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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (2 page)

BOOK: Maten al león
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El señor de la Cadena mira por la ventana.

La viuda sigue sollozando inconteniblemente. Jiménez se sobrepone a su confusión, y le dice a Bonilla:

—Que quede bien claro, diputado: el móvil fue el robo y los culpables serán castigados.

—Sí, Coronel.

Jiménez pone fin a la entrevista señalando el bulto que contiene los zapatos de charol, etcétera, y diciéndole a Bonilla:

—Llévese el bulto.

Bonilla toma el bulto, Jiménez va a la puerta y la abre con cierta violencia; se queda parado a un lado, esperando a que los otros salgan del despacho. Don Casimiro Paletón conduce a la viuda, que sigue cimbrándose, hacia la puerta; Bonilla los sigue, llevando el bulto, y el señor de la Cadena sale haciendo una reverencia tiesa. Cuando han salido, Jiménez cierra la puerta y, aliviado, suspira profundamente.

Los acusados del asesinato del Doctor Saldaña forman un grupo lamentable; son dos putas, un maricón y dos rateros. En su cámara de horrores, atrás de una barandilla, Galvazo los forma en fila, y los alecciona.

—Dentro de un momento van ustedes a entrevistarse con la prensa. Esto es un privilegio. Ya cada uno sabe lo que confesó, y lo que tiene que decir. Si alguno mete la pata, lo pasamos por las armas. ¿Está claro?

Los acusados, aterrados, dicen que sí. Galvazo abre la puerta, y entran los periodistas.

II. VELORIO

Belaunzarán, en mangas de camisa, visita a los gallos de pelea que tiene, enjaulados, en su quinta de la Chacota. Les dice tonterías, como una solterona a sus canarios.

—¡Qué bonito, qué bonito gallito! ¡Qué bonito piquito tiene mi gallito!

Agustín Cardona, vestido de luto riguroso, entra en la gallera.

—Estoy listo, Manuel —dice.

Belaunzarán se vuelve, se cruza de brazos, estudia a Cardona de pies a cabeza, y suelta la carcajada.

—Pareces la imagen del dolor. Nadie diría que tú arreglaste el trabajito.

Cardona, que no tiene sentido del humor, se ofende.

—Tú me lo ordenaste, Manuel —dice, muy cargado de razones.

—Era indispensable, Agustín —contesta el otro, imitándolo. Va hasta él, le pone el brazo sobre los hombros, lo obliga a darse la vuelta, y conforme van los dos hacia la salida de la gallera, le dice—: ¿te imaginas?, ¿qué hubiéramos hecho si el doctorcito gana las elecciones? Hubiera sido una catástrofe nacional. La vuelta al oscurantismo.

El cuerpo del Doctor Saldaña, empolvado, con un anillo de topacio metido a fuerzas en la mano tiesa, vestido con un jaquet descosido por detrás, reposa entre las abullonaduras de un ataúd ostentoso.

En cada una de las esquinas del ataúd, haciendo una guardia pomposa y soporífica, están Belaunzarán, Cardona, Bonilla y Paletón.

El Salón de la casa de Saldaña es grande, oscuro, y está lleno de dolientes.

Belaunzarán mete dos dedos regordetes en el bolsillo del chaleco, saca un reloj de oro, mira la hora, y vuelve a guardarlo. Instantáneamente, otros cuatro enlutados vienen a reemplazarlos.

Belaunzarán y Cardona van juntos, caminando hacia la salida, cuando una voz susurrante, pero perfectamente audible, que sale de entre los dolientes, dice:

—¡Asesino!

Cardona sigue su camino, con el corazón galopante; Belaunzarán se detiene y se vuelve al lugar de donde salió la voz. Esta frente a Ángela Berriozábal, guapa, desafiante, bien vestida, diez centímetros más alta que don Carlitos, el mequetrefe de su marido, que está a su lado.

Belaunzarán se inclina cortésmente, y dice:

—Buenas noches, doña Ángela.

Ángela, sin responder, sostiene un momento su mirada, después, bruscamente, gira, le da la espalda, echa a caminar y se pierde entre los dolientes.

Belaunzarán, sin inmutarse, se vuelve a don Carlitos, que tiene una sonrisa helada, y la cara roja. Belaunzarán sonríe, también.

—Me despide usted de su esposa, que parece que no me ha visto.

Don Carlitos no cabe en sí de agradecimiento.

—¡Con toda seguridad que no lo ha visto, señor Presidente!

Belaunzarán dice:

—Buenas noches —y sale del Salón.

En el vestíbulo, un periodista, lápiz y libreta en mano, lo detiene.

—Señor Mariscal: ¿quiere usted hacer una declaración como motivo de la muerte del Doctor Saldaña?

—El Doctor Saldaña —dice Belaunzarán, buscando elocuencia, con la mirada, en el papel tapiz—, fue un hombre digno e irreprochable. Hay quien tiene la impresión de que fue mi contrincante político. Falso. Nuestra única diferencia estribaba en que él era miembro del Partido Moderado y yo soy miembro del Partido Progresista. Nuestra meta era la misma: el bien de Arepa. Si no apoye su candidatura fue porque, como progresista que soy, debo apoyar al candidato de mi partido, que es el señor Agustín Cardona. La muerte de Saldaña es una pérdida irreparable, no solo para sus partidarios, sino para nuestra República. Eso es todo.

Dejando al periodista batallando con las notas en su libreta, Belaunzarán va a la puerta, en donde un mozo le entrega, entre caravanas, el hongo y el bastón.

El Studebaker presidencial, con dos asesinos en el asiento delantero, y Cardona en un rincón del de atrás, está parado afuera de la casa de Saldaña. Belaunzarán, con hongo en la cabeza y bastón en mano, sube al coche. Antes de cerrar la portezuela, le dice a Cardona, en chunga cruel:

—¡Corres como conejo!

—¿Qué querías que hiciera, Manuel?

—¡Qué te quedaras, Agustín! A ti se referían cuando dijeron «asesino»…

El coche arranca; Cardona, bilioso, mira por la ventanilla. Belaunzarán rememora, satisfecho:

—Pero todo salió bien. Decidí cubrirte la retirada. Le hice frente, y la puse en fuga. Esa mujer tiene más huevos que su marido… Por no hablar de los presentes.

Cardona, terco, mira por la ventanilla.

Belaunzarán se quita el hongo y el saco; se afloja la corbata.

—Para evitarnos molestias, y este género de acusaciones, habrá que darle verosimilitud al juicio. Habrá que fusilar a uno o dos de los acusados. Hay que darle órdenes al juez. Mañana te encargas de eso.

Cardona lo mira, contrariado.

—¿Pero cómo vamos a fusilarlos, Manuel? ¡Si les prometimos protección!

—¡Sí, pero eso nadie lo sabe, Agustín!

Un público espeso llena la gallera. El sudor rancio de doscientos hombres y su aliento alcohólico se confunde con el humo de los cigarros puros que están fumando. Los rostros son de todos colores; desde el negro azabache de los negros y el verde hepático de los indios guarupas hasta el rojo bermellón de los gallegos. El griterío es ensordecedor.

Los gallos se pican, brincan, aletean, sangran. Alrededor de ellos, tras la palestra, moviéndose en círculos nerviosos, absortos en la pelea, caminan Belaunzarán, con el cuello de celuloide abierto y torcido, sostenido apenas por el botón trasero, la camisa empapada, el rostro encendido, y un gallero pobre, descalzo, remendado, con sombrero de palma.

El gallo de Belaunzarán degüella al otro, que se convierte en un chorro de sangre y un montón de plumas. El griterío aumenta.

Belaunzarán va hasta el lugar en donde está su gallo, lo levanta del suelo como si fuera de porcelana, lo aprieta contra su pecho, lo mira con orgullo tierno, le quita la navaja con gran destreza, y lo mete en una jaula. Satisfecho, saca un pañuelo de lino blanco y se seca la frente sudorosa y la nuca. Varios corredores de apuestas entran en el ruedo y le entregan sus ganancias. Un ayudante, facineroso y uniformado, se lleva la jaula, Belaunzarán, dinero en mano, se acerca al gallero, que está recogiendo el pescuezo de su animal predilecto y le entrega unos billetes; el gallero los recibe quitándose el sombrero de palma.

Al ver el gesto magnánimo, la turba aguardentosa, llena de sentimentalismo ramplón, con lágrimas en los ojos, grita:

—¡Viva el Mariscal Belaunzarán!

Y Belaunzarán sale del ruedo en triunfo, como después de sus mejores batallas, y llega hasta donde lo espera Cardona, quien, agrio, lo ayuda a ponerse el saco.

III. POR UN ENTIERRO

El día siguiente será histórico para la República Arepana. Los hacendados, los comerciantes, los profesionales, los artesanos, y los criados de casa buena, entierran al Doctor Saldaña, y con él, sus esperanzas de moderación. Los campesinos, los Pescadores, los cargadores, los vendedores de fritangas, y los pordioseros, llegan a Palacio, con gran griterío y bailando la conga, y piden, cantando, que Belaunzarán acepte, por quinta vez, y en contra de lo previsto en la Constitución, la candidatura a la presidencia.

Pero lo más importante pasa en la Cámara. La sesión se abre a las nueve, con asistencia total de los diez diputados, y con un minuto de silencio, en señal de duelo por la muerte del Candidato de la Oposición. A las diez y media, el Diputado Bonilla pide permiso, en nombre de los moderados, para retirarse y asistir al entierro del Doctor Saldaña. El Presidente de Debates concede el permiso, con la advertencia de que, como es costumbre en estos casos, el resto de la asamblea sigue teniendo poderes plenarios. Como los moderados son gente puntillosa que no se pierde un entierro, y como en el orden del día no hay más que asuntos sin interés, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, de luto riguroso y caras largas, se retiran del foro. Cuando ellos están apenas abordando el automóvil que ha de conducirlos al entierro, el Diputado Borunda pide que, por causa de fuerza mayor, se cambie el orden del día y se pase a discutir el artículo 14, referente al régimen electoral. Se aprueba la petición, y a las once y cinco, cuando los moderados están llegando a casa del muerto, la Cámara aprueba, en pleno, por siete votos contra cero, la eliminación del párrafo que dice: «podrá permanecer en el poder durante cuatro periodos como máximo y no podrá reelegirse por quinta vez».

El Instituto Krauss, casa máxima de estudios y baluarte del saber arepano, tiene su sede en un edificio de piedra, ennegrecida y mohosa, que fue convento. En los pasillos del claustro, por donde pasearon monjas chismorreando o rezando el rosario, pasean ahora adolescentes hijos de millonarios, en pantalones cortos, picándose las narices y preparándose para entrar en Harvard o La Sorbona.

Salvador Pereira, maestro de dibujo por necesidad, y violinista aficionado, entra en un Salón de clase, portafolio en mano. Veinte estudiantes despatarrados lo miran con insolencia.

Pereira abre el portafolio sobre el escritorio y saca de el unas escuadras de madera.

—En la clase de hoy —explica—, vamos a aprender el uso de las escuadras.

Tintín Berriozabal, el alumno más guapo y holgazán de toda la escuela, se levanta y toma la palabra, sin esperar a que se la concedan.

—Maestro, ¿usted es patriota?

Pereira mira a Tintín, desconcertado, antes de contestar:

—Por supuesto.

—Entonces, no deberíamos tener clase. Hoy entierran al Doctor Saldaña.

Se oye un coro plañidero que dice:

—¡Si, maestro, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras sobre el escritorio, pidiendo silencio. Cuando lo obtiene, dice:

—Estamos en clase de dibujo constructivo. No nos interesan los acontecimientos políticos. Hoy vamos a aprender el uso de las escuadras.

Se oye otro coro, que dice:

—¡Maestro, no sea malo, déjenos ir!

Pereira golpea con las escuadras y dice, entre la batahola:

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!

En silencio, con la carroza adelante, los caballos enlutados, y el cochero de sombrero alto, el cortejo fúnebre del Doctor Saldaña avanza, lenta y majestuosamente, hacia el panteón.

Detrás de la carroza, de traje negro, caminan los ricos de Arepa; tras de los ricos vienen sus coches, con sus mujeres adentro, y tras de los coches, los partidarios pobretones del Doctor Saldaña.

En el Dion-Button de siete asientos de los Berriozabal, Ángela, la viuda de Saldaña y doña Conchita Parmesano, enlutadas y sudorosas, con ojeras de desvelo, toman, en vasitos niquelados, café que sacan de un termo, y no dicen nada.

Fausto Almeida, subido en una barda, vestido de blanco mugroso, con el pelo seboso cayéndole sobre la frente mulata, se desgañita gritando:

—Durante veinte años el Mariscal Belaunzarán ha velado por los derechos del pobre. Durante veinte años ha conducido a este país por los senderos del progreso. Pidámosle que no nos abandone. Pidámosle que acepte la candidatura por quinta vez.

Una muchedumbre de desocupados grita entusiasmada. Almeida pega un brinco y baja de la barda, echa a caminar hacia el Palacio Presidencial, y la plebe lo sigue, moviéndose al ritmo de congas y bodoleques, atabales y rungas.

El profesor Pereira, apoyando las escuadras en el pizarrón, traza paralelas con gran pericia. A su espalda todo es desorden. La clase entera, menos Pepino Iglesias, el cegatón, que está en un pupitre de primera fila, dormido tras los cristales de sus anteojazos, está asomada a la ventana, esperando al cortejo fúnebre. Pereira se da la vuelta, monta en cólera, golpea sobre el escritorio, despertando a Pepino, y grita:

—He dicho que esta es una clase de dibujo: ¡a sus lugares!

Los alumnos, tomándose su tiempo, vuelven a sus lugares, y Pereira a sus escuadras.

La puerta se abre y entra don Casimiro Paletón, Director del Instituto. La clase entera se pone de pie, ruidosamente, porque las hebillas de los cinturones se atoran en las tapas de los pupitres.

Don Casimiro Paletón mira a Pereira, severo.

—Profesor Pereira: ¿qué espera usted?, ¿en qué está usted pensando?, este es día de duelo nacional. Deje ir a los muchachos para que puedan acompañar al cortejo fúnebre del Doctor Saldaña, que no tarda en pasar frente al Instituto.

—Muy bien, señor Director —dice Pereira, corrido.

Paletón se vuelve a los muchachos:

—Muchachos: nunca olviden este día. La muerte del Doctor Saldaña es la catástrofe más grande que ha ocurrido en Arepa.

Dicho esto, se retira precipitadamente, conmovido hasta las lágrimas por su propia elocuencia.

Cuando se cierra la puerta, la alegría de los muchachos estalla: gritan, ríen, golpean las papeleras, sacan sus libros y se van corriendo. Dejan solo a Pereira, que torciendo la boca con disgusto, guarda las escuadras en su portafolio.

El cortejo fúnebre de Saldaña partió de su casa en el Paseo Nuevo, bajo por el Espolón hasta Cordobanes, torció a la izquierda, camino por la Manga de Clavo, y allí, al pasar frente al Instituto Krauss, se tope con la manifestación Belaunzaranista que empezó como acto de apoyo en los Llanos del Cigarral, espanto las moscas del Muladar de San Antonio, se hizo fuerte en el Mercado de Pescaderos, se apretujo entre las callejas de la ciudad vieja y acabo, frente al Palacio, convertida en un llamado a la dictadura.

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