—Sí, mi señor —intervino Kat—. Por favor.
Los nudillos de las manos de Von Volgen estaban tan blancos como el hueso, y las venas de su cuello abultaban como cuerdas. Félix temió que fuera a pegarle, pero cuando habló, lo hizo en voz baja y con palabras mesuradas.
—
Herr
Jaeger, os agradezco la elevada opinión que tenéis de mis capacidades —dijo—. Pero no importa lo que yo quiera. Aquí no tengo ninguna autoridad. Puedo aconsejar. Puedo sugerir, pero sería motín por mi parte, sería traición, en realidad, si intentara arrebatar el mando al hombre a quien se lo ha entregado el legítimo señor de este castillo, y yo no cometeré traición.
—¡Pero vuestros hombres podrían morir! —susurró Félix—. ¡Los hombres de él podrían morir! ¡Por la barba de Sigmar, si Kemmler toma el castillo Reikguard y nos conduce a todos a Altdorf, podría ser el Imperio el que muriera! ¿No es ésa una traición aún mayor?
Von Volgen se volvió para contemplar otra vez el infinito ejército de cadáveres, con el ceño fruncido.
—Vuestros argumentos son convincentes —dijo al fin—, pero no puedo aceptar. La ley es la fuerza de nuestro Imperio,
herr
Jaeger. Más que la fuerza de los brazos o la fe en Sigmar, las leyes que unen a señor con señor y a señor con campesino nos protegen. Nos permiten confiar los unos en los otros, unirnos y saber que el fuerte no se aprovechará del débil en los tiempos de crisis.
—Pero si vos no vais a aprovecharos —dijo Kat—. Vos no sois ese tipo de gobernante.
Von Volgen la interrumpió, alzando una mano.
—Hoy no lo soy —dijo—. Hoy usurpo el control del castillo Reikguard por la noble causa de salvar al Imperio. Pero ¿cuál será la excusa de mañana? ¿Tomaré el mando de las fuerzas de mi vecino porque está perdiendo una guerra contra los hombres bestia? ¿Derrocaré al conde elector de Talabecland porque gobierna mal? —Negó con la cabeza—. Un hombre podría transgredir la ley con la mejor de las intenciones, pero cuando se da cuenta de lo fácil que resulta, se convierte en hábito, y entonces está perdido. Lo siento, amigos. Le proporcionaré al comisario Von Geldrecht todo el auxilio que pueda, pero es él quien manda aquí, y yo no cambiaré eso. Ni permitiré —dijo al mismo tiempo que volvía la mirada hacia ellos— que lo haga nadie más. ¿Lo habéis entendido?
Félix bajó la mirada para ocultar el enojo que ardía en sus ojos, y oyó que Kat gruñía a su lado. Entendía el razonamiento de Von Volgen, pero ¿qué importaba lo que un hombre pudiera estar tentado de hacer en un futuro lejano cuando lo que hiciera en ese momento podría salvar cientos de vidas? ¡Resultaba enloquecedor! Por desgracia, no parecía tener ningún sentido continuar discutiendo. El señor había tomado una decisión.
—Lo entiendo, mi señor —dijo Félix, al fin—. Perdonadme por sugerirlo. Al parecer, lo único que me resta es abrigar la esperanza de que el señor comisario os escuche.
Comenzó a bajar hacia el patio de armas para reunirse con los matadores, que aún estaban absortos en la conversación con Volk, y dejó a Von Volgen sobre la muralla, contemplando la interminable horda de zombies.
—Todavía no —dijo Gotrek, que miraba hacia abajo por encima de las almenas orientales, en dirección al dique—. Todavía no.
—No lo dejéis para demasiado tarde,
herr
Matador —dijo Von Geldrecht con ansiedad—. Ya no tenemos suficientes hombres como para montar una defensa adecuada.
—¿Y de quién es la culpa de que así sea? —murmuró Kat.
Félix le lanzó una mirada de advertencia, y luego dirigió la vista hacia el bosque. Tras un largo día de reparaciones y preparativos, comenzaba a caer la noche y la horda iba a por ellos, esa vez en masa. Los hombres apostados a lo largo de las murallas ya robaban escalas y cortaban cabezas, al haber comenzado los zombies su incesante ascenso. Detrás de ellos, Félix vio que las tres nuevas torres empezaban a ser arrastradas por nuevos tiros de hombres bestia desollados, mientras cinco onagros lanzaban piedras, zombies en llamas y cadáveres putrefactos por encima de las murallas. También avanzaba con lentitud un arma nueva, un artefacto largo y bajo que se dirigía en línea recta hacia la puerta principal. Tenía cubierta como los matacanes, y ruedas como los carros, y debajo colgaba un enorme ariete mediante cadenas, rematado en la parte frontal por lo que parecía el cráneo lleno de bultos de un gigantesco mutante, el cual tenía una cresta de púas de hierro que recorría su centro.
—Eso le recuerda algo a Snorri —dijo Snorri.
—A mí me recuerda a Snorri Muerdenarices corriendo al retrete —dijo Rodi.
—No —dijo Snorri—. No me refería a eso.
Félix desplazó la mirada hacia el dique. Tal y como Gotrek había predicho, los zombies que lo vigilaban estaban empezando a desviarse hacia las murallas, atraídos por el ruido y la violencia como polillas hacia una llama, y se unían a sus hermanos muertos para trepar hacia lo alto de la muralla.
—Ahora —dijo Gotrek—. Bajad las cargas.
Volk asintió con la cabeza e hizo una señal a dos hombres que sujetaban una cuerda, en cuyo extremo habían atado cuatro mochilas llenas de cargas de pólvora. Un tercer hombre empujó las mochilas fuera de la muralla, y los que tenían la cuerda empezaron a bajarlas, mientras Gotrek y Rodi se ataban otras cuerdas en torno a la cintura y se acercaban a la muralla. Snorri recogió la cuerda de Gotrek, mientras que otros tres arcabuceros de Volk hicieron lo mismo con la de Rodi.
—Preparados —dijeron Gotrek y Rodi, a la vez, y recularon para bajar de la muralla, momento en que Snorri y los arcabuceros se pusieron a darles cuerda poco a poco.
Félix contuvo la respiración mientras duró el descenso de los matadores, y Kat puso una flecha en el arco y observó el cielo por si veía murciélagos u otros ojos espiando, pero no vio nada parecido. Llegaron al suelo sin incidentes, luego se desataron y sacaron las hachas mientras las cuerdas volvían a deslizarse muralla arriba. Entonces, les llegó el turno a Félix y Volk.
—No te preocupes, joven Félix —dijo Snorri cuando Félix se ató la cuerda alrededor de la cintura y el viejo matador la recogió—. Snorri no te dejará caer.
—Ese es el último de mis temores, Snorri —le aseguró Félix.
Le dedicó a Kat un pequeño saludo nervioso. Después se encaminó hacia fuera de la muralla y comenzó a descender junto con Volk, mientras Snorri y los arcabuceros iban soltando cuerda lentamente.
Durante el descenso, los ojos de Félix iban con nerviosismo del cielo al suelo, y de éste al dique, esperando ver, en cualquier momento, zombies que rodeaban la esquina con paso tambaleante, o murciélagos que giraban en el cielo para caer sobre ellos. Sería una pesadilla que aquellos acuchilladores con alas lo sorprendieran colgando a media altura de las murallas. Pero, a pesar de sus miedos, él y Volk llegaron sanos y salvos a la estrecha franja de juncos de la orilla del Reik, y se hundieron hasta los tobillos en fango frío.
Volk se sujetó al cinturón una lámpara de tormenta hecha de vidrio, luego levantó con un gruñido una de las mochilas, que se colgó de los hombros, y sostuvo la otra para que Félix se la pusiera.
—Aquí tenéis,
herr
Jaeger —dijo, sonriendo—. Vuestro propio hatillo de alegría.
Félix sonrió débilmente, pasó los brazos por dentro de las correas, y encogió los hombros a la vez que le daba impulso para colocarla lo más arriba posible de la espalda. Nunca se sentía muy cómodo con explosivos sujetos a la espalda. Era algo que le provocaba picores.
—Quedaos agachados. Guardad silencio —dijo Gotrek, para luego volverse y meterse a grandes zancadas en el río.
Félix, Rodi y Volk se deslizaron tras él. El agua estaba helada y la corriente era fuerte y muy rápida, incluso tan cerca de la orilla, pero el grueso de los zombies estaba justo al otro lado del montículo cubierto de cortaderas que corría paralelo al río, y si los hombres y los matadores no querían que los vieran, tenían que permanecer tan agachados como pudieran durante todo el tiempo posible.
Avanzaron con dificultad unos cuarenta pasos a lo largo del río, pero al aproximarse al dique, la orilla comenzó a estrecharse aún más, mientras que los bajíos se hicieron más profundos y la corriente más rápida, hasta que, por fin, llegaron a los flancos del dique, construidos con pesadas piedras que se alzaban del agua como la entrada de un descomunal mausoleo cubierto de algas. Allí, los bajíos cesaban por completo y la fungosa orilla desaparecía en un rugiente torbellino de corrientes cruzadas.
Al resultarles imposible continuar por el río, Gotrek, Félix, Rodi y Volk treparon a la inclinada pendiente de piedra, y asomaron la cabeza justo lo suficiente como para mirar por encima. Félix se estremeció.
Visto desde el suelo, el panorama de la horda de Kemmler en movimiento era aún más horrendo que cuando se lo miraba desde lo alto de las murallas. Miles y miles de no muertos avanzaban con paso tambaleante en infinita masa, mientras las deformes torres colmena, en lo alto de las cuales aullaban los necrófagos, se movían a tirones y oscilaban por encima de ellos como seres vivos. Las torres ya estaban a medio camino del castillo, y se acercaban a él con rapidez, y el ariete cubierto avanzaba a una velocidad aún mayor y llegaría a la puerta principal en pocos minutos. Y mientras el resto del ejército de no muertos continuaba adelante, los onagros se habían detenido y se habían instalado como arañas dispuestas a saltar, y lanzaban piedras y llameantes cadáveres hacia las murallas con la regularidad de máquinas de relojería. ¿Cómo podía la asediada guarnición del castillo Reikguard abrigar la esperanza de detener a una hueste tan vasta y aterradora? A Félix le resultaba difícil imaginar que ni siquiera el poder combinado de todo el Imperio pudiera lograrlo.
—Trabajad con rapidez —dijo Gotrek—. Estaremos a plena vista. —Señaló a Volk—. Vos y el humano colocaréis las cargas detrás de la viga superior. Balkisson y yo las pondremos en la inferior, y luego os pasaremos las mechas hacia arriba. Vosotros las traeréis de vuelta aquí, a la orilla, fuera de la vista.
—Sí,
herr
Matador —dijo Volk.
Gotrek lo miró a los ojos.
—Y no las encenderéis hasta que yo lo diga.
Volk tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Entendido,
herr
Matador.
—Entonces, id —dijo Gotrek.
Y con eso, él y Rodi corrieron hacia la izquierda para saltar dentro del foso. Félix y Volk treparon por la inclinada orilla de piedra hasta lo alto, manteniéndose tan agachados como podían, y bajaron los ojos hacia el interior del canal para mirar las grandes compuertas de roble. Vistas de cerca, resultaban aún más impresionantes que desde el castillo. Eran tan gruesas que Félix podría haber caminado por la parte superior para cruzar hasta la otra orilla sin tener que poner un pie delante del otro, y tan altas que un gigante no podría haber mirado por encima de ellas, mientras que las fajas de hierro que las cruzaban para reforzarlas y mantener unidos los tablones de roble tenían un grosor de dos centímetros y medio. Y la resistencia y grosor del dique tampoco parecían menos necesarios. El agua golpeaba contra las compuertas con un constante atronar ensordecedor, que incluso ahogaba el retumbar de las torres de asedio que se acercaban al castillo. Félix percibía el poder que tenía a través de las suelas de las botas.
Volk señaló la viga superior de las dos que mantenían cerradas las compuertas. La de abajo las atravesaba a una altura de un metro y medio del fondo del foso, más o menos, mientras que la de arriba se extendía a un metro y medio aproximadamente de la parte superior de las compuertas. Ambas eran gruesas como troncos de árbol y estaban firmemente encajadas en agujeros de las pendientes de piedra.
—¿Os apetece bajar hasta ahí y que os pase las cargas? —preguntó Volk.
Félix tragó saliva. Quizá la viga fuese gruesa, pero mantenerse en equilibrio sobre ella mientras intentaba colocar los explosivos en su sitio no parecía ser una idea demasiado atractiva.
—«Apetecer» sería un término demasiado fuerte —dijo mientras se quitaba la mochila—. Pero para eso he venido.
Félix se sujetó a la parte superior de la compuerta y descendió hasta la viga. La madera vibraba bajo su mano debido a la corriente de agua que golpeaba por detrás, y cuando sus pies tocaron la viga sintió que se flexionaba al empujar las compuertas contra ella. Jaeger se estremeció. Aquél no sería el mejor lugar en el que estar cuando las puertas se abrieran por fin.
Volvió a mirar a la horda cuando levantó las manos hacia Volk, pero parecía que ninguno de los no muertos miraba en su dirección. Todos los zombies avanzaban con torpeza hacia el castillo o se apiñaban en torno a la escalera, y los necrófagos que pululaban por la parte superior de las torres de asedio estaban lejos. Una mirada que dirigió hacia el cielo no le reveló nada, por desgracia. Estaba demasiado oscuro como para ver si había murciélagos volando en círculo.
Volk metió el antebrazo dentro de un rollo de mecha lenta, y luego se inclinó hacia abajo con una carga fabricada con un trozo de tubería.
—Id hacia la mitad y encajadla tan apretadamente como podáis entre la compuerta y la viga. Luego, volved por la segunda.
Félix estuvo a punto de perder el equilibrio al cogerla. Era más pesada de lo que había esperado. Sé enderezó agitando los brazos con desesperación; luego se recostó de espaldas contra la compuerta y comenzó a desplazarse de lado hacia el centro, con el corazón acelerado, mientras la mecha lenta se desenrollaba detrás de él.
Cuando llegó a la mitad de las compuertas, se arrodilló y colocó la carga detrás de la viga, en el espacio vacío que quedaba entre dos bandas de hierro. Empujó la carga para que quedara bien encajada. Por debajo de él, los matadores estaban haciendo lo mismo. Rodi había trepado sobre la viga inferior, mientras que Gotrek le pasaba las cargas desde el suelo.
Cuando la carga quedó tan bien colocada como podía, Félix se volvió hacia Volk, que extendió un brazo desde lo alto para entregarle la segunda.
—La cantidad de pólvora parece pequeña —dijo Félix, mientras la sujetaba con más cuidado esa vez—, para romper unas puertas tan sólidas.
Volk le dedicó una desagradable media sonrisa.
—¡Ah!, bueno, es que, veréis, el agua está haciendo la mayor parte del trabajo. Lo único que las cargas tienen que hacer es provocar una pequeña rajadura, y el agua las abrirá de par en par.