Pepita, lánguida y demacrada, no ha puesto atención. Está llorando. Ángela, comprensiva, toma la mano de Pepita.
—¿Es por Pepe qué lloras? —le pregunta.
Pepita llora más. Cuando se le acaba el llanto, le empieza el hipo. Ángela espera, pacientemente, la respuesta.
—Ángela, qué dolor. Es cortés, pero no cariñoso. No me ha dicho nada de lo que yo quiero oír. Casi no me mira, y cuando lo hace, parece como si ya no se acordara… de… todo aquello.
Ángela se levanta de la silla Luis XVI, va al tocador, toma un chocolate, se lo come y le ofrece la caja a Pepita, mientras hace esta reflexión:
—Desgraciadamente, Pepita, no mandamos en los espíritus de los demás. Estas cosas, cuando ocurren, que es muy triste que ocurran, hay que aceptarlas y seguir adelante.
—Pero yo tengo treinta y cinco años, Ángela. A este hombre le di mi juventud.
—Porque quisiste. No se lo reproches.
—¡Sus cartas eran tan cariñosas!
—¿Pero cuánto tiempo hace que dejó de escribirte?
Pepita baja la mirada y traga el chocolate antes de contestar:
—Doce años.
—¿Ves? Tú no lo olvidaste, pero no puedes exigirle a un hombre lo mismo. Estás siendo injusta con él.
Pepita alza la mirada y la fija en el rostro de Ángela.
—¿Crees que no hay esperanzas?
Ángela, incómoda, decide ser franca.
—Por lo visto, ninguna.
Pepita, ante la confirmación de sus sospechas, reflexiona:
—Yo estaba resignada. Era feliz. Pero ahora, su presencia… me ha causado mucho daño.
Pepita vuelve a llorar, y Ángela a tomarle la mano. Después, en vista de que el llanto no acaba, se pone de pie, con ligera impaciencia, y dice:
—Bueno. Es hora de irnos a la junta.
Ángela, Pepita, la Parmesano, Malagón y el Padre Inastrillas, tienen cita con Bertoletti, el director del Teatro de la Ópera de Puerto Alegre, para ver lo del decorado. Pepita deja de llorar.
—Límpiate esa cara —ordena Ángela.
Pepita Jiménez entra en el baño. Ángela, a solas, se mira en el espejo y se toca la piel de la mejilla.
Don Carlitos, peripuesto, como un mosco bien vestido, sube la escalera dando brinquitos, lleno de decisión, de esperanzas, de ideas que él cree geniales, que acaban de ocurrírsele en el bar del Casino con ayuda de Barrientos y de don Bartolomé González; sabedor de los riesgos que corre, del peligro que existe de que Ángela lo mande a freír espárragos cuando le pida una fiesta para Belaunzarán, preparado a mentir.
En este estado de ánimo llega al hall del primer piso. Va a la puerta del boudoir de su mujer, se detiene un momento, preparando la frase con que va a empezar su petición, y llama con golpe coqueto.
—¡Adelante!
Don Carlitos entra. Al ver a Ángela y a Pepita listas para salir a la calle, de sombrero y collares, se desconcierta.
—Vienes borracho —dice Ángela.
—Falso. Tomé una copita nada más.
—Vamos a una junta en el teatro —dice Ángela, calándose un guante, dando por terminada la entrevista.
A don Carlitos le importa un pepino el destino de su mujer. Al ver su plan en peligro, decide tomar la ofensiva:
—Angelita, vengo a pedirte un favor.
—No tengo tiempo de hacer favores —dice Ángela—, voy de salida.
—Ni yo tengo tiempo de esperar a que regreses —contesta don Carlitos, y agrega, dirigiéndose a la Jiménez—: Niña, tápate los oídos, que ésta y yo tenemos que hablar a solas un minuto.
Ángela, ante lo inevitable, le pide a Pepita:
—Espérame abajo.
Cuando Pepita ha salido, don Carlitos se acerca a su mujer y le dice, como en secreto:
—¡Todavía hay esperanzas!
—¿De qué? —pregunta la otra.
—De salvar la Cumbancha. Pero necesito que tú me ayudes. Para ser franco, necesito que tú me salves.
Ángela, severa, le pregunta a su marido:
—¿Qué estás tramando?
Don Carlitos, fingiendo estar encantado, como quien da la mejor noticia del siglo, dice:
—¡Belaunzarán quiere ser socio del Casino!
Da un paso atrás, para ver mejor el efecto que estas palabras producen en su mujer. Ella no se inmuta.
—¿Y a mí qué me importa? —pregunta.
Don Carlitos no se desanima. Vuelve a la carga con la segunda parte de la mentira:
—Espera a que oigas esto: la Mesa Directiva se ha juntado para discutir la solicitud, y la ha rechazado.
—¡Bien hecho! —dice Ángela.
Don Carlitos levanta una mano para poner freno a la aprobación justiciera de su mujer, y prosigue:
—No cantes victoria, que todavía no has oído el final. Belaunzarán ha sido rechazado, no por asesino, como le dices tú, ni por mulato, como le dicen otros —se retira otra vez, como apuntando para dar el golpe de gracia—. Su solicitud fue rechazada porque no cumple con una formalidad indispensable: no va acompañada de la carta de un socio fundador que la avale. Belaunzarán me ha hecho el honor, fíjate bien: de pedirme que sea yo quien lo recomiende, ¿entiendes?
Ángela lo mira como a poca cosa, y le dice, con desaliento:
—Sí entiendo, tú lo vas a recomendar.
Don Carlitos se acerca a su mujer.
—¡Claro! No sólo lo voy a recomendar: ¡voy a presentarlo en sociedad! —toma la mano enguantada de su mujer entre las suyas, y agrega—: ¡Si tú estás de acuerdo!
Ángela lo mira con desconfianza asombrada.
—¿Qué quieres decir?
—El día trece de julio es el aniversario de la Batalla de Rebenco. Le hacemos un baile aquí en la casa, invitamos a la crema y nata de Arepa, y no hay Dios que nos quite la Cumbancha.
Ángela está boquiabierta.
—¿Aquí, en la casa? ¿Belaunzarán en la casa?
Don Carlitos se angustia:
—¡Dime que sí, Angelita! ¡Haz un sacrificio! ¡Al fin y al cabo es una sola noche! ¡Dime que sí!
Trata de besar el guante de Ángela, pero ella retira la mano con movimiento violento.
—¡Estás loco!
Se va a la puerta. Don Carlitos, desesperado, se arrodilla.
—¡Ángela, te lo pido de rodillas!
Ángela sale del cuarto, ni siquiera se vuelve para mirarlo y verlo hincado, con los brazos en cruz, casi babeante. Cuando ve todo perdido, don Carlitos se pone de pie, con mucho más trabajo del que le costó hincarse. Después, se va a su cuarto y se sienta, durante horas, en un sillón, mirando al vacío.
Entre su casa y el teatro, Ángela no abre la boca, va furiosa, mirando el camino. En el teatro, mientras la Parmesano y Bertoletti discuten el decorado, se le ocurre una idea. Regresa a su casa de buen humor, sube al cuarto de su marido, entra sin anunciarse, lo encuentra todavía sentado en el sillón, deprimido, y le da la sorpresa:
—Cambié de opinión. Sí vamos a hacerle la fiesta a Belaunzarán.
Don Carlitos casi se muere del gusto.
—Gracias, Ángela, gracias —dice, besando las manos a su mujer.
Ella lo mira en silencio, como si estuviera divirtiéndose con su alegría. El, agradecido e inocente, sigue besando las manos de su mujer, sin sospechar siquiera las negras ideas que le flotan a ella en el cerebro.
A las diez de la mañana, Cussirat, en pijama y bata de seda, con una redecilla en la cabeza, aplastándole el cabello, toma el desayuno en la terraza, mirando al patio arbolado. Garatuza, después de llevarse el plato con vagos rastros de filete y papas, le sirve el café, y le da el periódico.
En la primera plana de
El Mundo
está la foto de Belaunzarán echando, con gran torpeza, la lanzadera en su primer viaje, al inaugurar la primera fábrica de hilados y tejidos que se funda en Arepa, con capital francés. La inauguración fue el día anterior, antes, y esto no lo dice el periódico, de la comida con los ricachones.
Después de cerciorarse de que nada más se ofrece, dejando a su amo absorto en la lectura de tonterías, en el frescor del patio, Garatuza se retira a la cocina y se dispone a desayunar.
El Dion-Button de los Berriozábal se detiene en la calle de Cordobanes, frente a la casa de los Cussirat. El chofer, sudando adentro de la librea, baja del coche, llega al portón, y da dos aldabonazos que retumban en el vestíbulo, y hacen que Garatuza, que está en la cocina comiendo callos, pegue un brinco, se limpie el labio con migajón y baje las escaleras corriendo y desremangándose.
—La señora de Berriozábal quiere ver al señor Cussirat —anuncia el chofer, haciendo una leve reverencia al pronunciar cada nombre.
Garatuza no dice nada, se pone tieso, mira adentro del coche, ve que no están tomándole el pelo, porque Ángela, recatada, de sombrero y arracadas, está en el asiento de atrás, mirándolo. Se guarda el escándalo en sus adentros, y le dice al chofer:
—Voy a anunciarla.
Ángela, con vestido de visitar monjas, sentada en la terraza, al lado de Cussirat, da un sorbo a la demi tasse que tiene enfrente, se pone la servilleta sobre la boca un instante, y dice:
—Malagón propone arrojar una bomba para demostrar solidaridad con los mártires. No creo que sea el camino. Creo que el mejor homenaje que podemos rendir a nuestros amigos muertos es llevar a cabo la empresa por la que ellos ofrendaron su vida.
Cussirat se yergue en su asiento, molesto, mira a su visitante, como a una intrusa, y le dice:
—Ángela, ésa es mi misión. Te prometo que sabré cumplirla.
Ángela lo mira de frente y adopta un tono que expresa la gran confianza que le tiene.
—Estoy segura de ello. No he venido a hacerte reproches, sino al contrario: vengo a pedirte que nos guíes.
Cussirat la mira sin comprender.
—¿Qué nos guíes?, ¿a quiénes?
Ángela apoya los brazos sobre la mesa y habla con vehemencia precisa:
—He pasado la noche en vela, pensando en lo que ha ocurrido últimamente en Arepa. Está claro que tú no eres el único que piensa que ha llegado el momento de acabar con Belaunzarán.
Cussirat se bate en retirada y se hunde en una meditación fingida. Ángela prosigue:
—Tú ya hiciste un intento, nuestros amigos hicieron otro, ¿no crees que si hubieran estado de acuerdo se hubieran obtenido mejores resultados?
Con un movimiento de impaciencia Cussirat dice:
—Si hubiéramos estado de acuerdo, tus amigos no hubieran ido a Palacio.
Ángela equivoca la intención de la frase:
—Precisamente. Tú eres el único hombre en la isla que tiene inteligencia, valentía y decisión suficientes para llevar a cabo esta empresa.
Cussirat baja los ojos, avergonzado.
—Hasta el momento, he fracasado —dice.
Ángela se lanza al ataque:
—Porque lo que hiciste fue irreflexivo: no hubieras salido vivo de Palacio, porque estabas solo. Pero lo que ha ocurrido encierra una gran enseñanza: Dios no quiso que tu intento tuviera éxito, pero la Divina Providencia está con nosotros, porque estás vivo. Ha llegado el momento de reunir a todas las personas que están dispuestas a sacrificarse por su patria, formar un grupo con ellas, adiestrarlas, organizarlas, y llevar a cabo lo emprendido. Tú eres el indicado para comandar este grupo.
—No cuentes conmigo —dice Cussirat.
Ángela lo mira escandalizada.
—¿Por qué?
Cussirat, incómodo, rehúye la mirada de su visitante, y se tarda un momento en contestar:
—Porque es peligroso trabajar en grupo. Puede haber filtraciones, indiscreciones, torpezas…
—¡No seas soberbio! ¡No seas egoísta! ¿Qué va a pasar si fracasas? ¿Quién va a continuar tu obra?
¡Déjanos colaborar contigo! ¡Permítenos ayudarte y protegerte! ¡No nos niegues un poco de tu gloria!
Cussirat, avergonzado y molesto, la detiene en seco:
—¡Ángela, por favor!
Ella, frustrada, se calla. Los ojos se le rasan de lágrimas, los labios le tiemblan y tiene la respiración agitada. Su pasión es ridícula, pero imponente. Cussirat se amedrenta, ella lo nota y, de un zarpazo, toma la mano del hombre indefenso, arrinconado en su silla, y le dice:
—¡Por favor, tú! ¡Tú, por favor!
Oprime la mano del otro entre las dos suyas. Cussirat, perplejo, sintiéndose ridículo en su redecilla para el pelo, tratando de salvar su mano y de poner fin a la escena, dice:
—¿Qué propones?
Ella; entre lágrimas, le sonríe, triunfal y agradecida. Él hace un intento, tímido y fallido, de retirar la mano.
—La suerte está con nosotros —dice Ángela, sonriendo, triunfal—. Belaunzarán vendrá a mi casa dentro de un mes.
Cussirat la mira con interés, olvidando, por un momento, su mano.
Pepita Jiménez, ojerosa, con el pelo lamido, tristona y pálida, pero con los labios pintados color cereza, vestida de ala de mosca, parada sobre unos zapatos demasiado largos en el centro del escenario, mueve los brazos desnudos y, haciendo tintinear pulseras, recita, con voz quejumbrosa, los últimos versos de un poema de Paletón.
—¡Ay, es una obra de arte! —comenta Conchita Parmesano, desde la tercera fila, y bate palmas.
Los demás asistentes al ensayo también aplauden.
Cussirat, al lado de Ángela, en el centro de la sala del teatro, hace un movimiento de impaciencia y comenta:
—Esta mujer no sirve.
Ángela lo mira con reproche.
—Es muy valiosa y te quiere muchísimo —le dice.
—Que son dos virtudes que nada tienen que ver con la habilidad de asesinar presidentes. Definitivamente, esta mujer, fuera.
—¡Pepe! —dice Ángela, como queriendo poner fin a los denuestos. En el fondo, la mala opinión que tiene Cussirat de Pepita la halaga, porque sabe que no se aplica a ella misma.
Cussirat, ceñudo, pasea la mirada por el teatro.
—¿Quién es Pereira?
Pepita se ha ido a sentar junto a las Regalado. Las niñas de la Academia suben al foro y, obedeciendo órdenes contradictorias de Bertoletti y la Parmesano, forman el cuadro plástico, después de pasar muchos trabajos. El Padre Inastrillas, abriendo los brazos en cruz, le dice una galantería edificante a la poetisa; don Carlitos, sumido en su butacón, espera, paciente, a que se acabe el ensayo; Malagón, cerca del proscenio, aprovechando la luz de las candilejas, lee su discurso y se rasca la entrepierna; Lady Phipps entra en ese momento del baño, restirándose los fondillos; Pereira está al fondo del teatro, de pie en el pasillo, con los brazos cruzados, mirando, respetuosamente, la confusión que hay en el foro. Ángela lo señala con un movimiento de cabeza. Cussirat se pone de pie, pide permiso a don Carlitos, pasa, sonriendo, junto a Pepita, tropieza con el Padre Inastrillas, camina por el pasillo y llega junto a Pereira, quien, al verlo venir, ha palidecido.