Por todo el patio de armas, los hombres miraron hacia lo alto, estremeciéndose ante esa llegada antinatural de la noche, pero luego, en el segundo siguiente, se produjo un cegador destello de rayo y un enorme restallar de trueno justo encima de sus cabezas, y las nubes descargaron al fin.
Se oyeron gritos de alegría en todos los rincones del castillo cuando cayó sobre ellos un diluvio de gruesas gotas que se les aplastaban sobre la cara y les empapaban la ropa. Los hombres corrían con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás, riendo como histéricos. Félix no pudo evitarlo. A pesar de sus preocupaciones, se unió a los demás. Cerró los ojos y extendió los brazos para dejar que se le empapara la ropa, pero cuando abrió la boca para dejar que las gotas le cayeran en la lengua, percibió un extraño pero familiar aroma metálico y frunció la nariz.
—¡Sangre! —gritó alguien—. ¡Que Sigmar tenga piedad de todos nosotros! ¡Está lloviendo sangre!
Por todo el patio de armas, los defensores estaban dándose cuenta de lo que sucedía, y se detenían en seco. Algunos se quedaban mirando las nubes, sin comprender, y dejaban que la lluvia roja les cayera en la cara. Otros se estremecían y vomitaban, con una repulsión absoluta, y se lanzaban al agua del puerto para intentar limpiarse, pero la gran mayoría simplemente se enfurecía y lloraba, ya que sus esperanzas de salvación se habían elevado tanto que el impacto de la decepción era demasiado grande como para poder soportarlo.
Un sirviente que sostenía una cacerola con manos temblorosas miraba la sangre que se acumulaba dentro.
—No está bien. No está bien.
—¿Qué vamos a beber? —preguntó un espadón mientras se enjugaba la cara—. Se ha metido en todas partes.
Entonces, del otro lado de las murallas les llegó el ya familiar retumbar de las torres de asedio de Kemmler y el parloteo de los necrófagos.
—¡Ya llegan! —vociferó un arcabucero desde lo alto de las murallas—. ¡A las murallas! ¡A las murallas!
Kat y los matadores se encaminaron de inmediato hacia la escalera, mientras capitanes y sargentos les gritaban a sus hombres e intentaban calmarlos, haciéndoles soltar a golpes los recipientes y poniéndolos de pie a tirones, pero cuando Félix partió tras sus camaradas, Von Volgen pasó junto a él en dirección a Von Geldrecht, y saludó.
—Parece que no voy a poder beber agua, mi señor —dijo al mismo tiempo que le tendía la espada—, así que soy vuestro prisionero.
Von Geldrecht apartó los ojos de las hemorrágicas nubes y se quedó mirándolo. La sangre le corría por la cara.
—¿Estáis…, estáis loco? —jadeó—. ¡Subid a las murallas! ¡Tomad el mando de vuestros hombres!
Von Volgen inclinó la cabeza con rostro impasible.
—Muy bien, mi señor. Gracias. ¿Y podría yo sugeriros que hagáis eso mismo?
Von Geldrecht dirigió una mirada iracunda a la espalda de Von Volgen, enfurecido otra vez, cuando el de Talabecland dio media vuelta y se apresuró a acudir junto a sus hombres, pero la pulla pareció dar resultado, porque cuando Félix corrió tras Kat y los matadores, oyó que el comisario gritaba detrás de él.
—¡A las murallas, hombres de Reikland! —rugió—. ¡Por el castillo Reikguard! ¡Por el graf!
Los zombies ya estaban pasando por encima de las almenas cuando Félix, Kat y los matadores llegaron a lo alto de las murallas. Zarpas putrefactas y fauces que escupían gusanos intentaban arañar y morder a los defensores que corrían a rechazar a los muertos y hacer caer sus escaleras. Pero los cadáveres eran sólo la primera oleada. Detrás de ellos, surgiendo de la niebla como fantasmas de gigantes amortajados de movimientos convulsivos, llegaron las torres de asedio de Kemmler, cuyos tiros de cadáveres de hombres bestia desollados marchaban por encima de puentes de muertos, y cuyas plataformas superiores estaban atestadas de necrófagos de ojos rojos que chillaban. Como antes, dos de las torres avanzaban para situarse a ambos lados del cuerpo de guardia, mientras que la tercera se dirigía hacia la esquina más cercana al dique volado y vuelto a formar, y las tres iban a tocar la muralla antes de que los hombres del castillo Reikguard lograran montar una defensa sólida. No había manera de que pudieran evitar que establecieran una posición firme sobre la muralla.
—Nosotros defenderemos el cuerpo de guardia hasta que los humanos despejen el parapeto —dijo Gotrek, que cargó como un toro hacia la puerta de acceso al piso superior del cuerpo de guardia—. Snorri Muerdenarices, tú y Rodi Balkisson defender esta puerta —añadió—. El humano, la pequeña y yo defenderemos la puerta del otro lado.
—¿Estás dándome órdenes, Gurnisson? —gruñó Rodi, y se irguió.
Gotrek no se volvió a mirarlo.
—Haz lo que te parezca, Balkisson.
—Snorri no necesita ayuda de nadie, Rodi Balkisson —dijo Snorri—. Puede defender la puerta él solo.
Rodi le lanzó una mirada colérica al viejo matador, y luego continuó andando con los otros. Un arcabucero estaba cerrando la puerta en ese preciso momento. Gotrek la detuvo con una mano.
—Dejadnos entrar.
El arcabucero maldijo y se apartó a un lado.
—Deprisa, entonces —les espetó—. Ya están aquí.
Félix se volvió a mirar hacia atrás cuando la muralla se sacudió bajo sus pies. La torre de asedio central había impactado contra las almenas, y los necrófagos se lanzaban bajo el techo de los matacanes para atacar a los defensores con dientes, garras y huesos afilados.
—Adentro —dijo Gotrek.
Félix y Kat atravesaron la puerta tras él, mientras Snorri y Rodi se volvían para defenderla.
—Snorri te verá en los Salones de Grimnir, Gotrek Gurnisson —dijo Snorri por encima de un hombro.
Gotrek se volvió con brusquedad y le dedicó una mirada colérica.
—Tú no irás a los Salones de Grimnir, Snorri Muer…
El arcabucero lo interrumpió al cerrar la puerta de golpe, luego dejó caer una gruesa barra de hierro atravesada ante ella, y los condujo al otro lado de la pequeña habitación mientras Gotrek maldecía. En el centro de la sala se encontraba el mecanismo que subía y bajaba el puente levadizo y el rastrillo, y abría las puertas. Era la razón por la que había que defender el cuerpo de guardia a toda costa. Si los necrófagos lograban entrar allí, no habría nada que pudiera impedirles abrir la puerta principal y dejar entrar en el castillo a la totalidad de los diez mil zombies.
Un segundo impacto hizo temblar la sala cuando llegaban a la otra puerta, y los arcabuceros que estaban acuclillados ante las saeteras alzaron la mirada con inquietud.
—Dejadnos salir —dijo Gotrek.
El arcabucero palideció al mirar por la saetera que había junto a la puerta.
—¡Pero si ya llegan! ¡Están sobre la muralla!
Gotrek fijó en él su único ojo de expresión feroz. —Dejadnos salir —repitió.
El arcabucero tragó saliva, retiró la barra de la puerta y la abrió.
—¡Marchaos! ¡Marchaos!
Los enemigos estaban llegando, en efecto. Cuando Gotrek, Félix y Kat salieron a la roja lluvia y el arcabucero cerró la puerta tras ellos, una ola blanca de necrófagos que parloteaban se lanzó desde la torre de asedio hacia los muy diezmados caballeros y lanceros que defendían las almenas.
La primera oleada los hizo retroceder de las almenas, y la segunda pasó en masa por la derecha y la izquierda, la mitad hacia los indefensos grupos de artilleros de los cañones, y la otra mitad dando saltos directamente hacia Gotrek, Félix y Kat, chillando como monos dementes.
Fue una lucha enloquecida y miserable. La lluvia de sangre entraba por debajo del techo de los matacanes en torrentes casi horizontales, cegándolos y volviendo las piedras del parapeto resbaladizas e inseguras. Félix acometía a los necrófagos como si pisara hielo, ya que sus pies resbalaban y patinaban, estorbándolo al atacar y bloquear. Su debilidad tampoco lo ayudaba.
Hacía cuatro días que no comía nada más que una galleta cada tanto, y se sentía vacío. Le daba vueltas la cabeza. La muralla, el matacán y el cielo giraban en torno a él, y se negaban a permanecer en el lugar que les correspondía. A su lado, Kat oscilaba y daba traspiés como si se hubiera bebido todo un barrilete de coñac. La única razón por la que los dos continuaban con vida era que se encontraban en un espacio estrecho, y Gotrek estaba recibiendo la mayor parte de los ataques, pero Félix comenzaba a preguntarse durante cuánto tiempo más aguantaría el Matador.
Mientras luchaba, reparó en que los resuellos y las toses de Gotrek eran peores que antes, y la cara se le ponía tan encendida como un tizón. A pesar de eso, sus poderosos brazos no paraban de moverse ni por un instante, y su hacha no dejaba de ser una destellante franja de acero incansable que asestaba tajos a la horda que los rodeaba. Los necrófagos caían ante él hechos pedazos —cabezas, brazos y piernas volando en todas direcciones—, y sus cuerpos se desplomaban a diestra y siniestra. Su sangre se mezclaba con la sangre que llovía del cielo, y corría por el canalón que había a lo largo de la muralla, para caer por los desagües pluviales.
Por desgracia, el grupo de artillería del extremo opuesto de la muralla no contaba con Gotrek para que le protegiera y Félix lo vio caer bajo una pululante masa de carne pálida defendiendo el cañón hasta el final, y luego los necrófagos se lanzaron hacia abajo por la escalera y llegaron al patio armas. A Félix se le heló la sangre al seguirlos con la mirada. No eran los únicos no muertos que habían logrado pasar por encima de las murallas.
Los zombies estaban por todas partes, y deambulaban sin oposición por las almenas, mientras los hombres intentaban ocuparse de la más desesperante amenaza de las torres de asedio y los necrófagos. Pero también los necrófagos se habían abierto paso al interior. Los caballeros de la muralla oriental habían sido vencidos, y los horrores pasaban por encima de sus cadáveres para saltar al tejado de las residencias y bajar al puerto. Otros avanzaban a brincos hacia los caballeros que se habían reunido para defender las puertas inferiores del cuerpo de guardia, y entre ellos flotaban hinchadas formas negras, espectros y doncellas espectrales que hacían retroceder a los defensores con sus alaridos sobrenaturales.
—Gotrek, están dentro —dijo Félix—, y atravesarán las puertas inferiores del cuerpo de guardia antes que éstas.
El Matador asintió con la cabeza y comenzó a avanzar, con el hacha convertida en un borrón.
—Por la escalera, entonces —resolló.
Félix y Kat lo siguieron, asestando tajos y estocadas por encima de los hombros de Gotrek, mientras él acababa con los demonios en un torbellino de sangre y acero. Las garras y dagas de hueso de los necrófagos no podían atravesar la barrera que la veloz hacha trazaba en el aire, ni podían defenderse de ella, y después de que un puñado de ellos quedara reducido a trozos de carne y sesos aplastados, los demás huyeron aterrorizados, aunque el camino no quedó libre. Detrás de los necrófagos ya había zombies que habían salido de las entrañas de las torres de asedio y se apiñaban sobre la muralla en inconsciente masa.
Cuando Gotrek se lanzó hacia ellos como un toro que atravesara un campo de maíz, comenzaron a morir descuartizados, decapitados y pisoteados. Sin embargo, antes de que él, Félix y Kat se hubieran abierto paso hasta la mitad de la muralla, un grito y el estruendo de algo que se hacía pedazos le indicó a Félix que no había servido de nada.
Las doncellas espectrales habían hecho que los caballeros huyeran aterrorizados de las entradas inferiores del cuerpo de guardia, y un enorme cadáver de hombre bestia estaba abriéndose paso a golpes a través de la puerta de la izquierda, usando sus cuernos como si fueran un puño cerrado para romper la madera. Bosendorfer, Von Volgen y los demás defensores que quedaban cruzaron corriendo el patio de armas para detenerlos, pero llegaron demasiado tarde. Los necrófagos se apiñaron en torno al hombre bestia zombie cuando la puerta se hundió; y penetraron en masa por la entrada como perros terrier en un agujero de ratas.
Gotrek mató al último de los zombies y llegó a la escalera sólo un segundo después, y él, Kat y Félix se lanzaron otra vez al exterior, bajo el aguacero de sangre, para bajar al patio de armas y unirse a los otros. Un tremendo golpe hueco los sacudió al acercarse, y el rastrillo se levantó con brusquedad en medio de un estruendo rechinante de engranajes y cadenas. Félix maldijo. Los necrófagos lo habían logrado. Habían matado a los arcabuceros y habían llegado al mecanismo. El puente levadizo estaba abajo, y la puerta principal se abría.
—¡Retroceded! —gritó Von Geldrecht desde algún sitio del otro lado del patio de armas—. ¡Escaleras arriba! ¡A la torre del homenaje!
—¡Resistid! —contramandó Von Volgen, situado mucho más cerca—. ¡Resistid! ¡Bloquead la puerta!
Ambas órdenes fueron ahogadas por un atronar de cascos que atravesaban el puente levadizo. Félix se volvió a mirar, y vio que los esqueléticos jinetes acorazados que habían perseguido a la columna de Von Volgen cuando corrían hacia el castillo Reikguard, cinco días antes, entraban por la puerta en atronadora formación de cuatro en fondo. Tenían un nuevo jefe, una esquelética no muerta sin armadura y con largo pelo rubio sujeto al cráneo mediante una corona de oro, y la pelvis rodeada por la falda medio podrida de una reina bárbara. La reina guerrera muerta cabalgaba sobre un caballo de boca llameante y sostenía en alto una maza de pinchos que ardía con fuego verde azulado.
Ella y sus jinetes atravesaron la línea precipitadamente reunida por Von Volgen, como si no existiera, aplastando caballeros bajo los destellantes cascos y desplegándose por el patio de armas para atropellar a los hombres que huían, seguidos por una oleada de terribles lobos que entró tras ellos para arrancarles la garganta a los caídos.
Gotrek fijó su ojo en la reina, y echó a andar a través de la roja lluvia con un gruñido, mientras ella le saltaba los sesos a un lancero con la maza. Félix y Kat siguieron al matador, que hacía pedazos a tajos cualquier cosa que se interpusiera entre él y la reina no muerta: zombies, necrófagos, lobos y los no muertos montados que le dirigían tajos al pasar galopando.
Ante el cuerpo de guardia, Von Volgen estaba rindiéndose a lo inevitable mientras se levantaba del suelo y miraba a su alrededor. Su formación había sido desbaratada y ya no podían defenderse las puertas. Los zombies entraron detrás de los lobos en número de un millar y se extendieron como lava gris que avanzara lentamente por el patio de armas.