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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (4 page)

BOOK: Maten al león
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Don Carlitos se vuelve suplicante:

—Ángela, por favor: sensatez.

—No te preocupes. No volveré a decir lo que pienso.

Precedidos por la criada, ambos emprenden el regreso a la casa. Don Carlitos, de buen talante, come otro níspero.

—No te arrepentirás —dice, entre chupeteos.

—Necesito otro traje para Pereira —dice Ángela—, el Palm Beach que le diste ya está muy usado.

Don Carlitos levanta las cejas con escándalo falso.

—¿Pero que hace ese hombre con la ropa?

—Se la pone. No tiene otra.

—Dale el traje rayado que nunca me gusto, y dile que si lo visto, no es para que le ponga malas calificaciones a mi hijo.

—Tu hijo es un holgazán.

—Razón de más. El amor, con amor se paga.

Ambos entran en la casa.

V. EL CASINO DE AREPA

En el último tercio del siglo pasado y a principios de este, los ricos de Arepa construyeron sus casas en el Paseo Nuevo. Unos, los hacendados, venían del interior de la isla, huyendo de bandoleros, y otros, los comerciantes, del centro de la ciudad, huyendo de malos olores.

El Paseo Nuevo tiene tres cuadras de largo, vista al mar, y un camellón con tamarindos, jacarandas, laureles y magnolias, entre los arroyos adoquinados. Allí están, entre jardines y verjas, las casas de los Berriozabal, los Redondo, y los Regalado, los capitales más fuertes de la isla. Unas casas recuerdan al Taj Mahal, otras, la Mezquita de Córdoba, y otras, el palacio barroco de algún noble bohemio.

Con el éxodo hacia el Paseo Nuevo, quedaron libres algunos de los viejos caserones del centro. En uno de ellos, la antigua casa de los Verdegollo, se fundó el Casino de Arepa, del que son socios todos los que se respetan, son respetados, y tienen dinero para pagar las cuotas.

El Casino, que fue fundado con el objeto de que los señores de la isla tuvieran donde pasar el tiempo jugando tute y leyendo periódicos atrasados, se convirtió, gracias a las presiones ejercidas por el progresismo rampante, en el centro de reunión y la base de operaciones del Partido Moderado.

En la noche del día en que enterraron al Doctor Saldaña, hubo una junta tormentosa en el Salón de Actos. Nadie se acordó de lamentar al difunto, y todos, de recriminar a los tres diputados la mala idea que tuvieron, de salirse de la Cámara para ir al entierro, dejando el campo libre a los progresistas.

—Suerte tuvimos con que no les diera tiempo para aprobar la Ley de Expropiación —comento don Carlitos, y fue lo más benévolo que se dijo en la reunión.

La Ley de Expropiación, que ha estado detenida en la Cámara durante quince años gracias a la oposición de los moderados, y dispone que todas las propiedades de españoles y de hijos de españoles, es decir, todas las propiedades de Arepa, pasen a poder del Estado.

—Ha llegado el momento de cerrar la tienda e irse con la música a otra parte —dijo don Ignacio Redondo, por enésima vez en quince años.

Pero la meta de los denuestos, más que los diputados, fue un ausente, el Mariscal, que fue acusado de marrullero para abajo.

—¡Y yo, que lo califique de Héroe Niño en uno de mis mejores poemas! —exclamo don Casimiro Paletón, poniéndose una mano en la frente.

—Fue un pecado de juventud —dijo Barrientos, para consolarlo. Andaba con muletas, por el accidente que le había ocurrido en casa de doña Faustina, dos noches atrás.

Se acordó reunirse otra vez, con los ánimos más calmados y el objeto de determinar quien iba a ser el candidato presidencial del Partido, que sustituyera a Saldaña y se enfrentara, si no con esperanzas, cuando menos con dignidad, al Gordo Belaunzarán.

La segunda junta empieza mal, abriendo heridas ya cerradas. Bonilla, que ya antes había sido postergado, al elegir todos a Saldaña, y que se sentía uno de los candidatos más viables, por ser «el hombre más honrado de Arepa», se ofende cuando Coco Regalado, un joven parrandero, comenta que la honradez no es virtud cívica.

—Llevamos veinte años gobernados por bandoleros y nadie les ha puesto un pero —dice, para apoyar su tesis.

Bonilla, que está en el estrado, suelta la quijada, alargando la cara y, sin abrir la boca, pasea la mirada por los presentes, como diciéndoles:

—Miren a lo que hemos llegado. ¡Lo que piensan las nuevas generaciones!

A la mayoría le parece que la frase es cínica, pero que en el fondo tiene mucho de cierto.

—A los negros les gustan los listones —dice don Bartolomé González, el más realista del grupo—. Y son los negros los que ganan las elecciones.

Todos ponen cara de «es triste reconocerlo, pero es cierto». Paco Ridruejo, un joven serio y de casa buena, pide la palabra y dice: —Yo propongo a Cussirat.

La reunión se anima. Empiezan las discusiones. Pepe Cussirat, el «primer arepano civilizado», según frase memorable de Armando Duchamps, el reportero de El Mundo, tiene quince años en el extranjero, estudiando en las mejores universidades.

—Tiene algo que nadie ha visto en Arepa, que es cultura —dice Ridruejo.

—¡Un momento! —pide Bonilla, que se ofende en lo personal, y por poder—. Aquí tenemos a don Casimiro Paletón, que es un pozo de ciencia.

Don Casimiro, que está en el estrado, junto a Bonilla, baja los ojos modestamente, y dice, con sonrisa tolerante:

—Sí, pero Cussirat es más joven. Barrientos, apoyándose en las muletas y la pierna sana, se pone de pie para decir:

—Yo apruebo la idea. Necesitamos que el candidato no sea uno de nosotros, que estamos muy vistos. Necesitamos caras nuevas, y la de Cussirat es una de ellas.

—Además de no ser uno de nosotros —dice don Bartolomé González, como argumento irrefutable—, Cussirat es de los nuestros.

Don Bartolomé es de los González del Rolls, a quienes se llama así, para diferenciarlos de otros González, que no tienen Rolls.

—Cussirat monta a caballo, tiene un avión, juega golf, mata venados y habla tres idiomas. ¿Qué más queremos? —enumera Paco Ridruejo.

—¡Y tiene treinta y cinco años! —exclama don Remigio Iglesias, uno de los moderados más viejos—. Si este Partido ha de salvarse, es con juventud.

—¡Y nadie se acuerda de él! —dice alguien.

—¡No tiene cola que le pisen! —dice otro.

—La falta de arraigo puede ser un defecto —advierte el señor de la Cadena, que nunca ha salido de Arepa.

—Es de los que huyeron por no poder sacar al buey de la barranca —comenta don Ignacio Redondo, olvidándose del millón que tiene en el Banco de Bilbao—. No se quedaron como nosotros a hacerle frente a la situación.

Cuando Belaunzarán invento la Ley de Expropiación, la familia Cussirat, que estaba podrida en pesos, vendió propiedades, invirtió en Nueva York, y se fue a vivir en el extranjero con intenciones de no regresar.

Paco Ridruejo jura que en las tres semanas que paso en White Plains con Cussirat, no hubo día en que este no se acordara de Arepa.

—Siente una gran nostalgia por su tierra —termina diciendo.

—Los Cussirat son, y han sido siempre, grandes amigos de mi familia —dice don Carlitos—, pero ¿si llegara Pepe al poder, cuidaría de nuestros intereses?

—¡Cómo si fueran suyos! —promete Ridruejo.

En parte por el entusiasmo que siempre provoca una idea en los medios en donde no las ha habido nunca, y en parte por la falta de otra solución, los moderados aprobaron aquella noche invitar a Cussirat a ser su candidato. En el acta se asentó, y se dijo en la carta que le enviaron, que habían llegado a esta decisión, «en consideración a sus altas virtudes cívicas, a la austeridad de su posición política, reflejada en el exilio voluntario que se ha impuesto, y de sus méritos personales». Pero, en realidad, uno de los factores que ganaron la batalla lo expreso don Bartolomé González, en un momento optimista y visionario:

—Si llega en avión, ganamos las elecciones.

Porque en Arepa nadie había visto un avión.

VI. HIGH LIFE

Ángela, aporreando el enorme piano Bossendorffer que su marido compro en un remate, el Doctor Malagón, moviendo la melena canosa, medio levantándose de la silla para tocar más alto, desafinado y haciendo florituras en el violín, Pereira, tocando su parte con gran timidez, el viejo Quiroz, fúnebre, a la viola, y Lady Phipps, con el cello entre las piernas abiertas, enseñando los calzones y levantando el mentón fornido, tocan, encarnizadamente, un quinteto del gran Lecumberri.

Don Casimiro Paletón, esperando a que llegue el momento de leer la Oda a la Democracia, que acaba de componer, Conchita Parmesano, sopeando galletas inglesas en vino de jerez, el Padre Inastrillas, dormitando, Pepita Jiménez, transida de emoción estética, Barrientos, que hace cinco años anda tras los favores de la anfitriona, y no le quita los ojos de encima, las dos hermanitas Regalado, aburridas, don Gustavo Anzures que va allí por no ir al Casino, sentados en los sillones vieneses, forman el público.

La pieza acaba en un acorde sublime y desafinado. Los oyentes prorrumpen en aplausos y «bravos».

—¡Qué conciertazo! —dice doña Conchita, sacudiéndose las migajas.

—¡Qué sería de nosotros sin usted, doña Ángela! —dice el Padre Inastrillas, despertando—. ¡Esta isla sería un desierto!

Barrientos, cojeando y retorciéndose los bigotes, se acerca a Ángela y, mirándola a los ojos le dice:

—¡Magnifico!

Malagón, con sus ademanes de Catalán apasionado, le dice a Pereira, salivando:

—No me siguió usted. El segundo movimiento no se toca así. Cuando yo hago taraliralirali, usted debería hacer tiraliralirala, y no tarilalarilalali, como hizo, porque entonces yo no puedo hacer taralalitaralala, que es lo que viene después. ¿Me explico?

—Sí, Doctor, procurare hacerlo mejor la próxima vez.

—Esta música —dice Pepita Jiménez, tomando la copa con nieve de naranja que le ofrece un mozo—, es tan maravillosa que me deprime.

—I say! —comenta Lady Phipps, poniendo el cello a un lado, y cerrando las piernas.

El viejo Quiroz guarda la viola en su estuche sin decir pio.

—Están ustedes a la altura de las mejores orquestas —dice don Casimiro Paletón, echando sus barbas en remojo.

Don Carlitos entra al Salón, vestido a la inglesa y lleno de buen humor.

—¿Llego tarde? —pregunta.

—¡No sabe usted de lo que se ha perdido! —dice don Gustavo Anzures.

—Estas a tiempo para oír la oda que va a leernos don Casimiro —dice Ángela.

—¡Me alegro! ¡Me alegro! —exclama don Carlitos, resignado.

—Es una improvisación —advierte modestamente Paletón.

—Me retrase porque estuve jugando domino con Belaunzarán —explica don Carlitos a don Gustavo Anzures, discretamente—. Entre si son peras o son manzanas, hay que estar bien con todos. Le pedí que no me expropie la hacienda de la Cumbancha.

—Interceda por mí, don Carlitos. Acuérdese de que yo también soy propietario —le ruega Anzures—. Yo se lo agradeceré.

—Espere. Ahora es demasiado pronto. Hay que estar bien colocado para dar el salto. Pero, en cuanto haya un momento propicio, cuente conmigo.

Ángela se acerca a Pereira, y le dice, con discreta benevolencia:

—Le tengo un traje.

Pereira, agobiado por el agradecimiento, le dice:

—¡Gracias, señora!

—Nomás que don Casimiro lea su oda, se lo doy.

Recuérdemelo.

—Como no, señora.

Ángela, mirando los zapatos descosidos de Pereira, le pregunta:

—¿De qué número calza?

En ese momento, un mozo se acerca y le entrega a Ángela el cablegrama que trae en una bandeja. Silencio general. Expectación. Ángela se pone una mano sobre el pecho, como para evitar que se le salga el corazón.

—¿Qué puede ser? —pregunta, mirando el sobre con fascinación.

—Pues ábrelo, niña, y ve que dice adentro —dice don Carlitos, acercándose, lleno de curiosidad—. ¡Pronto, que nos tienes sobre ascuas!

Ángela abre el telegrama y lo lee. Su rostro se ilumina. Levanta los ojos y le dice a la concurrencia:

—¡Buenas noticias para todos! Es de Pepe Cussirat. Dice: «Acepto coma en principio coma la postulación punto llego en avión punto Cussirat».

Mientras Ángela aprieta el cablegrama contra su pecho, se oyen las exclamaciones de entusiasmo de varios de los presentes.

—¡Bravo! —dice Barrientos.

—¡Este muchacho es de oro! —dice don Carlitos.

—Mi oda no se llamara“ a la Democracia”, sino «a Cussirat». Aunque cabe apuntar que este cablegrama debió ir dirigido al Partido Moderado en su domicilio oficial, que es el Casino de Arepa.

Don Carlitos explica:

—Con Pepe siempre nos ligo una amistad muy intima. Es muy natural que haya querido que nosotros fuéramos los primeros en saber su decisión.

Se oye, primero, el ruido de una copa que se rompe, después, un golpe sordo, como de un fardo que cae. La nieve de naranja que estaba tomando Pepita Jiménez mancha la alfombra persa, al lado del cuerpo exánime de la poetisa.

Mientras el Doctor Malagón la examina, Conchita Parmesano le da palmaditas en una mano yerta, y le explica al Padre Inastrillas, que está a su lado, listo para suministrar los Santos Oleos:

—Pepe Cussirat fue su novio. Lo ha esperado quince años. Es natural que se desmaye, la pobrecita.

Pepita Jiménez abre los ojos, y pregunta:

—¿Dónde estoy?

Malagón la da de alta.

—Fue la emoción, una copita de cognac y se le pasara.

El susto pasa. Don Carlitos sale del Salón, gritando:

—¡Un cognac!

Alguien comenta: «¡qué susto nos has dado, muchacha!».

Pereira toca el brazo de Ángela, que acerca un pañuelo perfumado a las narices de Pepita, y le dice:

—Calzo del veintiséis.

Esa noche, Pereira entra en la sala oscura de la casa de su suegra, llevando en el brazo el estuche del violín, el portafolio con la música, el traje a rayas y los zapatos de dos colores. Con precipitación, en la oscuridad, se quita la ropa y los zapatos. Queda en calzones. Lleno de alegría, se pone los zapatos de dos colores. Cuando está abrochando las cintas, se da cuenta de que alguien solloza en el cuarto de junto. Se levanta, y en calzones y zapatos, entra en su alcoba. A la luz del quinqué encendido, ve a Esperanza, en la cama, llorando.

—¿Por qué lloras?

—Porque ya no me quieres.

Pereira cierra la puerta, y camina hasta donde está su mujer, diciendo, con vehemencia:

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