Matrimonio de sabuesos (19 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—Eso no me preocupa. Lo que me interesa es el tiempo que tardaría para lo primero. Como te decía, estoy jugando en el sexto agujero. La mujer del traje color marrón ha llegado ahora al séptimo
tee
. Lo cruza y espera. Sessle, con su chaqueta azul, se dirige al sitio en que está ella. Hablan durante un minuto y luego se alejan juntos y desaparecen por el atajo que conduce a la carretera de Windiesham. Hollaby permanece solo en el
tee
. Pasan dos o tres minutos. Ahora ya estoy en el césped. Regresa el hombre de la chaqueta azul y reanuda su juego, esta vez en forma torpe e inconcebible. La luz se hace cada vez más escasa..., mi compañero y yo proseguimos la partida... y el hombre vuelve a desaparecer, esta vez definitivamente, por el atajo. ¿Qué le ocurrió para que así cambiara su juego y diera la impresión de ser un hombre totalmente diferente?

—Quizá la solución esté en la mujer, o en el hombre, si, como tú supones, era un hombre vestido con un traje de color marrón.

—Exactamente. Recuerda, además, que el sitio por donde se retiraron primero es un lugar oculto a la vista de cualquier curioso, y de que en él hay unas matas de tojo donde fácilmente se puede esconder un cadáver hasta el momento oportuno de poder efectuar su traslado a un lugar conveniente.

—¡Tommy! ¿Crees que fue entonces cuando...? Pero, ¿cómo es que nadie oyó...?

—¿Oyó qué? Todos los doctores convienen en que la muerte fue instantánea. He visto morir a muchos así en la guerra. Nunca gritan, por lo general. Sólo oyes un apagado estertor, un gemido, quizá sólo un suspiro, una débil tos. Sessle viene en dirección al séptimo
tee
y la mujer se adelanta y habla con él. Éste la reconoce y se sorprende de ver a un hombre bajo semejante disfraz. Curioso por saber el motivo de aquella mascarada, se deja conducir fuera del alcance de la vista del resto de los jugadores. Un pinchazo en el corazón con la mortífera aguja y Sessle se desploma, muerto. El otro oculta el cuerpo bajo las matas. Se desprende rápidamente de sus atavíos de mujer. Los esconde. Se pone la conocida chaqueta azul y vuelve de nuevo al
tee
. Le bastaron tres minutos para realizar todo el programa. Los jugadores que vienen detrás no pueden ver bien su cara, pero sí, en cambio, su clásica prenda de vestir. No dudan de que sea Sessle,
pero todos convienen en que su forma de jugar es la de un hombre totalmente diferente
. Y nada de particular tenía esta apreciación, puesto que en realidad lo
era
.

—Pero...

—Punto número 2. Su acción de llevar a la muchacha a aquel lugar es también la acción de
un hombre diferente
. No fue Sessle quien se encontró con Doris en la puerta del cine y quien la indujo a ir a Sunningdale. Era un hombre que decía llamarse así. Recuerda que Doris Evans
jamás llegó a ver el cadáver
. De haberlo visto habría sorprendido a la policía con la declaración de que aquel hombre no era el mismo que la llevara a las pistas de golf la noche de autos y que en forma tan vehemente le hablara de suicidarse. Se trataba de un plan preconcebido con sumo cuidado. Invitar a la muchacha a casa de Sessle el miércoles (día en que ésta estaría vacía), y ejecutar después el crimen con el objeto que haría indudablemente desviar las sospechas en dirección a una mujer. El asesino se encuentra con la muchacha, la lleva a la quinta, le da de cenar y después la saca de paseo hasta llegar a la escena del crimen, donde, mediante una bien ideada pantomima, consigue ponerla en fuga. Una vez ella ha desaparecido, todo cuanto tiene que hacer es sacar el cuerpo de la víctima y dejarlo boca abajo en un sitio en que más tarde fuera encontrado. El revólver lo tira bajo unos arbustos. Después envuelve cuidadosamente falda y sombrero, y ahora he de admitir que lo que sigue es una mera conjetura, se dirige con toda probabilidad a Woking, que está sólo a ocho o nueve kilómetros del lugar, y de allí se vuelve de nuevo a la ciudad.

—Un momento —dijo Tuppence—. Hay una cosa que todavía no has explicado. ¿Qué se hizo de Hollaby?

—¿De Hollaby?

—Sí. Admito que los jugadores que venían detrás no pudieron comprobar si se trataba en realidad de Sessle. Pero no me dirás que un hombre que estuvo constantemente a su lado quedara hipnotizado por la chaqueta hasta el extremo de no ver siquiera las facciones de aquel suplantador de Sessle.

—Querida Tuppence —le contestó Tommy con aire triunfal—. Ahí es donde sin duda alguna está la clave del misterio. Hollaby sabía muy bien quién era el impostor. Como ves, estoy adoptando tu teoría, la de que Hollaby y su hijo eran en realidad los desfalcadores. El asesino debía de ser alguien que tenía acceso a la casa y conocía perfectamente sus usos y costumbres. Así se comprende lo de la elección del día y de que, asimismo pudiera obtener con facilidad una copia de la llave de la entrada. Creo que Hollaby hijo responde casi por entero a la descripción. Tiene más o menos la misma edad y estatura que Sessle y ambos llevan la cara totalmente rasurada. Es posible que Doris Evans haya visto alguna de las fotografías del difunto publicadas por los periódicos, pero, como tú misma pudiste observar, lo borroso de la copia hacía poco menos que imposible la identificación. —¿Y no vio nunca a Hollaby en el juzgado?

—El hijo no apareció para nada en el caso. ¿Y para qué, si no tenía declaración alguna que hacer? Fue el viejo Hollaby quien dio la cara durante todo el curso del proceso. Nadie hasta la fecha se ha preocupado en inquirir acerca de los movimientos del hijo en dicha tarde.

—Sí, sí, todo lo que has dicho me parece lógico y natural —admitió Tuppence—. ¿Por qué no vas y se lo cuentas todo a la policía?

—Porque no me escucharían.

—¿Quién ha dicho que no? —preguntó inesperadamente una voz a su espalda.

Al volverse, Tommy se encontró cara a cara con el inspector Marriot, que, en la mesa próxima, hacía los honores a su suculento plato de huevos fritos con jamón.

—Vengo a menudo a comer aquí—explicó Marriot—. Como le decía, tendremos mucho gusto en escucharle. A decir verdad, hace rato que lo estoy haciendo. No me importa decirle que jamás hemos estado conformes con los balances presentados por la Sociedad de Seguros Porcupine. Aunque sin pruebas en que basarnos, teníamos también sospechas de los Hollaby, padre e hijo. Este asesinato vino a enmarcar un tanto nuestras ideas, pero gracias a lo que acabo de oír de ustedes, la posición de todos se ha aclarado considerablemente. Enfrentaremos al joven Hollaby con Doris Evans para ver si ésta lo reconoce. Lo más probable es que sea así. Ha sido muy ingeniosa su idea acerca de lo ocurrido con la chaqueta y procuraré que los brillantes detectives de Blunt tengan por ello el honor que se merecen.

—¡Oh, es usted muy amable, inspector! —dijo agradecida Tuppence.

—Se sorprenderían si supieran el alto concepto que tenemos de ustedes dos en el Yard —replicó el impasible agente de la ley—. Y, ahora, una pregunta: ¿podría decirme, mister Beresford, el significado de esa cuerda que tiene usted entre las manos?

—¡Oh, ninguno! —contestó Tommy, metiéndosela apresuradamente en uno de los bolsillos—. Rarezas mías. En cuanto a la tarta de queso y a la leche, es que estoy a dieta. Dispepsia nerviosa. Ya sabe usted que todos los hombres atareados adolecemos de este mal.

—¡Ah, vamos! —replicó el detective—. Yo creí que había usted estado leyendo... En fin, no tiene importancia.

El inspector hizo un malicioso guiño con uno de los ojos y prosiguió con su interrumpido refrigerio.

Capítulo XVII
-
La muerte al acecho

¿Qué...? —empezó a decir Tuppence, pero se detuvo de pronto.

Acababa de entrar en el despacho privado del gerente de la oficina de los brillantes detectives de Blunt y quedó sorprendida al ver a su dueño y señor con un ojo pegado a la secreta mirilla desde donde podía verse con claridad cuanto ocurriese en la salita de espera adjunta.

—¡Chist...! —dijo Tommy aplicándose un dedo a los labios y hablando en voz queda—. ¿No has oído el timbre? Es una muchacha, bonita por cierto, o al menos a mí me lo parece. Albert le está contando la consabida historia de mis compromisos con Scotland Yard.

—Déjame echar un vistazo —le pidió Tuppence. Aunque reacio a hacerlo, Tommy hubo de ceder a los deseos de su esposa, quien a su vez se puso a inspeccionar a la recién llegada por el disimulado orificio de observación.

—No está mal —admitió—. Y su vestido es sencillo, pero elegante.

—¿Cómo que no está mal? Está estupenda, querrás decir. Es una de esas mujeres que nos describe Masón en sus obras. Ya sabes a cuáles me refiero. Esas tan simpáticas, y guapas, y de inteligencia nada común, sin llegar a sabihondas. Creo que..., mejor dicho, estoy seguro de que esta mañana tendré que hacer el papel de Hanaud.

—¡Hum...! —gruñó Tuppence—. ¿Sabes lo que estás diciendo? Ese detective es precisamente el reverso de tu medalla. ¿Puedes acaso hacer esos cambios relámpago que él hace? ¿Ser lo comediante que él es?

—Yo sólo sé una cosa —dijo Tommy—. Que soy el capitán de la nave y que, por lo tanto, a ti te toca sólo obedecer. ¿Estamos? Ahora voy a recibir a esa joven.

Oprimió el timbre que había al alcance de su mano y al poco rato entró Albert, precediendo a la cliente.

La muchacha se detuvo indecisa en el umbral. Tommy se adelantó, diciendo:

—Pase usted, mademoiselle, y sírvase tomar asiento. Tuppence emitió un ruido como de haberse atragantado y Tommy se volvió a ella con súbito cambio en sus modales. El tono de su voz era amenazador:

—¿Decía usted algo, miss Robinson? Me figuro que no, ¿verdad?

Tras añadir una furibunda mirada, reanudó su interrumpida entrevista.

—Prescindamos de todo formulismo —dijo—, y hábleme de ello. Después estudiaremos el modo de poderla ayudar.

—Es usted muy amable —contestó—. Perdóneme la pregunta. ¿Es usted extranjero?

Nuevo azoramiento de Tuppence seguido de otra mirada incendiaria de su marido por el rabillo del ojo.

—No, exactamente —dijo con dificultad—; pero he estado algunos años trabajando en Francia. Los métodos que yo sigo son los mismos que emplea la
Sureté
. La muchacha pareció impresionarse. Era, como Tommy había indicado, encantadora. Joven y esbelta, con un dorado mechón rebelde que aparecía bajo el ala de su pequeño sombrero de fieltro, y un par de hermosos y límpidos ojos azules.

Que estaba nerviosa, saltaba a la vista. Se retorcía los dedos con impaciencia y no cesaba de manipular el cierre de su elegante bolso de laca encarnada.

—Primeramente, mister Blunt, debo decirle que me llamo Lois Hargreaves y que vivo en un vetusto caserón conocido por el nombre de Thurnly Grange y situado en plena campiña. Tenemos la aldea de Thurnly en las cercanías, pero ésta es pequeña e insignificante. No obstante, el tenis en verano y las cacerías en invierno hacen que no experimentemos soledad ni tedio alguno en nuestro aislamiento. Hablando sinceramente, he de admitir que prefiero nuestra vida a la de la ciudad.

»Le digo esto para que comprenda que en un lugar tan pequeño y apartado como el nuestro cualquier cosa que ocurra reviste siempre caracteres de sensacional. Hará una semana recibí una cajita de chocolatinas por correo. Nada en ella hacía indicar su procedencia. Como yo no soy nada aficionada a las golosinas pasé la caja a los demás de la casa con el resultado de que cuantos comieron dulces cayeron enfermos, quejándose de fuertes dolores de estómago. Enviamos a buscar al doctor, quien después de hacer varias indagaciones, resolvió llevarse las chocolatinas que quedaban a fin de que fueran sometidas a un análisis. Míster Blunt, ¡aquellas chocolatinas contenían arsénico! No lo suficiente para matar a una persona, pero sí para que ésta se sintiera alarmantemente mal.

—¡Extraordinario! —comentó Tommy.

—El doctor Burlón se mostró preocupadísimo. Era la tercera vez que un caso así ocurría en la localidad y siempre en residencias de personas que pudiéramos llamar acomodadas. Parecía como si alguien, de muy bajos instintos, se entretuviese en gastar una absurda broma que nada tenía de humana, por cierto.

—Así es, miss Hargreaves.

—El doctor Burlón lo atribuyó, absurdamente, a mi modo de entender, a algún movimiento de agitación socialista. Pero lo cierto es que hay uno o dos descontentos en la villa y nada tendría tampoco de particular que éstos supiesen algo del asunto. El doctor Burlón se empeñó en que pusiera el caso en manos de la policía.

—Una sugerencia muy natural —dijo Tommy—; pero por lo visto usted no lo ha hecho, ¿verdad, miss Hargreaves?

—No —replicó ésta—. Odio la publicidad y el escándalo, y además conozco la forma como actúa nuestro inspector de distrito en materia de investigación criminal. He leído a menudo sus anuncios y he tratado de convencer al doctor Burton sobre la conveniencia de contratar los servicios de un detective privado.

—¡Oh!

—He visto también que mencionan, con gran profusión por cierto, la palabra «discreción». ¿He de entender por ello que... que nada se ha de hacer público sin mi consentimiento? Esta vez fue Tuppence quien hizo uso de la palabra.

—Creo —dijo sin mover un solo músculo de la cara— que lo mejor sería que miss Hargreaves contara primero
cuanto tenga que decir
.

El énfasis que puso en las últimas palabras hizo sonrojar nerviosamente a Lois Hargreaves.

—Sí —asintió Tommy—. Miss Robinson tiene razón. Debe usted decirnos cuanto sepa acerca del particular en la seguridad de que lo consideraremos como declaración estrictamente confidencial.

—Gracias. Le advierto que vine ya decidida a hablar con entera franqueza. Tengo una razón para no haber acudido, como me pidieron, a la policía. Mister Blunt, aquella caja de chocolatinas había sido enviada por alguien que vive en mi propia casa.

—¿Cómo lo sabe usted, mademoiselle? —Muy sencillamente. Tengo el hábito infantil de dibujar tres peces entrelazados en cualquier pedazo de papel que caiga en mis manos. Hará unos días llegó de Londres un paquete que contenía medias de seda. Estábamos desayunando. Acababa de resolver un crucigrama que venía en el periódico de la mañana y, sin darme cuenta, y antes de abrirlo, me puse a dibujar los dichosos pececillos en la etiqueta que venía pegada en la parte superior. No volví a acordarme de la ocurrencia hasta que al fijarme en el papel que envolvía las chocolatinas observé en él la punta de una etiqueta, el resto había sido arrancado, al parecer, y sobre ella, casi entero, mi ridículo dibujo. Tommy acercó su silla.

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