–¡Señor! ¡Echo la última comida casi con solo ver una bestia aérea! ¡Os lo juro! ¡Preguntádselo a quien queráis! ¡No os deseo ningún mal, señor! ¡Yo no! ¿No creeréis que he tenido porte alguna en esto, verdad? ¿Señor? –Neguste parecía horrorizado, escandalizado. Su rostro había perdido todo el color y se le habían llenado los ojos de lágrimas–. ¡Oh! –dijo con tono débil y se derrumbó, resbaló con la espalda apoyada en la pared y el trasero chocó con un golpe seco contra el suelo del vagón, con las rodillas abiertas a cada lado. Oramen dejó que la punta de la espada lo siguiera al suelo, de modo que seguía apuntándole a la nariz–. ¡Oh, señor! –dijo el criado mientras ocultaba la cara en las manos y empezaba a sollozar–. ¡Oh, señor! Señor, matadme si os complace, preferiría que me matarais y luego me hallarais inocente que vivir separado de vos, acusado, aunque solo fuera en vuestro corazón, y ser un hombre libre. Un brazo por un solo pelo, señor; se lo juré al señor Fanthile cuando me ordenó que fuera vuestro último escudo además de vuestro más fiel sirviente. ¡Antes perdería un brazo o una pierna que ver un simple cabello de un dedo de vuestro pie arrancado con malicia!
Oramen miró al jovencito que lloraba a sus pies. La cara del príncipe regente era firme, la expresión neutral mientras escuchaba (entre el zumbido de los oídos) los sollozos que ahogaba el joven con la mano.
Enfundó la espada (cosa que también le dolió un poco) y después se agachó para coger la mano de Neguste, resbaladiza y caliente por las lágrimas, y levantar al muchacho. Le sonrió. La cara de Neguste también tenía un poco de sangre y estaba enrojecida de llanto, con los ojos ya hinchados. Se limpió la nariz en una manga y sorbió con intensidad. Cuando parpadeó, varias gotas diminutas de humedad se alzaron en sus párpados.
–Tranquilízate, Neguste –dijo Oramen al tiempo que le daba una suave palmada en el hombro–. Eres mi escudo y también mi conciencia. Me ha envenenado esta conspiración contra mí que he tardado tanto tiempo en ver. He tardado en vacunarme contra ella y sufro de una fiebre de sospecha que hace que todas las caras que me rodean me parezcan desagradables y todas las manos, incluso aquellas que pretenden ayudar, parece que se vuelven contra mí. Pero mira, toma la mía. Quiero disculparme. Atribuye el mal que te hago a la parte que te corresponde de mi aflicción. Infectamos a los que más cerca tenemos cuando intentan cuidarnos, pero no tenemos mala intención.
Neguste tragó saliva y volvió a sorber por la nariz, después se limpió la mano en los calzones y cogió la mano que le tendía Oramen.
–Señor, os juro...
–
Chss,
Neguste –le dijo Oramen–. No hay más que decir. Compláceme y que reine el silencio. Créeme, lo ansío. –El príncipe se irguió y todos sus huesos protestaron contra el movimiento, así que apretó los dientes–. Y ahora, dime qué aspecto tengo.
Neguste sorbió otro poco por la nariz y una pequeña sonrisa se abrió camino por su rostro.
–Muy bueno, señor. De lo más elegante, diría yo.
–Vamos entonces, tengo que enseñarle esta pobre cara al pueblo.
Vollird también había empezado a bajar por la bocamina con la carabina en la mano, pero después se dio la vuelta. Uno de los oficiales de la superficie le había dado el alto, pero Vollird había disparado y había matado al tipo y después había huido por el paisaje oscuro de la parte inferior de la plaza, seguido por, o llevándose con él (los relatos variaban) al jefe de explosivos de las excavaciones. A ese hombre lo encontraron más tarde a poca distancia de allí, también con un disparo.
Solo un puñado de hombres había sobrevivido a la explosión y al incendio subsiguiente que se produjo en la cámara del fondo de la bocamina, que había quedado muy dañada y se había derrumbado en parte. Las excavaciones en el cubo negro (que por suerte seguramente no había sufrido daño alguno) se habían retrasado varios días. Poatas, al parecer, consideraba que todo aquello era culpa de Oramen.
Oramen estaba recibiendo en audiencia a todos en la carpa más grande que había disponible. Había convocado a todos los que se le ocurrieron. Poatas estaba allí, inquieto e irritado por aquella ausencia forzada de la excavación, pero había recibido la orden de asistir junto con el resto, y era obvio que no le había parecido buena idea resistirse a la autoridad de un príncipe que tan poco tiempo antes había escapado de un asesinato seguro.
–Debéis entender que no acuso a Tyl Loesp –les dijo Oramen a los reunidos ya casi al final de su discurso–. Acuso a aquellos que le asesoran y creen que defienden sus intereses. Si Mertis Tyl Loesp es culpable de algo, es posible que solo sea de no ver que algunos de los que le rodean no son del todo honrados y son menos devotos que él del imperio de la ley y del bien de todos. Me han convertido en víctima de la forma más injusta y he tenido que matar no a uno sino a tres hombres solo para proteger mi propia existencia y si bien he sido afortunado, o he tenido la dicha, de escapar del destino que esos desgraciados deseaban para mí, muchos de los que me rodean han sufrido en mi nombre sin falta alguna por su parte.
Oramen hizo una pausa y bajó la cabeza. Respiró hondo un par de veces y se mordió el labio antes de volver a levantar los ojos. Si los presentes querían interpretar eso como una emoción próxima a las lágrimas, que así fuera.
–Hace una estación perdí a mi mejor amigo bajo el sol de un patio, en Pourl. Esta compañía perdió a cincuenta buenos hombres en la oscuridad de un pozo, en la parte inferior de la plaza no hace ni cuatro días. Les pido perdón a sus fantasmas y supervivientes por permitir que mi juventud me cegara al odio que me amenazaba.
Oramen levantó la voz. Estaba cansado y dolorido y le seguían zumbando los oídos pero estaba decidido a no permitir que se le notara.
–Lo único que puedo ofrecer a cambio del perdón que espero es la promesa de que no volveré a bajar la guardia y no pondré en peligro a los más cercanos a mí. –Hizo una pausa y miró a su alrededor, a todos los reunidos. Vio al general Foise y a las otras personas que Tyl Loesp había puesto al mando de la seguridad y organización del asentamiento, era obvio que estaban preocupados por el cariz que estaban tomando los acontecimientos–. Así que ahora os pido a todos que seáis mis centinelas. Voy a constituir una guardia formal con algunos de los veteranos más probados que hay entre vosotros para que me protejan de todo mal y conserven la continuación legítima de nuestro legado, pero os pido a todos que cumpláis el papel que podáis para garantizar la seguridad de mi persona y nuestros propósitos. También he enviado un mensajero al mariscal de campo Werreber para informarle del ataque que he sufrido aquí y solicitarle tanto la promesa de su continuada e indudable lealtad como un contingente de sus mejores tropas para protegernos a todos.
»Lo que aquí os ocupa es un trabajo magnífico. He llegado en el último momento a esta imponente empresa pero se ha convertido en parte de quien soy al igual que se ha convertido en parte de lo que sois vosotros, y sé bien que es un privilegio estar aquí cuando se aproxima a su cénit el descubrimiento de la Ciudad. No se me ocurriría deciros cómo tenéis que hacer lo que hacéis. Jerfin Poatas sabe mejor que yo lo que hay que hacer y vosotros sabéis mejor que nadie cómo hacerlo. Lo único que pido es que permanezcáis vigilantes mientras hacéis vuestro trabajo, para beneficio de todos. Por el Dios del Mundo, ¡juro que hacemos un trabajo aquí como nunca se volverá a ver en toda la historia de Sursamen!
Asintió con gesto solemne, como si les dedicara un saludo militar y después, antes de que pudiera sentarse y mientras apenas un indicio vago de sonido, todavía inidentificable en su trascendencia, comenzaba a formarse en las gargantas de los presentes, Neguste Puibive (sentado al lado del estrado) se levantó de un salto y gritó con todas sus fuerzas:
–¡Que el Dios del Mundo proteja al buen príncipe regente Oramen!
–¡Príncipe regente Oramen! –gritaron con un gran vítor desigual todos los presentes (o casi todos los presentes).
Oramen, que se esperaba un respeto reticente y silencioso en el mejor de los casos y una alarma quejumbrosa y preguntas hostiles en el peor, se sorprendió de verdad. Tuvo que parpadear para contener las lágrimas.
Se quedó de pie y, antes que cualquiera de los demás, fue el primero en ver al mensajero que se metió como una flecha tras la carpa antes de vacilar un instante y detenerse (era obvio que se había quedado desconcertado por el tumulto). El joven no tardó en recuperar la compostura y precipitarse hacia Jerfin Poatas, que ladeó la cabeza para escuchar el mensaje a pesar del sonido continuo de los vítores antes de cojear con el bastón hasta el estrado. Los guardias que había delante (veteranos del ejército sarlo) le bloquearon el camino, pero después miraron a Oramen, que asintió para que dejaran pasar a Poatas y bajó a encontrarse con él para oír la noticia.
Al poco tiempo regresó y alzó los dos brazos en el aire.
–¡Caballeros, os aguardan vuestras obligaciones! ¡El objeto que hay en el centro de la parte inferior de la plaza, el eje de todas nuestras energías, un artefacto que creemos que lleva deciaeones enterrado, ha mostrado signos de vida! Os lo ordeno y os lo ruego: ¡a trabajar!
E
l
Problema Candente
había empezado su vida como un delta en 3D relativamente delgado, una especie de pirámide puntiaguda y elegante. Después de convertirse en Supercarguero (un simple remolcador con ínfulas, en realidad) adoptó la brutalidad de un bloque de cemento. Trescientos metros de longitud, cuadriculado, con los lados como losas, solo quedaba la implicación más vaga de su antigua y esbelta forma.
En aquel entonces no le habían importado semejantes consideraciones estéticas y seguían sin importarle pasados los años. El entorno de pétalos de su complejo de campos, abundante como cualquier vestido de fiesta envuelto en docenas de capas de gasa, podía infundirle una especie de belleza si el que lo contemplaba optaba por buscársela y la superficie del casco podía adoptar cualquier diseño, matiz o patrón que deseara su dueño.
En cualquier caso, todo eso era irrelevante. La transformación lo había hecho potente, la transformación lo había hecho rápido.
Y eso había sido antes de que Circunstancias Especiales fuera a llamar a su puerta.
Se desplazó por el espacio con lo que era a todos los efectos un rumbo de ataque casi directo hacia la estrella Meseriphine y solo se desvió para reducir las probabilidades de detección. Había sacado a los humanos y a su propio avatoide de la lanzadera sin incidentes y giró en redondo para dirigirse hacia Sursamen a un ritmo incómodamente superior a la velocidad máxima sostenible que permitían sus parámetros de diseño. Sentía los daños que se iban acumulando en sus motores del mismo modo que un atleta humano sentiría un calambre o un tirón en la pantorrilla, pero sabía que podía llevar a su pequeño cargamento de almas a Sursamen con tanta rapidez como le permitiera la sensatez.
Después de alguna que otra negociación con Anaplian, habían acordado que forzaría los motores hasta un perfil consistente con un uno por ciento de posibilidades de fallo general, con lo que se reduciría otra hora de la hora estimada de llegada, aunque hasta una posibilidad entre ciento veintiocho a la nave le parecía un riesgo escandaloso. Con eso en mente, había maquillado sus propios parámetros de rendimiento y había mentido. El ahorro de tiempo era auténtico pero el perfil de fallo superaba el uno entre doscientos cincuenta. Tenía ciertas ventajas eso de ser un ejemplar aislado y hecho a medida basado en un antiguo Modificado.
En uno de los dos pequeños salones, que era todo lo que se podía permitir su asignación más bien miserable de alojamiento, el avatoide de la nave le estaba explicando a la agente del CE Anaplian hasta qué punto estaría limitado el
Problema candente
en su campo de operaciones si tenía que llegar a entrar en Sursamen. Todavía esperaba, con bastante fervor, que no fuera necesario.
–Es una hiperesfera. De hecho, es una serie de dieciséis hiperesferas –le decía el avatoide Hippinse a la mujer–. Cuatro dimensiones; no puedo saltar a eso con más facilidad que una nave normal sin capacidad de alta velocidad. Ni siquiera puedo ganar tracción en la red porque también me va a desconectar de eso. ¿No lo sabía? –El avatoide parecía desconcertado–. Es su punto fuerte, así es como se administra el calor, como se produce la opacidad.
–Sabía que los mundos concha tenían cuatro dimensiones –admitió Anaplian frunciendo el ceño.
Era una de esas cosas de las que se había enterado mucho después de irse de allí. En cierto modo, saberlo antes de irse no habría tenido mucho sentido.
¿Y qué?,
habría pensado. Cuando vivías en un mundo concha, lo aceptabas por lo que parecía ser, igual que si vivías en la superficie de un planeta rocoso normal o en las aguas o los gases de un mundo acuático o un gigante gaseoso. Que los mundos concha tuvieran un componente de cuatro dimensiones tan profundo y extenso solo importaba una vez que sabías lo que implicaban y permitían esas cuatro dimensiones: acceso al hiperespacio en dos direcciones de lo más prácticas, contacto con las redes de energía que separaban los universos de modo que las naves podían explotar sus muchas y fascinantes propiedades, además de la sencilla habilidad de que cualquier cosa con el talento apropiado metiera algo en el hiperespacio y después lo hiciera reaparecer en el espacio tridimensional a través de cualquier cantidad de solidez convencional como si fuera magia.
Te acostumbrabas a ese tipo de capacidad. En cierto sentido, cuanto más inexplicables y sobrenaturales parecían esas habilidades antes de que supieras cómo se conseguía, menos pensabas en ellas después. Pasaban de ser desechables debido a lo absurdas que eran a ser aceptadas sin pensar porque pensar de modo convincente en ellas exigía demasiado esfuerzo.
–De lo que no me había dado cuenta –dijo Anaplian– es que eso significa que están cerrados a las naves.
–No están cerrados –dijo Hippinse–. Puedo moverme dentro de ellos con tanta libertad como cualquier otra entidad tridimensional de mi tamaño, es solo que no puedo moverme en la cuarta dimensión extra a la que estoy acostumbrado y para la que estoy diseñado. Y no puedo usar mis motores principales.
–¿Así que preferiría no entrar?
–Exacto.
–¿Qué hay de desplazarse?