nordling estaba al mando del castillo hasta que el graf Reiklander se recuperara de las heridas, ¿por qué era tarea de Von Geldrecht consultar con el graf?

—Habrá aquí una buena muerte cuando llegue el nigromante —dijo Rodi con tono de aprobación cuando todos comenzaron a bajar del carro de Geert.

Snorri asintió con la cabeza.

—Snorri también piensa que sí.

—Sí —convino Gotrek con voz cansada.

Gotrek metió un hombro por debajo de un brazo de Snorri, y lo ayudo a ir hasta donde los caballeros heridos aguardaban a que los vieran el cirujano del castillo y la hermana de Shallya. Se sentaron, y Kat se quitó el voluminoso abrigo de lana, para luego desatar el lazo de la manga del jubón de cuero endurecido. Félix hizo una mueca de dolor cuando Kat se arremangó. En el antebrazo tenía una magulladura en forma de «U» dejada por las fauces del lobo muerto, con media docena de punzadas ensangrentadas que la perforaban, como rubíes sobre una cinta púrpura.

Other books

A Proper Wizard by Sarah Prineas
Las Armas Secretas by Julio Cortázar
In My Sister's Shadow by Tiana Laveen
One Lucky Cowboy by Carolyn Brown
Wild Bride by Jill Sanders
Shattered Secrets by Karen Harper