—¡Esperad! —gritó Von Kotzebue, y fue tal la autoridad de su voz que los caballeros se detuvieron.
Von Volgen estaba furioso.
—¿Dais órdenes a mis hombres? Ahora estáis en Talabecland, señor. No tenéis ninguna autoridad aquí.
—Es totalmente correcto —reconoció Von Kotzebue, que se inclinó sobre el lomo del caballo—. Pero se me ha ocurrido que, dado que vos y los enanos queréis lo mismo, a saber, la muerte de ellos, deberíais dejarlos lograr el objetivo mientras acaban con nuestro enemigo común en lugar de trabaros en una lucha de la que vuestros propios hombres saldrán heridos o más probablemente muertos.
Von Volgen frunció el ceño.
—¿Cómo va a ser un castigo si se les proporciona lo que ellos desean? ¡Si desean morir, será por ejecución!
—Muy bien, mi señor —dijo Von Kotzebue—. Pero, según recuerdo la ejecución viene después de un juicio y parece…
—¡No hay tiempo para celebrar un juicio! —gritó Von Volgen, que barrió el aire con un brazo para abarcar a los no muertos que se aproximaban—. ¡Estamos a punto de vernos superados!
—Precisamente —dijo Von Kotzebue—. Y ése es el motivo por el que recomiendo que los matadores vayan en busca de su fin y nosotros nos pongamos en marcha.
Von Volgen se mordió el labio inferior, mientras sus coléricos ojos iban de Von Kotzebue a Gotrek y Rodi, luego a los zombies, y de vuelta. Félix no sabía quién estaba más loco, si el lunático que quería matarlos o el demente que parecía encantado con debatir sobre temas legales mientras un ejército de zombies se les echaba encima.
—No —dijo Von Volgen, al fin—. Nos los llevaremos con nosotros, y celebraremos su maldito juicio cuando esto haya acabado. —Les hizo un gesto a los caballeros—. ¡Arrestadlos!
Gotrek y Rodi alzaron las armas cuando los caballeros comenzaron a acercarse otra vez.
—Intentadlo, y entonces sí que habrá un asesinato —dijo Gotrek.
—Gotrek, por favor —susurró Félix—. Estos son hombres del Imperio. Son nuestros aliados.
—No, si intentan arrestarnos, no lo son —lo contradijo Rodi.
—Eso mismo —dijo Snorri, que salió a rastras por la parte posterior del carro—. Nadie se interpone entre un matador y su fin.
—¡Nobles enanos! —dijo Von Kotzebue con voz sonora—. Si sois reacios a derramar sangre de hombres, escuchadme. Iremos al castillo Reikguard, situado a seis días al sudoeste, para reforzar sus defensas y enviar aviso a Altdorf Si nos acompañáis hasta allí sin violencia, yo os garantizo dos cosas: una, un juicio justo dentro de sus murallas, y dos, que esta horda de muertos ambulantes llegará apenas unos días después que vosotros. Si salís airosos del juicio, habrá abundantes oportunidades para que encontréis vuestro fin cuando lleguen. ¿Qué decís?
—Puesto que ése ya ha decidido que somos culpables —replicó Rodi, señalando a Von Volgen con un gesto de la cabeza—, decimos que no.
Félix gimió, pero sacó la espada y se situó junto a los enanos. No quería luchar contra los hombres del Imperio, pero tampoco se quedaría mirando mientras atacaban a Gotrek. Kat sacó el destral del cinturón y se situó a su lado, con las piernas flexionadas.
—Si tú luchas, Gotrek —dijo—, yo lucho.
—Y también Snorri —dijo Snorri manteniéndose en equilibrio sobre una pierna.
Entonces, Gotrek gruñó —fue una maldición en khazalid—, levantó la cabeza y clavó su único ojo en Von Volgen. —Alto —dijo—. Iremos.
Rodi se volvió a mirarlo, pasmado.
—¿Ah, sí?
—Sí —dijo Gotrek sin apartar la mirada de Von Volgen—. Llevaremos vuestras cadenas y nos someteremos a vuestro juicio.
Félix y Von Kotzebue dejaron escapar suspiros de alivio. Los ojos de Von Volgen destellaron.
—Arrestadlos —dijo—. Quitadles las armas y encadenadlos al carro.
Al oír eso, Rodi se erizó y volvió a ponerse en guardia, pero Gotrek dejó que su hacha cayera al suelo con expresión fría e impasible. Rodi se quedó mirándolo, al igual que Félix.
—Tírala al suelo —dijo Gotrek al mismo tiempo que se volvía a mirar al matador más joven—. O yo te tiraré a ti. Tú también, humano. Y tú, pequeña.
Félix se encogió de hombros, se quitó el cinturón con
Karaghul
envainada y lo dejó junto al hacha del Matador. Kat también tiró el destral, pero Rodi permaneció en actitud desafiante durante un largo rato, intentando resistir la torva mirada del destellante ojo de Gotrek, aunque luego maldijo y arrojó el martillo junto al resto de armas.
Los hombres de Von Volgen avanzaron con cadenas y condujeron a Félix, Kat y los matadores al carro, al que los instaron a subir. Cuando se hubieron sentado, los hombres los encadenaron a los laterales incluso a Snorri. Le dieron la llave al conductor, y les dijeron a éste y a los cargadores que quedaban a cargo de los prisioneros y su alimentación, y luego regresaron con sus señores.
—Gotrek Gurnisson —dijo Rodi cuando Von Volgen y Von Kotzebue se alejaron al galope—, quiero una explicación. Me has privado de mi fin.
—Y también me he privado a mí del mío —replicó el Matador, y luego volvió su único ojo hacia Snorri, que miraba hacia atrás, en dirección al valle, ajeno a cuanto sucedía—. Nunca te involucres en el destino de otro matador —murmuró, y eso fue todo.
Cuando se pusieron de nuevo en marcha, caía el último de los soldados de la retaguardia, y los zombies ascendieron hacia el paso, tras ellos, como pus que saliera borboteando de una herida abierta.
Fue una marcha lúgubre. Aunque la mayoría de los hombres estaban heridos y enteramente agotados por haber librado dos terribles batallas consecutivas, no podían detenerse a descansar y vendarse los cortes, con la horda de no muertos tan pegada a los talones. Tuvieron que continuar, cojeando, dando traspiés como si ellos mismos fueran zombies, durante las largas y oscuras horas de la noche, y luego hasta muy adentrado el día, sin reposo adecuado y comiendo al amanecer lo que llevaban en las mochilas, antes de continuar avanzando penosamente por los interminables páramos de las Colinas Desoladas.
Félix, sentado con los hombros caídos en la parte trasera del carro abierto, con la capucha de la capa bien echada sobre la cabeza para protegerse del viento siempre presente, tuvo que sonreír al pensar en el favor que les había hecho Von Volgen. Si el noble hubiera permitido que los matadores hubiesen ido al encuentro de su muerte, y que Félix, Kat y Snorri se hubiesen marchado con el ejército, en ese momento habrían estado caminando penosamente junto al carro, con los demás, kilómetro tras kilómetro. En cambio, como prisioneros, iban en carro mientras los otros caminaban y dormían cuando podían.
Pero el humor de Félix se agrió al ver que hombres que estaban heridos de mucha más gravedad que él morían de pie a su alrededor. A lo largo del día, docenas de ellos cayeron al suelo cuando el agotamiento se impuso, o se desangraron hasta quedar blancos mientras llevaban la camilla de camaradas que estaban peor que ellos. Sin embargo, fueron más los que murieron en los carros antes de que los cirujanos pudieran asistirlos, y no hubo tiempo para enterrarlos adecuadamente ni pudo concedérseles la dignidad habitualmente otorgada a los muertos.
Al principio, para asegurarse de que no volverían a levantarse, se cortaba la cabeza de los caídos y se la envolvía en su camisa para poder enterrarla junto con el cuerpo más tarde. Por desgracia, ese procedimiento tuvo que ser abandonado cuando todas las cabezas cortadas se pusieron a hablar a la vez, susurrando desde su envoltorio que los hombres deberían darse por vencidos que deberían tenderse sin más dejar que el dulce alivio de la muerte acudiera a ellos. Después de eso, todas las cabezas fueron aplastadas a martillazos y dejadas atrás mientras el ejército continuaba su penosa marcha.
Von Volgen y Von Kotzebue, finalmente, decretaron un alto a primera hora de la tarde y dejaron descansar a los soldados hasta la caída de la noche. A lo largo de la columna se transmitió que, durante el resto de la marcha se permitiría que los soldados durmieran durante el día, cuando los zombies eran más débiles y resultaba más fácil verlos llegar. La marcha se reanudaría por la noche para mantenerse por delante de los no muertos.
Durante la primera parada diurna, patrullas cansadas recorrieron el perímetro, y cirujanos de campaña mas cansados aún trabajaron sin parar, intentando salvar las vidas de caballeros, lanceros y arcabuceros cuyas heridas habían permanecido demasiado tiempo sin atención. Debido a que eran prisioneros, los cirujanos pasaron de largo ante Félix, Kat y los matadores, pero el conductor, Geert, y sus dos hombres, aún agradecidos con ellos por haber salvado sus vidas y el cargamento, intimidaron a un cirujano hasta que consintió en verlos, y sus heridas fueron limpiadas y vendadas. El cirujano incluso encontró un poco de brea caliente para cauterizar y sellar la pierna cercenada de Snorri.
Kat sacudió la cabeza mientras miraba el negro muñón del matador.
—Hemos luchado tanto por nada.
—Por nada no —la corrigió Félix, mientras se rascaba por debajo de la venda con que el médico le había envuelto la parte superior del brazo—. ¿Acaso no detuvimos un gran mal que podría haber causado la caída del Imperio?
—Sí —dijo ella con amargura—. Y otro surgió en su lugar, antes de que exhalara el último aliento. ¿Es que nunca va a haber paz?
—Nunca —sentenció Gotrek, que también miraba la pierna de Snorri—. Nunca venceremos.
—Entonces, ¿por qué molestarse en luchar? —preguntó Kat.
—Para no perder.
Kat frunció el ceño.
—No lo entiendo.
—Es una lección que los enanos aprendimos de los tiempos pasados —dijo Rodi, que entonces levantó la cabeza—. Luchamos para defender nuestro terreno. En algunas batallas recuperamos una fortaleza o un salón. En otras nos hacen retroceder. Pero si dejáramos de luchar… —Se encogió de hombros.
Kat se dejó caer contra los tablones laterales porque aquello no le gustaba. Félix tendió una mano para posársela sobre un hombro y descubrió que las cadenas no se lo permitían.
—Snorri piensa que eso es bueno —dijo Snorri, que estaba tumbado—. Significa que Snorri nunca se quedará sin nada contra lo que luchar.
En ese momento, Gotrek volvió la cabeza y clavó una mirada feroz en las interminables colinas, y Rodi clavó una mirada feroz en Gotrek, mientras Snorri cerraba los ojos y volvía a dormirse, felizmente ignorante del torbellino que estaba provocando entre sus compañeros matadores.
Gotrek y Rodi habían estado en silenciosa guerra desde que los habían encadenado, y la tensión que había entre ambos parecía una sexta persona que viajara con ellos en el carro: un ogro dormido, tan grande que obligaba a los demás a apretarse contra los rincones y hacía que les resultara imposible mirarse los unos a los otros. A pesar de la incomodidad, Félix no intentó sacar a los matadores de su enojo con palabras. Sabía que era mejor no hacerlo. Los enanos eran testarudos, y los matadores eran los más testarudos de los enanos. ¿Y qué podía decir, en cualquier caso? El problema de Snorri parecía insoluble.
Un enano se convertía en matador para hacer penitencia por una gran vergüenza; le juraba a Grimnir que moriría en batalla contra los más peligrosos enemigos para expiar su culpa. Si moría de alguna otra manera, o si fallaba su valentía, o si renunciaba a su empresa, no sería recibido en los Salones de Grimnir, y pasaría la eternidad como un desdichado espíritu desterrado, vagando por el ultramundo de los enanos. Snorri no había hecho ninguna de esas cosas prohibidas. Nunca había abandonado su búsqueda, y conservaba la valentía hasta el punto de la temeridad, pero, a pesar de eso, debido a que había perdido la memoria, corría el peligro de morir sin la gracia de Grimnir y quedar condenado para toda la eternidad.
El problema residía en que a un matador también se le exigía que tuviera su vergüenza muy presente en el momento de morir, y Snorri no podía recordar cuál era la suya. Demasiados golpes en la cabeza, demasiados clavos hundidos a golpes en su cráneo para conformar la herrumbrosa cresta de matador… Por lo que fuera, Snorri tenía problemas para recordar incluso a Gotrek, que había sido su amigo durante más de cincuenta años. Obsequiaba a Gotrek con narraciones de su viejo amigo Gotrek, y no lo reconocía como el mismo enano que en ese momento se encontraba sentado junto a él. Pero el peor de esos olvidos consistía en no saber cuál era su vergüenza. Recordaba haberla tenido presente por última vez antes del asedio de Middenheim, pero ahora no lograba traerla a la memoria.
La noticia había constituido un duro golpe para Gotrek. Snorri era uno de sus más grandes amigos, y Félix veía que la idea de que al viejo matador pudiera negársele la entrada en la vida ultraterrena de los enanos le dolía a Gotrek más que cualquier herida que hubiese sufrido jamás. De hecho, había hecho que liberara a Félix del juramento de dejar constancia de su fin en un poema épico, para que pudiera escoltar a Snorri durante el peregrinaje hasta la fortaleza de Karak-Kadrin, donde podría rezar en el santuario de Grimnir, el dios matador, para pedir la recuperación de la memoria. Cuando Félix hubiera concluido esa tarea, quedaría libre del juramento prestado, y podría vivir su vida como mejor le pareciera por primera vez en más de veinte años.
Por desgracia, Gotrek se encontraba con que la tarea de mantener a Snorri con vida interfería con su necesidad de buscar la muerte y, todavía peor, había hecho que él mismo interfiriera también en la búsqueda de la muerte por parte de Rodi. Félix sabía que a Gotrek no le había gustado decirle a Rodi que no podía luchar contra los hombres de Von Volgen, pero si se hubiera producido el combate, Snorri podría haber resultado muerto, y eso era impensable. Así que mientras el problema de Snorri no quedara resuelto de alguna manera, Rodi miraba con ferocidad a Gotrek, y Gotrek miraba con ferocidad a Rodi, en tanto Félix y Kat intentaban descansar y hacer el menor caso posible del adormilado ogro crecido a la sombra del enojo de ambos.
No se produjo ataque ninguno durante la breve parada de la tarde, al menos no desde el exterior del campamento, pero hubo hombres que se habían tendido a dormir con apenas un suspiro de vida, y, más tarde, habían muerto y habían atacado a sus compañeros de tienda. Félix se despertó dos veces, sobresaltado por alaridos, hasta que se transmitió la orden de que cualquier hombre que corriera peligro de morir mientras dormía debía ser atado dentro del saco y amordazado para que no pudiera morder.