–¡Sigue resistiendo! –dijo Broft mientras sacudía la cabeza. Después se apoyó en la barandilla improvisada. Se calló una de las bombas y Oramen oyó unas maldiciones. Como si se solidarizara, la luz que tenían más cerca, en la pared de la cámara del lado de la bocamina, parpadeó y también se apagó–. No se puede entrar en esas cosas –dijo Broft al tiempo que se daba la vuelta y chasqueaba la lengua al mirar la luz apagada. Miró a uno de los hombres de los faroles y señaló la lámpara con un gesto. El tipo se acercó a inspeccionarla–. Aunque quizá se juzgue que merece la pena levantar el objeto –continuó Broft–. Los hermanos habrían dejado que se pudriera ahí (o que no se pudriera, seguramente, ya que todavía no lo ha hecho) pero bajo nuestras nuevas y si me permite decirlo mucho más ilustradas reglas, señor, quizá le ofrezcamos el objeto a un tercer interesado, es decir... ¿Qué?
El hombre del farol le había murmurado algo a Broft al oído. Este chasqueó la lengua y fue a mirar la luz muerta.
Por un momento reinó un silencio relativo en la cámara. Los chirridos de las poleas que bajaban al primer grupo de trabajadores hacia el fondo del pozo era el ruido más grande. Hasta Vollird parecía haber dejado de toser.
Ya hacía un rato que Oramen no oía la tos del caballero. El príncipe sintió un súbito escalofrío.
–Bueno –oyó decir a Broft– parece un cable de una voladura ¿pero cómo puede ser un cable de una voladura cuando hoy no ha habido ninguna voladura? Es ridículo.
Oramen se volvió para ver al capataz tirando de un cable enroscado con algunos cables más en el muro, entre las luces. El cable bajaba por el muro y desaparecía detrás de los tablones, a sus pies. En dirección contraria, desaparecía por el túnel por el que acababan de bajar. Vollird y Baerth no estaban en la plataforma.
Oramen sintió de repente que empezaba a sudar y que se moría de frío a la vez. Pero no, era una tontería, algo absurdo. Reaccionar como de repente quería reaccionar sería parecer temeroso y estúpido delante de aquellos hombres. Un príncipe tenía que comportarse con decoro, con calma, con valentía...
Claro que, ¿en qué estaba pensando? ¿Estaba loco?; ¿Qué había decidido solo unos minutos antes?
Tener la valentía de arriesgarse a hacer el ridículo...
Oramen se dio la vuelta, cogió a Droffo por los hombros, lo obligó a girar con él y dio un paso hacia la bocamina.
–Ven –dijo y empujó a Droffo. Empezó a abrirse camino entre algunos de los trabajadores que esperaban para bajar–. Disculpen, disculpen, si tienen la bondad, perdón, gracias, disculpen –dijo con calma.
–¿Señor? –oyó decir a Broft.
Droffo se hacía el remolón.
–Príncipe –dijo cuando se acercaron a la entrada de la bocamina. Una mirada al pasaje descubrió que no había ni rastro de Vollird y Baerth.
–Corre –dijo Oramen, aunque sin gritar–. Te ordeno que corras. Sal de aquí. –Se volvió hacia los hombres que quedaban en la plataforma y bramó–: ¡Corred! ¡Salid de aquí! –Después empujó al confuso Droffo, pasó junto a él como una flecha y empezó a correr tan rápido como pudo, colina arriba, como una bala, mientras las tablas se golpeaban y temblaban bajo sus pies. A los pocos momentos oyó que Droffo lo seguía, con los pies golpeando también las tablas, ya fuera porque también pensaba que podría haber algún peligro o porque veía a Oramen huyendo y pensaba que debía quedarse con él pasara lo que pasara, eso Oramen no lo sabía.
Con qué lentitud se corría, pensó el príncipe, cuando la mente se dispara a tal velocidad. No le parecía que pudiera correr mucho más rápido, las piernas eran como pistones bajo él, balanceaba los brazos y el pecho metía el aire en los pulmones con una eficacia instintiva que ninguna mentalización podría mejorar, pero se sentía engañado al ver que ese cerebro que trabajaba con tanta furia no podía contribuir de ningún modo al esfuerzo. Quizá fuera un esfuerzo condenado de antemano, por supuesto. Si lo miraba de forma lógica y racional, seguramente lo era.
Había sido demasiado confiado. Incluso ingenuo. Por lo general se pagaba por semejante laxitud. A veces te salía bien y escapabas de un castigo justo (como había escapado él y había pagado Tove aquel día en el patio del Lamento del Orfebre, y quizá Tove no había pagado injustamente) pero no te podías escapar siempre. Nadie podía. Y había llegado el momento, no le cabía duda, de que le tocara pagar a él.
Vergüenza. Le había preocupado hacer el ridículo, haber reaccionado de forma exagerada a una amenaza posible, quizá mal entendida. Pero era mucho más vergonzoso no haber visto ni uno solo de los indicios, haberse paseado por ese mundo violento y cinético con la inocencia y la confianza de un bebé de ojos grandes, haber atribuido inocencia y decencia cuando debería haber visto duplicidad y desmanes.
Debería haberme limitado a tirar de cable de la voladura,
pensó.
Podría haber intentado soltarlo. Qué idiota, qué idiota egoísta. Juntos podríamos...
La explosión fue un estallido de luz sucia y amarilla seguido casi de inmediato por lo que pareció una bestia de guerra dándole una fuerte coz en la espalda con las dos patas traseras. El golpe lo levantó por los aires y lo empujó por la bocamina de modo que pareció un pozo vertical en el que fuera a caer. Durante varios largos instantes se vio erguido y agitando los brazos y luego, de repente, se cayó. Miembros, hombros, trasero, cabeza y cadera, todo se estrelló contra las superficies que lo rodeaban en una cacofonía instantánea de dolor, como si le hubieran arreado una docena de coces precisas a la vez.
Parpadeó y miró el techo: madera tosca, justo encima de él. Tenía la nariz apretada contra él. Quizá estuviera aplastado. Quizá estaba en un ataúd. Le zumbaban los oídos. ¿Dónde acababa de estar? No se acordaba. Tenía un pitido demente en la cabeza y en el aire había un olor raro.
Se dio la vuelta con un pequeño ruidito cuando las partes magulladas y rotas de su cuerpo protestaron. El techo real se hizo visible. Estaba echado de espaldas con el suelo debajo. Debía de ser una parte del palacio que no había encontrado hasta entonces. ¿Dónde estaba Fanthile?
Unas tenues luces amarillas parpadearon en la pared, unidas por bucles de cable. Los bucles de cable significaban algo, estaba seguro. Había estado haciendo algo. Algo que debería seguir haciendo. ¿Qué era? Notó el sabor de la sangre. Se llevó una mano a la cara y sintió algo pegajoso. Entrecerró los ojos y se miró la mano, después levantó la cabeza del suelo con unos músculos estremecidos y quejosos. Tenía la mano muy negra. La usó para apoyarse y miró por el corredor. Todo estaba muy negro por allí también. Humo o vapor o algo así se arrastraba por el techo inclinado e iba oscureciendo poco a poco las luces del fondo.
Había alguien echado de lado allí abajo. Parecía ese tal cómo se llame...
Droffo. Era el conde Droffo. ¿Qué estaba haciendo allí? Esa nube de humo se arrastraba por el techo sobre él. Droff había perdido parte de la ropa. Parecía un poco desaliñado en general. Y no se movía.
La comprensión de lo ocurrido, el recuerdo, cayó como una losa sobre él, como si el techo hubiera cedido, cosa que, pensó, podría ser exactamente lo que estaba a punto de pasar. Se puso de rodillas como pudo y después se levantó tosiendo. Esa tos, pensó, esa tos. La oía en su cabeza pero no con los oídos, que le seguían pitando.
Se tambaleó por el túnel hasta donde estaba Droffo tirado. Él tampoco parecía mucho mejor vestido que el joven conde: solo con jirones de ropa rasgados y hechos trizas. Tenía que mantener la cabeza baja, lejos de la oscura nube de humo que seguía subiendo por la bocamina. Sacudió a Droffo, pero el hombre no se movió. Tenía la cara muy pálida y sangraba por la nariz. El humo no hacía más que bajar. Oramen se agachó, cogió a Droffo por las axilas y empezó a tirar de él a pulso por las tablas.
No le resultó nada fácil. Le dolía todo el cuerpo, hasta toser le dolía. Pensó que ojalá se despertara Droffo y pudiera recuperar el oído. El humo que subía sin ruido, oscuro, desde abajo, parecía estar alcanzándolo otra vez. Se preguntó si tendría que soltar a Droffo y salir corriendo para salvarse. Si lo hacía y los dos hubieran muerto de otro modo, sería lo más sensato. Si lo hacía, y los dos hubieran sobrevivido, sería un error. Qué sencillo parecía. Decidió seguir arrastrando a Droffo de momento. Ya se plantearía dejarlo allí si de verdad no podía ver ni respirar. Le dolía la espalda.
Creyó sentir algo a través de los pies pero le decepcionó el pitido de los oídos. Para cuando se dio cuerna de que lo que estaba sintiendo con los pies quizá fueran pasos, ya era demasiado tarde. Siempre se paga, tuvo tiempo de pensar.
Lo siguiente que supo era que tenía una mano áspera alrededor de la nariz, la boca y la barbilla y una terrorífica sensación en la espalda, como un golpe seco. Quizá alguien había gritado una maldición.
Se dio cuenta de que había soltado a Droffo. Se liberó con una sacudida de quien quiera que lo hubiera cogido; el que fuera parecía haber aflojado las manos. Se dio la vuelta y vio a Baerth allí de pie con expresión estupefacta y un cuchillo largo y roto en la mano. La hoja yacía entre los dos, en las tablas de madera, en dos trozos. Qué descuido por su parte, pensó Oramen. Se palpó los riñones a través de los restos de la ropa hecha trizas, encontró la pistola que había detenido el golpe y la sacó de un tirón.
–¡Se te rompió con esto! –le gritó a Baerth mientras empuñaba la pistola y le disparaba al tipo con ella. Tres veces, solo para estar seguro y después, cuando el caballero se derrumbó sobre los tablones, una vez más, a través de un párpado tembloroso, solo para estar más seguro todavía. Baerth también tenía una pistola. Se había llevado una mano a ella, a la cintura; debería haberla usado antes. Oramen se alegró de que ya le estuvieran pitando los oídos, eso significaba que no tenía que sufrir el sonido de la pistola disparándose cuatro veces en un espacio tan reducido. Eso sí que habría dolido.
Regresó con Droffo, que empezaba a moverse solo.
–¡Vas a tener que levantarte, Droff! –gritó, después levantó al hombre con un brazo cogiéndolo por la axila y decidió arrastrarlo a su lado para poder ver por dónde iban y que no los sorprendiera ningún cabrón asesino con cuchillos largos. Droffo parecía estar intentando decir algo, pero Oramen seguía sin poder oír nada. El túnel que tenían delante parecía largo y lleno de bruma, pero, aparte de eso, vacío. De todos modos no soltó el arma en ningún momento.
Al final empezó a bajar gente por el túnel y él no les disparó: trabajadores normales y un par de guardias. Los ayudaron a salir a él y a Droffo.
De vuelta en la entrada de la bocamina, en la oscuridad amenazadora de la parte inferior de la plaza, tachonada de pequeñas luces, pudieron sentarse y echarse en el pequeño campamento que rodeaba la boca del túnel. El príncipe creyó oír (un sonido apagado, como si tuviera los oídos llenos de agua) que alguien había huido.
–¡Mi pobre señor! ¡Pero miraos! ¡Oh, mi pobre señor! ¡Un auténtico papel secante! –Neguste Puibive estaba ayudando a la enfermera de Oramen a vestirlo. El joven criado estaba escandalizado por la extensión de las magulladuras de su señor–. Como si estuvierais camuflado, señor, lo juro; ¡he visto camiones y cosas tiradas por ahí con churretes y manchones de pintura con menos mezcla de colores que vuestra pobre piel!
–No más pintoresca que tus comparaciones, Neguste –dijo Oramen con un siseo de dolor cuando la enfermera le levantó el brazo y su sirviente le puso la camiseta.
A Oramen todavía le pitaban los oídos. Ya oía bastante mejor, pero el zumbido, si bien se había reducido mucho, permanecía y los médicos no podían garantizar que llegara a detenerse alguna vez. Esa podría ser la única secuela duradera, así que podía darse por afortunado. Droffo había sufrido una fractura muy grave en un brazo así como una perforación de tímpano que lo había dejado medio sordo para siempre. Los médicos suponían que podrían repararle bien el brazo; tenían mucha experiencia con toda forma de lesiones humanas en las enfermerías del asentamiento.
Oramen había estado rodeado casi por completo de médicos buena parte del tiempo. En un momento dado le había parecido que un grupo de médicos sarlos iba a terminar a mamporros con otra panda de médicos deldeynos sobre un abstruso punto referido a cómo tratar los cardenales extensos. Se preguntó si lo que pasaba era que estaban impacientes por poder decir que habían tratado en una ocasión a un príncipe.
El general Foise había ido a verlo. Le había expresado sus buenos deseos con la mayor cortesía aunque Oramen tenía la clara impresión de que el tipo lo miraba como podría mirar a una pieza de algún equipo militar que funcionara mal y que se estaba planteando mandar al desguace. Poatas había enviado saludos con una nota, menos mal, en la que afirmaba estar ocupadísimo con asuntos urgentes provocado en no poca medida por la necesaria reexcavación de la cámara parcialmente derrumbada en la explosión.
Oramen despidió a la enfermera, una mujer estirada y cuarentona bastante formidable, y, con muchos gruñidos y muecas, dejó que Neguste lo ayudara solo a terminar de vestirse.
Cuando ya casi habían acabado y Oramen, vestido de gala, estaba listo para hacer su primera aparición pública desde la explosión de tres días antes, sacó la espada de ceremonia, le pidió a Neguste que inspeccionara la punta y la sostuvo a la altura de los ojos del tipo, casi delante de su nariz. El esfuerzo requerido provocó más dolores en el brazo de Oramen.
Neguste lo miró confuso y también con una expresión un poco cómica, con los ojos bizcos y concentrados en la punta de la espada que tenía tan cerca de la cara.
–¿Qué he de buscar, señor?
–Esa es mi pregunta, Neguste –dijo Oramen en voz baja–. ¿Qué buscas?
–¿Señor? –Neguste parecía muy confuso y empezó a subir la mano derecha para tocar la punta de la espada.
–Déjala –dijo Oramen con tono áspero. Neguste dejó caer la mano–. ¿De veras te mareas tanto si viajas por aire, Neguste?
–¿Señor? –Las cejas de Neguste tenían tantos surcos como un campo, unas arrugas lo bastante profundas como para arrojar sombras.
–Fue una ausencia muy astuta la tuya, muchacho, justo cuando todos los más cercanos a mí estaban destinados a morir.
–¿Señor? –dijo otra vez Neguste, daba la sensación de que estaba a punto de ponerse a llorar.
–Deja de decir «¿Señor?» –le dijo Oramen con suavidad–, o te juro que te atravieso con esto uno de esos ojos de idiota. Y ahora contéstame.